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4. San Benito lo ha ordenado todo en su Regla para hacernos hallar la paz

Pidamos, pues, a Jesús nos dé esta paz, fruto del amor. «Señor –exclamaba san Agustín al final de sus Confesiones, ese libro admirable en el cual narra cómo había buscado la paz en todas las satisfacciones posibles de los sentidos, del espíritu y del corazón, sin encontrarla más que en Dios–, Señor, danos la paz, la paz del séptimo día, la paz que no tiene atardecer. Tú, Señor, que eres el bien y no careces de ningún bien, estás siempre en reposo, porque eres tú mismo tu descanso. ¿Qué hombre será capaz de enseñar esto a otro hombre? ¿Qué ángel a otro ángel o a un hombre? Es menester pedírtelo a ti, buscarlo en ti, llamando a tu puerta para obtenerlo». Y el santo Doctor, que había hecho la experiencia de todas las cosas, que había sentido la vanidad de toda criatura, la fragilidad de toda felicidad humana, cierra su libro con este grito del alma: «Éste es el solo medio para ser oído, para encontrar, para que se nos abra» [Libro XIII, c. 35 y 38. P. L., XXXII, col. 867, 868]
Pidamos, pues, esta misma paz para nosotros, para cada uno de nuestros hermanos que habitan en nuestra misma Jerusalén espiritual: «Pedid para Jerusalén las cosas que conducen a la paz» (Sal 21,6); y esta paz la obtendremos; pero la obtendremos principalmente mediante una actitud espiritual hecha de adoración, de sumisión, de abandono a nuestro Señor. Tal es, lo repetiré, la fuente de la verdadera paz, porque tal es el orden establecido por Dios, el único en el que satisfaremos los deseos más íntimos del alma.
El acto de abandono requerido lo hicimos ya el día de nuestra profesión, dándonos a Jesús para seguirle: «Hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19,27). Mantengámonos en esta disposición, y gozaremos de paz. La santa Regla está toda ordenada a procurarnos y conservarnos esta paz; y el monasterio donde se vive conforme a la Regla es, ya en este mundo, una «visión de paz». Todas las almas que se dejan modelar por la humildad, la obediencia, el espíritu de abandono y de confianza, fundamentos de la vida monástica, se convierten en ciudad de paz.
Nuestro bienaventurado Padre comprendió maravillosamente el plan divino, el orden fijado por Dios. Nuestras almas fueron creadas para Dios; si no tienden a Él, se ven siempre en continua y agitada turbación; por esto san Benito no desea que tengamos más que esta única y universal intención: «Que busquemos de veras a Dios» (RB 58). Todo lo reduce a esto: es el centro de su Regla. Con la unidad de este fin, unifica los múltiples actos de nuestra vida y, sobre todo, unifica los deseos de nuestra naturaleza, en lo cual se halla, según santo Tomás, uno de los elementos esenciales de la paz: «Consiste la tranquilidad en el descanso de todos los movimientos apetitivos de un mismo hombre» [«Tranquilitas consistit in hoc quod omnes motus appetitivi in uno homme conquiescunt», II-II, q. 29, a. 1, ad 1, a. 3].
Nuestra alma se turba cuando es solicitada por deseos provenientes de mil diversos objetos: «Estás intranquila y turbada por ocuparte en muchas cosas» (Lc 10, 41); mas cuando buscamos únicamente a Dios con una obediencia de abandono y amor, entonces todo lo encaminamos a la unidad necesaria; y esto es lo que establece en nosotros la fortaleza y la paz.
Después, penetrando más a fondo en el orden divino, el santo Patriarca nos dice que, fuera de Cristo, no alcanzaremos nunca este fin, porque sólo Él es el camino que a él conduce. En efecto, al abrir la Regla, no nos señala otro medio que el amor de Cristo: «A ti se dirige ahora mi exhortación, quien quiera que seas… te propones militar bajo las banderas de Cristo verdadero Rey» (RB, pról.). Sólo dando a Cristo la realeza sobre nuestro corazón es cómo seremos verdaderos hijos de san Benito. Y cuando el Patriarca se despide de nosotros, repite como consejo apremiante y de gran valor el de no anteponer nada a Cristo: «Que nada prefieran a Cristo, el cual se digne llevarnos a todos juntos a la vida eterna» (RB 72).
He aquí, en resumen, todo el orden divino expuesto por el santo Legislador con admirable y vigorosa simplicidad y claridad. Volver a Dios por medio de Cristo; y para manifestar que esta búsqueda es sincera, absoluta y total, huir del mundo, practicar la humildad, la obediencia amorosa; tener el espíritu de abandono y confianza, dar preponderancia a la vida de oración, amar al prójimo. Son las virtudes de que Jesús primeramente nos dio ejemplo. Ejercitándonos en ellas probaremos que buscamos de veras a Dios, que preferimos a todo el amor de Jesús, y que Él es nuestro solo y único ideal.
Dichoso el monje que camina por esta senda. Aun en los más grandes sufrimientos, en las tentaciones más penosas y en las más dolorosas adversidades encontrará luz, paz y gozo, porque en su alma reinará el orden querido por Dios, y todos sus deseos estarán unificados en el Bien único por el que fue creada.
San Benito, que habla por experiencia, nos garantiza la posesión de estos bienes: «A medida –dice– que el monje avanza por el camino de la fe y en la práctica de las virtudes el corazón se ensancha y el alma corre con el ardor de un gozo inefable» (RB, pról.). ¡Dichoso, repito, este monje! En su alma habita la paz divina, que se refleja en su rostro y él esparce en torno suyo. Él es, por excelencia, el verdadero monje según el ideal de San Benito: el hijo de Dios por la gracia de Cristo, un cristiano perfecto: «Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán hijos de Dios» (Mt 5,9). Bienaventurado de veras, porque Dios está con él y en todos los instantes encuentra en este Dios, que vino a buscar en el monasterio, el bien más grande y precioso; como que es el bien supremo e inmutable, que jamás defrauda los deseos de aquellos que le buscan con un corazón sencillo y sincero: «Si de veras busca a Dios».