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Introducción

Jesucristo es el sublime ideal de toda santidad; el divino ejemplar que el mismo Dios presenta para que le imiten sus escogidos. La santidad cristiana consiste en una sincera y completa adhesión a Cristo por la fe; y en el desarrollo de esta fe mediante la esperanza y la caridad: ella cristianiza nuestra actividad, por el influjo del Espíritu de Jesucristo; porque Jesucristo, Alfa y Omega de todas nuestras obras, informa nuestra propia vida como participación de la suya: Mihi vivere Christus est. «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21). Esto lo hemos demostrado en una primera serie de conferencias titulada Jesucristo, vida del alma, sirviéndonos de pasajes del Evangelio y de las Epístolas de san Pablo y de san Juan.
Lógicamente, estas verdades dogmáticas pedían una exposición concreta de la existencia misma del Verbo encarnado, que se hizo visible a nuestras miradas sensibles mediante los estados, misterios, actos y palabras de la santa humanidad de Jesús. Las obras realizadas por Cristo durante su vida en este mundo son a la vez modelo que imitar y fuente de santidad. De ellas fluye constantemente una virtud poderosa y eficaz que sana, ilumina y santifica a quienes se ponen en contacto con los misterios de Jesús, animados del sincero deseo de ir siguiendo sus huellas. Ya hemos presentado al Verbo encunado bajo este aspecto en la segunda serie de conferencias que titulamos: Jesucristo en sus misterios.
Mas, aparte de los preceptos que Jesucristo impuso a sus discípulos como condición para salvarse y como requisito para la santidad esencial, se hallan en el Evangelio algunos consejos que Jesucristo propone a quienes desean remontarse a las alturas de la perfección: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus posesiones y ven en pos de mí». (Mt 19,21)
Sin duda alguna no se trata más que de consejo: «Si quieres», si vis, decía el divino Maestro. Empero, la importancia que atribuye a su observancia se colige bien a las claras de las magníficas recompensas que tiene prometidas a quien los guarde. Su observancia tiende a una imitación más completa y eficiente del Salvador. Y porque Él es nuestro modelo y guía, el alma habrá adquirido esta perfección religiosa cuando se haya identificado con la doctrina y el ejemplo del Verbo encarnado: «Ven en pos de mí»… «Basta para la perfección del discípulo que sea como el maestro».
Esto es lo que vamos a exponer en el presente volumen: presentar la divina figura de Jesús como el espejo en que deben mirarse las almas privilegiadas llamadas a seguir la vida de los consejos evangélicos; nada tan eficaz como esta contemplación para mover al alma y esforzarla, de modo que, en todo momento, sea capaz de responder a una vocación tan elevada y tan rica en promesas eternas.
Mucho de lo que vamos a decir explica la vida religiosa, cual la entendía san Benito; pero es de saber que para el gran Patriarca la vida religiosa, en lo esencial, no es una forma peculiar de vida al margen del Cristianismo: es el mismo Cristianismo, sentido y vivido en toda su plenitud, según la luz del Evangelio: «Guiados por el Evangelio andemos sus caminos». La espléndida fecundidad espiritual, que, a través de los siglos, ha demostrado la santa Regla, sólo puede explicarse por razón del carácter esencialmente cristiano que san Benito imprimió a todas sus enseñanzas.
El índice de las conferencias con que encabezamos el libro dará a conocer la sencillez del plan adoptado. En primer lugar, exponemos, en síntesis general, la institución monástica, tal como la deben entender los que se sienten llamados a la vida del claustro. Después desenvolvemos el programa que han de seguir los que se sienten con arrestos para alistarse en esta institución, hasta llegar a asimilarse su espíritu. Este trabajo de adaptación y asimilación supone dos cosas: el desprendimiento de lo creado y la unión con Cristo; el desprendimiento es camino que lleva a la vida de unión: «Todo lo hemos dejado por seguiros» (Mt 19,27). En esto está lo substancial de la práctica de los consejos evangélicos, el secreto de la perfección.
Al exponer este plan, no hacemos más que reproducir el que seguimos en Jesucristo, vida del alma. De lo cual no hemos de maravillarnos habida cuenta que la perfección religiosa es de un mismo carácter sobrenatural que la santidad cristiana.
Quiera Dios que estas páginas sirvan para dar a muchos un conocimiento más exacto de la naturaleza de la perfección a que son invitados; para hacerles estimar más y más esta vocación tan menospreciada, por desconocida, en estos tiempos; para estimular a los vacilantes que desoyen la llamada de la gracia y hacerles triunfar de los estorbos con que tropiezan, dejando a un lado las naturales afecciones y rompiendo con valentía con la humana frivolidad. Ojalá despierten el primitivo fervor en los iniciados cuya perseverancia vacila ante la perspectiva del largo camino que les queda por recorrer; mantengan las resoluciones de los que, fieles a sus votos, ascienden sin desmayo a la virtud; estimulen, finalmente, a los más perfectos para que, llenos de santa emulación, colmen sus ansias insatisfechas de santidad.
Esperamos que el Padre celestial reconozca en nuestro humilde trabajo las tradicionales enseñanzas de sus santos (*), y bendiga nuestros esfuerzos para disponer su campo –Apollo rigavit, «Apolo regó»–. Entre tanto, le pedimos con todas las fuerzas que esparza a manos llenas la divina semilla y la haga llegar a plena madurez. Deus autem incrementum dedit, «pero fue Dios quien hizo crecer». (1Cor 3,6).
Séanle dadas de antemano nuestras más rendidas y filiales gracias.
Dom Columba Marmion
Abadía de Maredsous
11 de julio de 1922,
Fiesta de san Benito.


(*) Entre los autores benedictinos, citamos con preferencia a los que por su vida y doctrina, acertaron a cristalizar mejor las ideas que desarrolla esta obra. A nadie extrañe, pues, que utilicemos en particular los escritos de San Gregorio, San Bernardo, Santa Gertrudis, Santa Matilde y del venerable Ludovico Blosio.