fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

1. La expiación del pecado incumbe, por motivos diversos, a Cristo y a los miembros de su cuerpo místico

Después de la caída de Adán, la expiación es el único camino para volver a Dios. San Pablo, hablando de Cristo, dice que es «un Pontífice santo, inocente, puro, segregado de entre los pecadores» (Heb 7,26). Nuestro Caudillo es santo, infinitamente alejado del pecado; es el propio Hijo de Dios, objeto de las infinitas complacencias del Padre. Y con todo tuvo que pasar por los sufrimientos de la cruz antes de entrar triunfante en su gloria.
Es bien conocido el episodio de Emaús, narrado por san Lucas. El día mismo de la Resurrección, dos discípulos de Jesús van a una aldeílla a poca distancia de Jerusalén. En el camino se desahogan comunicándose el pesimismo de que estaban embargados, pues, por la muerte del Maestro, no cabía esperanza de restablecer el reino de Israel. He aquí que Jesús, en aspecto de viandante, se acerca a ellos y pregunta de qué se habla. Los discípulos le confían el secreto de su tristeza. Entonces el Salvador, que todavía no se les había revelado, les dice con aire de reproche: «¡Oh corazones insensatos y tardos en creer! ¿No era necesario que Cristo padeciese para entrar en su gloria?» (Lc 17,26).
Mas, ¿por qué era necesario que Cristo padeciese? ¿No podía Dios perdonar al mundo sin expiación? Ciertamente que sí; su poder absoluto no tiene límites; pero su justicia exigía que fuese expiado el pecado empezando por la expiación de Jesucristo.
El Verbo encarnado, asumiendo la naturaleza humana, sustituía al pecador incapaz de rehabilitarse a sí mismo; Él se convierte en víctima por el pecado. Esto es lo que enseñaba el Señor a los discípulos al decirles que sus padecimientos eran necesarios. Necesarios, no sólo en general, sino hasta en los mínimos detalles; porque si es verdad que un solo suspiro de Jesucristo era más que suficiente para rescatar al mundo, un libre decreto de la Providencia referente a todas las circunstancias de la pasión había acumulado en ella expiaciones, en cierta manera, de una superabundancia infinita.
Sabemos con qué amor y sumisión a la voluntad divina aceptó Jesús todo lo que el Padre habla determinado. Para cumplir plenamente esta divina voluntad cuyos decretos conoce totalmente, padece desde que entra en el mundo: «Heme aquí» (Sal 39,8; Hb 10,7). Todo lo hará, minuciosamente detallado, con fidelidad amorosa: «Ni una tilde será omitida hasta cumplir toda la ley» (Mt 5,18). El evangelio de san Juan nos da una prueba singular de esta exactitud cuando cuenta que Cristo, ya en la cruz, sediento y a punto de expirar, recuerda un verso de las profecías, aun no realizado; y, porque se cumpliese, prorrumpió en este lamento: «Tengo sed» (Jn 19,28). Dichas estas palabras, pronuncia las últimas: «Todo se ha cumplido» (Jn 19,30). Padre, lo he realizado todo: desde que entrando en el mundo dije: «Heme aquí dispuesto a hacer tu voluntad», nada omití; he apurado el cáliz que me diste a beber; no me resta más que depositar mi alma en tus manos.
Pero el divino Salvador no padeció sólo para rescatarnos; nos mereció también la gracia de unir nuestra expiación a la suya y así hacerla meritoria. Porque, dice san Pablo: «Los que quieren pertenecer a Jesucristo deben crucificar su carne con sus vicios» (Gál 5,24). La expiación exigida por la divina justicia no afectó solamente a Jesucristo, sino que también afecta a todos los miembros de su cuerpo místico. «Participaremos de la gloria de nuestra cabeza si tomamos parte en sus padecimientos» (Rom 8,27), dice también san Pablo.
