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6. Medios de conseguir la compunción: la meditación frecuente de la pasión de Cristo

¿De dónde sacaremos este espíritu de compunción? ¿Cómo adquiriremos tan gran bien?
Ante todo, pidiéndoselo a Dios. Este «don de lágrimas» es tan precioso, es una gracia tan singular, que sólo la obtendremos implorándola del «Padre de las luces, del cual procede todo don perfecto» (Sant 1,17). Contiene el misal una oración «para pedir lágrimas»; y los antiguos monjes la recitaban con frecuencia. Repitámosla nosotros: «Dios omnipotente y misericordioso, que para el pueblo sediento hiciste brotar de la piedra una fuente de agua viva; sacad de nuestro duro corazón lágrimas de arrepentimiento para que lloremos nuestros pecados y así merezcamos el perdón por vuestra misericordia».
Podemos también recitar ciertas plegarias de la Sagrada Escritura, adoptadas por la Iglesia, como aquélla de David después de su pecado. Sabemos cuán grato era al corazón de Dios el gran rey, y de cuántos beneficios le había colmado; mas he aquí que cae en un gran pecado, escandalizando al pueblo con un homicidio y un adulterio. El Señor le envía un profeta para excitarlo al arrepentimiento; y David se humilla, se golpea el pecho y exclama: «He pecado». Esta confesión sincera le atrae el perdón: «Dios te ha perdonado» (2 Sam 12,13).
El rey compuso entonces el bello salmo Miserere, que respira por igual contrición y confianza: «Ten, Señor, piedad de mí según tu gran misericordia; lávame más y más de mi iniquidad; contra ti sólo pequé, y mi culpa la tengo presente; no me arrojes de tu faz, y no me prives de tu santo espíritu». Hasta aquí la contrición. Y la esperanza que le es inseparable: «Vuélveme el gozo que nace de tu saludable influjo… abre mis labios, y proclamarán tus alabanzas… el sacrificio que te agrada es un corazón deshecho por el arrepentimiento, porque tú, Dios mío, no desechas al corazón contrito y humillado» (Sal 50).
Tales acentos conmueven el corazón de Dios: «Has atendido, Señor, mis lágrimas» (Sal 55,9). ¿No ha llamado Jesucristo «bienaventurados» a los que lloran? (Mt 5, 5). «Pero entre éstos, nadie es más pronto consolado que aquel que llora sus pecados. En otros casos, el dolor, en vez de remediar un mal, es nuevo mal que lo agrava: el pecado es el solo mal que se remedia con el llanto… El perdón del pecado es fruto de estas piadosas lágrimas» [Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio, Sermón de la Montaña, 4º día].
A la oración que pide a Dios la compunción deben acompañar los medios espirituales que pueden excitarla, y ninguno más eficaz que la frecuente mediación de la pasión de nuestro divino Salvador. Si consideramos con fe y piedad los sufrimientos de Jesucristo, nos serán revelados el amor de Dios y su justicia: conoceremos, mejor que con razonamientos, la malicia del pecado.
Esta meditación es como un sacramental, que hace participar al alma de aquella divina tristeza de que fue invadida el alma de Jesús en el huerto de Getsemaní, de sus sentimientos de religión, celo y abandono a la voluntad del Padre. Jesús era el propio Hijo de Dios, en el cual el Padre, cuyas exigencias son infinitas, se complace; y no obstante, «su Corazón rebosaba tristeza, y una tristeza mortal» (Mt 26,38). He aquí, lo dice san Pablo, que «de su pecho sale un gran clamor, y lágrimas de sus ojos» (Heb 5,7), porque se siente «cargado con el peso de todas las iniquidades del mundo» (Is 53,6).
Vino a ser como el macho cabrío de la expiación, cargado con todos los pecados. Verdad es que Él no podía ser propiamente «un penitente»; era incapaz de contrición y compunción tales como las hemos descrito, porque su alma era santa e inmaculada; la deuda que ha de pagar es nuestra y no suya: «Fue castigado por nuestros pecados» (Is 53,5). No obstante, a causa de esta sustitución, Jesús quiso sentir la tristeza, que debe tener toda alma por sus culpas; quiso recibir los golpes del amor y de la justicia ultrajados; por eso «fue despedazado por un inmenso dolor» (Is 53,10).
