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4. Estas verdades son aplicables a la perfección religiosa: Jesucristo es el «religioso» por excelencia

Estas verdades fundamentales son aplicables por igual a la salvación y a la perfección religiosa. Os maravillará quizá que antes de tratar de la perfección religiosa haya hablado tan a la larga de Jesucristo. Pero es que Él es el fundamento de la misma perfección monástica; es «el religioso» por excelencia, el modelo del perfecto religioso; más aún, la fuente misma de la perfección y la consumación de toda santidad.
El monacato, la vida religiosa, no son una institución creada al margen del cristianismo; antes, teniendo su raigambre en el evangelio de Cristo, tiende a ser su íntegra expresión. Nuestra santidad religiosa no es más que la plenitud de nuestra adopción divina en Jesús: la absoluta entrega de nosotros mismos, por el amor, al llamamiento de la voluntad de lo alto. Pero esta voluntad, en su esencia íntima consiste en que nos mostremos dignos hijos de Dios: «Nos predestinó para que fuésemos conformes a la imagen de su Hijo» (Rom 8,29). Todo lo que Dios nos prescribe y espera de nosotros; todo lo que Cristo nos aconseja, tiene la finalidad de manifestar nuestra filiación de Dios y nuestra hermandad con Jesús; y cuando realicemos este ideal en todas las cosas, no sólo en los pensamientos y acciones sino también en los móviles mismos porque obramos, entonces alcanzaremos la perfección.
La perfección puede reducirse a esta íntima disposición del alma que trata de agradar al Padre celestial, viviendo habitual y totalmente según la gracia de la adopción sobrenatural.
La perfección tiene como móvil habitual el amor; abraza toda la vida: es decir, nos hace pensar, querer, amar, odiar, obrar, no según los dictámenes de la naturaleza corrompida por el pecado original, ni únicamente según la mera rectitud y moral naturales (aunque éstas también se requieran), sino en el orden de este divino «acrecentamiento», infundido por Dios, esto es, la gracia que nos hace hijos y amigos suyos.
Sólo es perfecto el que vive habitual y totalmente según la gracia; para el hombre adoptado como hijo de Dios, es un defecto e imperfección sustraer alguno de sus actos a la influencia de la gracia y de la caridad que la acompaña. Jesús nos ha señalado la divisa de la perfección cristiana: «Es menester que yo me dedique a las cosas que son de mi Padre» (Lc 2,49).
Fruto de esta disposición por la que el alma vive plenamente según el espíritu de su adopción sobrenatural, es hacer agradables a Dios todos nuestros actos, porque entonces radican verdaderamente en la caridad. Oigamos cómo san Pablo nos amonesta a «vivir dignamente para Dios agradándole en todo» (Col 1,10). Y ¿cómo viviremos de un modo digno de Dios? «Conduciéndonos según la vocación a que fuimos llamados» (Ef 4,1). ¿Qué vocación es ésta? La misma vida sobrenatural y la gloria perenne que la corona: «Que llevéis una vida digna de Dios que os ha llamado a su reino y gloria» (1 Tes 2,12).
Así, pues, la perfección consiste en agradar a nuestro Padre que está en el cielo para que Él sea glorificado, para que sea una realidad su reinado entre nosotros y se haga su voluntad en todas las cosas, de un modo estable y absoluto: «Sed perfectos y cumplidos en todo lo que Dios quiere de vosotros» (Col 4,12).
Tal disposición nos conducirá a «producir sin cesar los frutos de buenas obras» (Col 1,10) de que habla san Pablo. Y nuestro Señor, ¿no declara Él mismo que esta perfección glorifica a Dios? «En esto es glorificado mi Padre, en que produzcáis frutos abundantes» (Jn 15,8).
Ahora bien: ¿de dónde sacaremos la savia fecundante de nuestras acciones, de suerte que ofrezcamos al Padre esta abundante cosecha de buenas obras con las cuales sea glorificado? Esta savia es la gracia, que no puede venir más que de Jesús; y sólo permaneciendo unidos a Él llegaremos a ser divinamente fecundos: «El que está en mí y yo en él, éste dará mucho fruto» (Jn 15,5). Sin Él nada haremos que sea digno de su Padre: mas con Él y en Él daremos frutos abundantes: Él es la vid y nosotros los sarmientos (Jn 15,5).
Me preguntaréis: ¿cómo permanecemos en Jesús? En primer lugar, por la fe. San Pablo dice que «habita Cristo por la fe en nuestros corazones» (Ef 3,17). Después, por el amor: «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9), el cual con la gracia nos consagra por completo al servicio de Cristo y a la observancia de su ley: «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Jn 14,15).
Si esta doctrina es verdadera tratándose de la perfección con que todo cristiano debe vivir según su estado, mucho más lo es si nos referimos a la perfección religiosa. La perfección no puede existir más que donde la orientación del alma hacia Dios y su voluntad es habitual y estable. Repetimos con el Apóstol: «Sed perfectos y cumplidos en todo lo que Dios quiere de vosotros» (Col 4,12).
