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3. La fuente de la gracia de donde hemos sacar los auxilios necesarios

No se contentó nuestro Padre celestial con darnos a su Hijo por medianero; lo constituyó además universal dispensador de toda gracia: «El Padre ama a su Hijo, y le dio todas las cosas» (Jn 3,35), y el mismo Jesucristo nos comunica además la gracia que Él nos ha merecido.
Verdad es ésta muy importante que yo deseo ver profundamente grabada en vuestras almas. Muchos saben ciertamente que nuestro Señor es el único camino que lleva al Padre: «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6); que Él nos redimió con su sangre; pero se olvidan, al menos prácticamente, de otra verdad harto importante, a saber: de que Jesús es causa de todas las gracias, y que obra en nuestras almas mediante el influjo de su Espíritu.
Jesucristo posee en sí mismo la plenitud de todas las gracias. Escuchad lo que Él dice: «Como el Padre tiene la vida en sí, también al Hijo le dio el tenerla en sí mismo» (Jn 5,26). Y ¿cuál es esta vida? Una vida eterna, un océano de vida divina, que contiene todas las perfecciones, toda la felicidad de la divinidad. Pero esta vida divina Jesucristo la posee «en sí mismo», esto es, por naturaleza y por derecho propio, porque es el Hijo de Dios encarnado. Cuando el Padre contempla a Jesucristo se llena de gozo porque ve a su propio Hijo igual a Él, y exclama: «He aquí mi Hijo muy amado» (Mt 3,17; 17,5). Nada halla en Él que no proceda de sí mismo: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado» (Sal 2,7). Jesús es verdaderamente «el esplendor de la gloria del Padre, y la figura de su sustancia» (Heb 1,3); y esta mirada produce en el Padre un contentamiento infinito: «en Él tengo todas mis complacencias» (Mt 17,5; cfr. 3, 17). Jesucristo, como Hijo de Dios, es «la Vida» por excelencia: «Yo soy la vida» (Jn 14,6).
Esta vida divina, que Él posee personalmente en toda su plenitud, quiere comunicárnosla abundantemente: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan con abundancia» (Jn 10,10); la vida que es suya en virtud de la unión hipostática, quiere que sea nuestra por su gracia; y «de su plenitud debemos tomarla todos» (Jn 1,14.16). Por los sacramentos y la acción del Espíritu Santo en nosotros, nos infunde la gracia como principio de nuestra vida.
Tened muy presente esta verdad: todas las gracias que necesita el alma, todas están en Jesús como en su principio: «sin Él nada podemos hacer» que nos aproxime al cielo y al Padre, pues «en Él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia divinas» (Jn 15,5; Col 2,3). Escondidos están allí para comunicárnoslos a nosotros. Jesucristo se ha hecho, no sólo nuestra redención, sino también «nuestra justificación, nuestra sabiduría, nuestra santificación» (1 Cor 1,30). Si nos es dado cantar que «Él solo es santo» (Gloria de la misa), es sin duda porque nosotros sólo conseguimos su santidad en Él por Él.
No hay quizá verdad sobre la cual insista más san Pablo, el heraldo del misterio de Cristo, al exponer el plan divino. Jesucristo es el segundo Adán, cabeza, como él, de una raza, pero de una raza de elegidos. «Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte: y así la muerte pasó a todos los hombres»… Mas si «por el pecado de uno solo alcanzó la muerte a todos, con más razón la gracia de Dios y los dones sobrenaturales se derramarán sobre la humanidad por otro solo hombre, por Jesucristo» (Rom 5,12.17-18); con esta diferencia, sin embargo, que «allí donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rom 5,20).
Jesucristo fue constituido, por el Padre, jefe de todos los redimidos, de todos los creyentes; con ellos forma un cuerpo cuya cabeza es Él mismo. La gracia infinita de Cristo debe fluir de esta cabeza a los miembros del organismo místico «conforme a la medida establecida por Dios para cada uno de ellos» (Ef 4,7). Por medio de esta gracia, que deriva de sí mismo, convierte Jesucristo a cada uno de sus elegidos en semejante a sí, en agradable como Él al Padre: porque en sus juicios eternos el Padre no nos separa de Jesucristo: con el acto con que ha predestinado a una naturaleza humana a unirse personalmente a su Verbo, con el mismo nos ha predestinado a ser hermanos de Jesús.
De suerte que, para vivir la vida divina, nada podremos hallar fuera de los tesoros de la gracia, los cuales se encuentran verdaderamente capitalizados en la persona de Cristo. No puede uno salvarse sin Jesús, sin la gracia que Él mismo nos dispensa. Es camino único, fuera del cual uno se extravía y se pierde; verdad infalible, sin la cual andamos en tinieblas y en error: verdadera vida y única que nos libra de la muerte: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).