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10. Cristo asocia al alma humilde a sus celestiales exaltaciones

Si contemplamos, pues, con frecuencia a Jesucristo en su Pasión, y nos unimos a Él por la fe, participaremos de sus sentimientos de humildad, de reverencia al Padre, de abandono a su voluntad. No olvidemos tampoco esta verdad tan profunda: que la santa humanidad de Cristo no tenía poder sino por el Verbo, al que estaba unida; de ella no provenía el móvil de ninguna acción: todo impulso le venía de la divinidad; y aunque sus operaciones eran verdaderamente humanas, por ser su naturaleza humana perfecta, su valor les venía sólo de la unión de la humanidad con el Verbo. La humanidad refería a la divinidad la gloria de todas sus acciones, admirablemente santas.
Lo mismo debe ocurrir en nosotros en la actividad espiritual. Ya que nada podremos por nosotros mismos, humillémonos a la consideración de las divinas perfecciones y penetrémonos de reverencia. Pongamos después toda nuestra confianza en nuestra unión con Jesucristo por la fe y el amor. En Él, con Él y por Él somos hijos del Padre celestial. Tal es el origen de esta confianza, la cual contrapesa nuestro rebajamiento, para que no degenere en una humildad imperfecta o sea causa de desfallecimiento.
Pensar que, aun unidos a Cristo, somos incapaces de obrar bien es desconocer la grandeza de sus méritos; es entregarse a la desconfianza espiritual y a la desesperación, que son frutos del infierno. La verdadera humildad «no nos inspira la confianza propia como algo nuestro»: «No podemos por nosotros mismos pensar algo bueno»: «Nuestra fortaleza proviene de Dios» (2 Cor 3,5) que en el orden natural y en el sobrenatural «nos comunica el ser, la vida y el movimiento» (Hch 17,28). Y este poder se extiende a todo, porque nuestra confianza en los méritos de Jesucristo es inmensa e ilimitada: «Todo lo puedo». San Pablo no niega que se siente fuerte y valeroso; pero afirma que su energía le viene de Jesucristo: «En Aquel que me fortalece» (Flp 4,13). La gloria de Cristo está precisamente en cambiar nuestra debilidad en fortaleza, dando honor a su gracia: «Te basta mi gracia, porque el poder mío compone su eficacia por medio de la flaqueza» (2 Co 12,9).
Cuanto más nos sentimos miserables, tanto más la gracia puede obrar y manifestarse en nosotros; porque es tanto más poderosa cuanto más convencido está el hombre de no poder hacer nada sin ella. Por esto san Pablo, que tanto procuraba ensalzar a Jesucristo, se gloriaba de sus flaquezas y enfermedades para que apareciese la gracia de Cristo con más esplendor, se manifestase el triunfo con más realce y el honor fuese únicamente todo entero para Aquel que es nuestro Dios: «A fin de que se celebre la gloria de su gracia» (Ef 1,6).
Los orgullosos, que pretenden encontrar su poder en sí mismos, cometen el pecado de Lucifer, que decía: «Me elevaré, y pondré mi solio en los cielos, y seré igual al Altísimo», y como Lucifer serán abatidos y lanzados al fondo del abismo: «El que se ensalza será humillado» (Lc 14,11). ¿Qué diremos, pues, nosotros? Confesaremos que sin Cristo, como El tiene dicho, nada bueno podemos hacer: «Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15,5). Confesaremos que con Jesús y por Jesús es como podremos llegar a la santidad y entrar en el cielo. Digamos a Cristo: «Maestro: soy pobre, miserable, desnudo, enfermo: de esto estoy cada día más convencido; si Tú, Señor, en ciertos momentos me hubieses tratado como merecía, estaría ahora bajo el yugo del demonio; pero sé que eres tan inefablemente poderoso como bueno; sé que en Ti están todos los tesoros de santidad que los hombres pueden desear; y sé también que no rechazas al que va a Ti. Por esto, mientras te adoro desde lo más profundo de mi alma, confío en tus méritos y satisfacciones. Por miserable que sea, Tú puedes enriquecerme con tu gracia y elevarme hasta Dios para hacerme semejante a Ti y partícipe de tu eterna felicidad».