Aunque solidarios con Cristo en los padecimientos, estamos, sin embargo, condenados a ellos por una razón muy diferente. Él expía los pecados ajenos: «Fue muerto por los pecados de su pueblo» (Is 53,8). Nosotros, por el contrario, estamos ante todo cargados de nuestras propias iniquidades: «Recibimos lo merecido por nuestras culpas, mientras éste ningún mal ha hecho» (Lc 23,42).
El que ha ofendido a Dios comete una falta de delicadeza sobrenatural al buscar el estado de unión antes de cumplir su parte de expiación. ¿Cómo puede el alma pretender a la íntima familiaridad con Dios si no ha demostrado con obras que su conversión es sincera? Porque todo pecado personal, aun perdonado, debe expiarse, ya que por él se contrae una deuda de justicia con Dios; perdonado el pecado, queda la deuda que debe ser saldada. Tal es el papel de la satisfacción.
Además, el espíritu de renuncia propia asegura la perseverancia. Todo pecado actual inclina el alma al mal, y el perdón que lo borra deja todavía subsistir una tendencia, una inclinación, momentáneamente adormecida, pero real, la cual, injertándose en nuestra natural concupiscencia, tiende a manifestarse y a dar frutos a la menor ocasión. La mortificación ha de arrancar estas inclinaciones viciosas, contrariar los malos hábitos, destruir esta afición al pecado. La mortificación persigue al pecado en cuanto es obstáculo entre el alma y Dios; debe durar, por consiguiente, hasta domar por completo las tendencias perversas de nuestra alma. De lo contrario se sobrepondrán y serán origen de muchas infidelidades que, o impedirán nuestra unión con Dios y la vida de caridad, o al menos la mantendrán a un nivel mediano.
Cuando por la mañana hacemos una fervorosa comunión nos damos enteramente a Dios; pero si en el transcurso del día, con el ajetreo de las ocupaciones, el hombre viejo se despierta inclinándose al orgullo, a la ira, a la suspicacia, so pretexto de falsos bienes, debemos al instante reprimirlo; de lo contrario podría sorprender nuestro consentimiento, y disminuir nuestra vida de amor, nuestra unión con Dios. Ved un alma imbuida de amor propio, habituada a buscarse y referirlo todo a sí; ésta tal, por una nonada, se enojará y manifestará de mil maneras el mal humor que la domina; de su amor propio procederán, naturalmente, multitud de actos reprensibles que pondrán obstáculo a la acción de Cristo en ella.
Debe, pues, esforzarse en refrenar este amor propio para que el amor de Cristo llegue a reinar exclusivamente en ella. Nuestro Señor espera de nosotros que reprimamos estos movimientos desordenados que nos impulsan al pecado y a la imperfección; no podríamos pretender el estado de unión si nos dejáramos dirigir por estos malos hábitos.
La propia renuncia es, pues, necesaria, no sólo para satisfacer por los pecados cometidos, sino también para evitar las recaídas mediante la mortificación de las naturales tendencias que nos inclinan al mal.
Este doble motivo es el que nuestro bienaventurado Padre, tan lleno de espíritu evangélico, indica a los recién llegados al monasterio cuando les habla de la mortificación de los hábitos viciosos: «Si, por razones de equidad, se dispusiese algo un tanto más severamente para la enmienda de los vicios y conservación de la caridad» (RB, pról.).
A aquellos que «han progresado en la fe y en la observancia» (RB, pról.); «que por la gracia de Jesucristo han adquirido fuerza para desentenderse de sus malas inclinaciones y a todo correr proceden por la vía de los mandamientos» (RB, pról.; cfr. Sal 118,32), san Benito presenta un motivo más excelente y no menos eficaz: «la participación en los sufrimientos de Cristo» (RB, pról.). En efecto: para las almas fieles y santas, que han satisfecho plenamente por sus culpas y cuya unión con Dios está más asegurada contra las acometidas del enemigo, la renuncia de sí mismas se convierte en un medio y en la prueba de una más perfecta imitación de nuestro Señor. Abrazan voluntariamente la cruz para «ayudar» a Cristo en su pasión; y es el Calvario el lugar de predilección adonde las conduce y retiene el amor.