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Nota

El fundador de la congregación beuronense, dom Mauro Wolter, monje docto y piadoso, cuyo espíritu monástico se había formado en las fuentes más puras, resume sus enseñanzas sobre el apostolado monástico diciendo: «El monje es, por excelencia, hijo de Dios y su vasallo; … así, pues, cuando un monje o todo el ejército monacal son llamados por el Rey o su Iglesia, se lanzan con ardor a la empresa; y, por recia que sea la lucha, su invencible empuje decide la victoria… Dispuestos para todas las obras de celo, despreciando toda mundana consideración, sirven a la Iglesia con tal magnanimidad, firmeza y valor que, al verlos combatir, se reconoce la fortaleza misma de Dios y el poder del Espíritu Santo.
Así salió del claustro esa admirable falange de apóstoles, confesores, doctores y mártires, cuyas obras contribuyeron a conservar y multiplicar la grey cristiana. Animados de este celo, innumerables legiones de monjes emprendieron este trabajo, sacrificando su propia vida y coronándola con la efusión de su sangre. Con el Evangelio en una mano y en la otra la Regla, penetraron en las regiones más apartadas, y, agregando siempre nuevos pueblos a la familia cristiana, fundaron, extendieron y reafirmaron el reino de Cristo en casi todo el mundo» [La vie monastique, ses principes essentials, 131 y sigs.].
Dom Mauro Wolter fue discípulo de dom Guéranger, quien le ayudó en la redacción de las Constituciones de la congregación de Beuron. El ilustre restaurador de la Orden benedictina en Francia escribía en sus Notions sur la vie religieuse et monastique (Solesmes, 1882), destinadas a la instrucción de los novicios: «Aunque la vida monástica busca en primer término el separarse del mundo, no piensen los monjes alcanzar la perfección de su estado si les falta el celo hacia el prójimo, tanto en las intenciones como en el obrar… La vida monástica tiende a acercar el hombre a Dios, por medio de la abnegación y del amor, y cuanto más el monje se compenetre del espíritu de su vocación, tanto más se excita en él este celo por la salvación de las almas, que es el grande y eterno deseo de Dios, por el cual envió al mundo a su Hijo.»
«Los hermanos deben tener presente que no deben hacerse monjes exclusivamente para conseguir su propia perfección, sin cuidarse para nada de la perfección de los demás. Nada sería tan contrario a la caridad, que es el distintivo de los discípulos de Jesucristo, como esta mezquina preocupación de sí mismo que moviera al monje a cerrar los ojos a las necesidades de los que son sus hermanos… Pensando, pues, en lo que les espera al consagrarse a Dios por la profesión, prepárense para las obras de celo que la obediencia podrá encomendarles, sea dentro o fuera del monasterio, ya trabajando por esclarecer la verdad con escritos destinados al público, ya ejerciendo el ministerio de la predicación y la administración de los sacramentos… Encomienden insistentemente a Dios las obras de celo que se practiquen en la Orden, pidiendo al Señor las acepte y bendiga, sea que respecten al interior, o se refieran al público… sea, por último, que se encaminen directamente al gran objeto que es la salvación de las almas. Pidan frecuentemente que crezca la Orden a gloria y servicio de Dios, con personas relevantes en obras y palabras, como tantos ilustres santos monjes que se hicieron todo para todos y sirvieron útilmente a la Iglesia y a las almas. Estos religiosos fueron, con sus obras y vida, viva expresión del espíritu de nuestro santo Patriarca, tal como lo infundió en la santa Regla».