Estos sentimientos reavivan al alma en medio de su anonadamiento y la inducen a entregarse con amor, fervor y alegría a todo lo que Cristo pide de ella, por penoso que sea: y cuando provienen de lo más íntimo del corazón, glorifican a Dios, porque reconocen y proclaman la plenitud de poder que el Padre ha dado a su muy amado Hijo Jesucristo: «Todo lo puso en su mano» (Jn 3,35). No olvidemos que el deseo más grande del Padre es que su Hijo sea glorificado: «Le he glorificado ya, y le glorificaré todavía más» (Jn 12,28). Ahora bien, el mejor medio de dar gloria a nuestro Señor consiste en reconocer con toda verdad que Él es la fuente de la gracia, el único santo, único Salvador y mediador único, al cual se deben el honor y la gloria en unión del Padre y el Espíritu Santo.
La verdadera humildad es la única que puede tributar a Dios y a Jesús este homenaje, porque sólo las almas humildes sienten la necesidad de los méritos de Cristo y tienen fe en Él; mientras que la soberbia y la falsa humildad no pueden fomentar tales sentimientos. El orgullo lo espera todo de sí mismo y no siente la necesidad de recurrir a Cristo; y la falsa humildad se declara incapaz de todo, aun en presencia de la gracia, con lo cual hace injuria a los méritos de Jesús; lleva al desfallecimiento al alma, sin glorificar a Dios.
Jesucristo dijo: «Cuando sea elevado de la tierra en la cruz, atraeré hacia mí a todos los que crean» (Jn 3,32). Los que miraban la serpiente de bronce en el desierto se salvaban. De igual manera, a los que con fe y amor estén pendientes de mi mirada los atraeré a Mí y los ensalzaré hasta el cielo, por numerosas que sean sus culpas, flaquezas e indignidades. Yo que soy Dios, consentí, por amor vuestro, ser suspendido en una cruz como un malhechor; y a cambio de esta humillación tengo el poder de llevar conmigo a los esplendores del cielo, de donde salí, a todos los creyentes. Bajé del cielo y allá vuelvo, pero en compañía de los que en Mí confían y esperan en mi gracia. Esta gracia es tan poderosa que puede uniros a Mí indisolublemente, de tal manera que «nadie puede arrebatar de mis manos lo que el Padre me ha dado, y Yo, por pura misericordia, rescaté con mi sangre preciosa» (cfr. Jn 10,29).
¡Qué consuelo para el alma humilde la seguridad de participar un día de la exaltación de Jesucristo, mediante los méritos del Señor! San Pablo nos habla en términos sublimes de este encumbramiento de Jesús, premio a su humillación. «El Cristo se anonadó… y por eso Dios le ensalzó sobre todos, dándole un nombre superior a todo nombre, para que toda rodilla se doble delante de Jesús, en la tierra, en el cielo y en el infierno, y toda lengua confiese que vive ahora en la gloria del Padre» (Flp 2,7.9).
Fijémonos en la expresión «por eso». Jesucristo fue encumbrado porque se humilló; se abatió hasta sufrir la ignominia de una muerte afrentosa; «por eso» Dios ensalzó su nombre sobre lo más alto de los cielos. Desde entonces no hay otro Nombre, fuera del suyo, que sea nombre de salvación (Hch 4,12): es un Nombre único; sublime es la gloria, y soberano el poder de que goza el Hombre-Dios sentado a la diestra del Padre en los esplendores de la eternidad. Todos los elegidos se postran ante Él con la más profunda adoración y cantan sin cesar: «¡Nos has rescatado de todo pueblo, nación y tribu: honor a ti y alabanza, gloria y poder te sean tributados, Cristo Jesús» (cfr. Ap 5,9; 7,12). Este incomparable triunfo es el fruto de una humildad inmensa.
Aquí encontramos toda la doctrina de nuestro Padre san Benito. Él nos enseña que para llegar a esta «celestial exaltación», en la cual el alma es absorbida por Dios, debemos descender a los abatimientos de la humildad. En esta vida mortal la humildad nos lleva por la renuncia del pasado «a la plenitud de la caridad». A medida que el alma progresa en la humilde sumisión, se va elevando a la unión divina, a la gloria celestial. La ley que san Benito nos recuerda en el principio del capítulo es la que el mismo Jesucristo, nuestro modelo, nos trazó. Realizóse admirablemente en Él; afecta, sin embargo, a todos los miembros de quienes Él es cabeza. Jesucristo prepara un lugar en su reino sólo a aquellos que en la tierra participaron de sus humillaciones divinas: «El que se humilla será ensalzado».