Es cierto que dentro de nosotros y a nuestro rededor son muchos los obstáculos con que tropezamos; la triple concupiscencia de la carne, de los ojos y del orgullo solicita de continuo al pobre corazón humano, lo divide, se opone a la integridad que se requiere para la perfección. Por principio, el religioso orilla los estorbos que se oponen a su progreso, entrando en el camino de los consejos evangélicos: con los votos se constituye en un estado de perfección, que le pone, si es fiel, al abrigo de fluctuaciones e incentivos que pueden dividir y hacer vacilar el corazón, y se coloca por entero en un estado que la gracia de adopción, libre de tropiezos, puede fructificar más abundantemente. «Quisiera –dice san Pablo– que estuvierais sin preocupaciones… El que es virgen atiende a las cosas del Señor, al modo de servirle; mas el casado se preocupa de las cosas del mundo, de convivir agradablemente con su consorte, y se divide. Os digo esto para que sin impedimento y reserva os liguéis al Señor» (1 Cor 7,32-35).
He aquí por qué Jesucristo decía al joven, prendado de este ideal: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y después ven y sígueme» (Mt 19,21).
El religioso, el monje, se despoja y desembaraza de todo: «Todo lo dejamos» (Mt 19,27); vence los obstáculos que pueden retardar su marcha o poner trabas a su ascensión al Señor. En él es más ardiente la fe, por la cual Jesús mora en las almas; el amor, que las mantiene unidas a Cristo, es más generoso y expansivo. En este dichoso estado puede unirse más íntimamente con Dios, porque «sigue a Cristo» más de cerca: «Y te hemos seguido» (Mt 19,27).
La perfección tiene, pues, la gracia por principio, por móvil el amor, y por medida el grado de unión con Jesús. Con la vocación sobrenatural, Jesús es el iniciador de la perfección; es además el modelo único, divino pero asequible, de la misma; es sobre todo el que nos la otorga, como una participación de la suya propia. Debemos «ser perfectos como perfecto es nuestro Padre celestial» (Mt 5,48), según nos dice el mismo Salvador; pero sólo Dios puede hacernos tales y lo hace dándonos a su Hijo.
En resumen, todo se reduce a unirnos a Jesús en todas las cosas, a contemplarle sin cesar para imitarle, a ejecutar siempre como Él, por amor –«porque amo al Padre» (Jn 14,31)–, todo lo que es del agrado del Padre –«siempre hago las cosas que le placen» (Jn 8,29)–. Este es el secreto de la perfección, el medio infalible de compartir las complacencias que «el Padre tiene en su Hijo muy amado».
«Un sábado –se cuenta en la vida de la monja benedictina, santa Matilde–, durante el canto de la misa Salve sancta parens, saludó a la beatísima Virgen María, suplicándole le alcanzase la verdadera santidad. La gloriosísima Virgen le respondió: «Si deseas la verdadera santidad, allégate a mi Hijo: Él es la santidad misma que todo lo santifica».
Y mientras Matilde se preguntaba cómo podría hacerlo, la dulce Virgen le dice: «Medita su santísima infancia, y por su inocencia suplícale te perdone las faltas y negligencias de tu niñez. Sé devota de su fervorosa adolescencia, que se desarrolló en ardoroso amor, el único que tuvo el privilegio de ofrecer un objeto proporcionado al amor de Dios. Únete a sus divinas virtudes para realzar y ennoblecer las tuyas. Acércate, además, a mi Hijo, enderezando a Él todos tus pensamientos, palabras y acciones, para que Él, que nunca cayó en falta alguna, borre toda deficiencia que en ti encuentre. En tercer lugar, allégate a mi Hijo como esposa al esposo que con sus bienes la alimenta y viste mientras ella, por su amor, ama y honra a los amigos y familia del esposo. Así, pues, que tu alma se nutra del Verbo divino como del manjar más exquisito, y se vista y atavíe con las delicias que la proporciona, a saber, los ejemplos cuya imitación le brinda; de esta manera serás verdaderamente santa, según lo que está escrito: con el santo serás santo, tal como una reina participa del poder real al dar su mano al rey» (El libro de la gracia especial, 1ª parte, cap. 37, Cómo se puede obtener la verdadera santidad).
«Por tanto, carísimos hermanos –decía en otra ocasión en que le fue revelada la misma doctrina–, al recibir con íntima gratitud un favor tan alto de la nobleza divina, apropiémonos la santísima vida de Cristo, para suplir lo que falta a nuestros méritos. Esforcémonos por conformarnos a Él en la virtud; esto constituirá nuestra mayor gloria en la vida eterna. Y ¿qué gloria puede haber mayor que la de acercarnos, por cierta semejanza, a Aquél que es el esplendor de la luz eterna?» (El libro de la gracia especial, 3ª parte, cap. 14, De cómo puede el hombre apropiarse toda la vida de Cristo).