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VIII. La compunción del corazón

No se puede «volver a Dios» sino removiendo antes los obstáculos que se atraviesan en el camino.
Desde el principio del prólogo de la Regla, san Benito presenta al alma la vida monástica como «un retorno a Dios». Todos conocemos el motivo: porque el pecado nos ha apartado de Dios desde nuestro nacimiento. «Estabais lejos» (Ef 2,13), dice san Pablo. Por el pecado, el alma «se desvía de Dios, bien infinito e inmutable, y se convierte a la criatura, que es un bien transitorio». Así define santo Tomás el pecado: «desviación del bien inmutable y conversión hacia el bien transitorio» [III q. 87, a. 4, y II-II, q. 157, a. 6]. Si queremos, pues, buscar sinceramente a Dios, menester es romper todo lazo desordenado con la criatura para darse solamente a Dios. Esto constituye para san Benito la «conversión»: «Cuando alguno llegare a la conversión» (RB 58).
Nuestro santo Padre no toma la palabra «conversión» en el sentido particular y preciso que comúnmente le damos, sino como el conjunto de actos por los cuales el alma, evitando el pecado y desprendiéndose de la criatura y de todo móvil humano, se afana por obviar los obstáculos que se oponen a ir a Dios y buscarlo únicamente.
Entre Dios y el pecado hay una incompatibilidad irreductible; no puede haber alianza posible entre Cristo y Belial, padre del pecado (2 Cor 6,15), enseña san Pablo. Sería una ilusión imaginar que Dios se nos comunicara sin que detestáramos el pecado; y esta ilusión es tanto más peligrosa cuanto es más frecuente. Debemos desear ardientemente la unión con el Verbo; pero este deseo debe ser eficaz y movernos a destruir cuanto se oponga en nosotros a dicha unión.
Algunos encuentran admirable, y lo es, lo que llaman la parte positiva de la vida espiritual, a saber: el amor, la oración, la contemplación y unión con Dios; pero no hay que olvidar que éstas sólo se hallan aseguradas en un alma purificada de todo pecado y de todo hábito vicioso, y que se esfuerza por amortiguar las causas del pecado y de las imperfecciones, mediante una vida llena de generosa vigilancia.
Débil es la vida del alma con tendencias viciosas no combatidas: su edificio espiritual vacila, si no es constante en rehuir el pecado, pues está construido sobre arena movediza.
Cuando se ven los malos ejemplos de aquellos que abandonan el sacerdocio, de aquellos religiosos que «hacen llorar amargamente a los ángeles» (cfr. Is 33,7), uno se pregunta: ¿Cómo ha sido posible que almas privilegiadas hayan descendido tan bajo? Esas caídas, ¿han sido de una vez y como por sorpresa? En manera alguna; no son catástrofes súbitas; su causa es remota. Los fundamentos del edificio estaban minados de tiempo atrás por el orgullo, el amor propio, la presunción, la sensualidad y la falta de temor de Dios. En un momento dado, ha soplado el viento de la tentación y el edificio se ha tambaleado y con estrépito se ha venido abajo.
Por esto san Benito pone tanto empeño en indicarnos la necesidad de una labor previa sobre nosotros mismos, que lógicamente debe preceder a todo desenvolvimiento, a todo florecimiento, a toda conservación de la vida divina en el alma. Y como las raíces del pecado, que son la concupiscencia de los ojos, de la carne y de la soberbia, nunca están enteramente extirpadas en nosotros, el trabajo de expurgar no cesa jamás del todo; y aunque el alma, a medida que progresa, se conduce con mayor libertad espiritual, no debe, sin embargo, descuidar jamás la vigilancia.
El santo Legislador quiso, pues, que este trabajo fuese objeto de una promesa que nos obligara por toda la vida, «la promesa de la conversión de costumbres» (RB 58); y es el segundo de los votos que emitimos. Por él nos obligamos a tender a la perfección, esto es, a la unión con Dios, a conformarnos con su voluntad, por el amor.
Hay obstáculos que estorban esta unión, por lo cual la busca de la perfección exige que comencemos por apartarlos de nuestro camino. San Benito es también muy explícito en esta materia: nos señala también los «instrumentos» que hay que emplear para desarraigar los vicios: «No dejarse llevar de la ira; no guardar resentimiento; no tener dolo en el corazón; no dar paz fingida; no volver mal por mal; guardar su boca de palabras malas y viciosas», etc. Quiere que «todos los días confesemos a Dios en la oración con lágrimas y gemidos los excesos de la vida pasada y que en adelante nos enmendemos de ellos» (RB 4).
En otra ocasión declara que sólo cuando el alma «esté purificada de vicios y pecados, el Espíritu Santo obrará plenamente en ella y el amor perfecto reinará como principio de su vida» (RB 7). Es, pues, necesario este trabajo de destrucción y desapego del pecado, si queremos llegarnos a Dios y encontrarle a Él únicamente. Hay que emprender esta labor, no por sí misma, sino como condición de vida, como el único medio de dejar que se desarrolle y conserve en nosotros la unión con Dios. Examinemos, pues, de qué modo debemos aplicarnos a este trabajo y descubriremos que uno de los mejores medios es la compunción del corazón, y veremos también lo que la Iglesia y los santos piensan de este sentimiento, los preciosos frutos que reporta al alma y, finalmente, las fuentes de donde procede.