«No es broma que yo te haya amado», dijo un día nuestro Señor a la beata Ángela de Foligno. «Estas palabras –escribe la Santa– penetraron en mi alma como un golpe mortal; no sé cómo no morí, porque mis ojos vieron en la luz la verdad de estas palabras». La Santa indica con precisión el objeto de su visión: «Vi todo lo que padeció en vida y muerte por mi amor, por la virtud indecible de este amor que le abrasaba las entrañas. No, no; en manera alguna había sido por broma; sino con un amor terriblemente serio, verdadero, profundo, perfecto, que estaba en todo su ser». ¿Qué efecto produjo en la beata esta contemplación? Un profundo sentimiento de compunción. Oigamos cómo se juzga por sí misma, a la luz de Dios. «Entonces mi amor, el amor hacia Él, me pareció una broma ruin, una abominable mentira. Mi amor, me decía a mí misma, ha sido un juego, una mentira, una afectación. Yo nunca pretendí acercarme a Ti con verdad, para compartir tus padecimientos por mí; yo no te serví nunca en la verdad y perfección, sino con negligencia y falsedad» [Libro de las visiones, c. 33].
Ya vemos cómo las almas santas se conmueven y humillan al considerar los padecimientos de Cristo. La noche de la pasión, Pedro, el príncipe de los Apóstoles, al que Jesús había mostrado su gloria en el Tabor, que poco antes había comulgado de su divina mano; Pedro, a la voz de una criada, niega a su Maestro; mas al instante se encuentra con la mirada de Jesús, el cual entonces sufría los escarnios de sus enemigos. Y el Apóstol lo comprende todo: sale del atrio y derrama «amargas lágrimas» (Mt 26,75).
Idéntico efecto produce en el alma que contempla a Jesús con fe, en sus sufrimientos; ella también le sigue, como Pedro, la noche de la pasión; se encuentra también con la mirada del divino Crucificado, que es una gracia extraordinaria. Practicando el vía crucis acompañemos a menudo a Jesús paciente. «He aquí –nos dirá Él– lo que padezco por ti: sufrí una agonía de tres horas, el abandono de mis discípulos, los salivazos en mi cara, falsos testimonios, la cobardía de Pilato, los escarnios de Herodes, el peso de la cruz bajo la cual caí varias veces, la desnudez en el patíbulo, los virulentos sarcasmos de mis mortales enemigos, la sed que quisieron apagar con hiel y vinagre y, para colmo, el abandono de mi Padre. Por ti, por tu amor, por expiar tus pecados y tus deslices, lo he sufrido todo; he saldado tu deuda con mi sangre, he satisfecho a las terribles exigencias de la justicia divina para alcanzarte misericordia».
¿Podremos permanecer insensibles ante estos requerimientos? La mirada de Jesús moribundo llega hasta el fondo de nuestra alma, moviéndola a penitencia; porque le hace ver el pecado como causa de todos estos padecimientos, y nuestro corazón se aflige de haber contribuido a su pasión. Cuando Dios ilustra de esta manera a un alma con su luz, le concede una de las gracias más preciosas.
El pesar irá, por otra parte, acompañado de amor y confianza; porque el alma no ha de abatirse desesperada bajo el peso de los pecados; la compunción va acompañada de unción y confortamiento; el pensamiento de la redención se sobrepone en nosotros a la vergüenza y dolor que nos deprime. ¿No ha saldado Jesús «con creces nuestra deuda?» (Sal 129,7). La meditación de sus sufrimientos, al par que excita en nosotros la compunción, reaviva la esperanza «en el valor infinito de sus divinas satisfacciones, y nos reporta una paz inefable» (Is 38,27).
Considerando nuestro pasado, tal vez nos veamos llenos de miserias e infidelidades; tal vez sintamos la tentación de decir a Cristo: «Señor, ¿cómo podré serte grato?» Recordemos entonces que Él bajó a la tierra en busca de pecadores (Mt 9,13) y que Él mismo dijo: «Más se alegran los ángeles de la conversión de un pecador, que de la perseverancia de muchos justos» (Lc 15,7). Cada vez que el pecador se arrepiente y obtiene el perdón, los ángeles del cielo «glorifican a Dios por su misericordia» (Sal 135). Rumiemos bien estas palabras del Dies irae: «Tú que perdonaste a la Magdalena, y oíste al buen ladrón, me has dado esperanzas»; y nos sentiremos llenos de confianza. Jesucristo perdonó a la Magdalena.
Más aún: la hizo objeto de un amor especial; a la que era ludibrio de su sexo la equiparó a las vírgenes. Lo que Cristo obró en la Magdalena, puede volver a realizarlo con el mayor de los pecadores rehabilitándolo y santificándolo. «¿Quién sino tú solo puede hacer pura la impureza?» (Job 14,4). Es Dios, y sólo Dios tiene el poder de renovar la inocencia en la criatura; tal es el triunfo de la sangre de Cristo.
Pero esta inefable renovación sólo se verifica a condición de imitar a la pecadora del Evangelio en su arrepentimiento y amor. Magdalena es un perfecto modelo de compunción. Contemplémosla en el convite de Simón, postrada a los pies del Salvador, bañándoselos con sus lágrimas y enjugándoselos con los cabellos, adorno de aquella cara que había seducido a las almas, humillándose ante los convidados y derramando, al mismo tiempo que unos costosos perfumes, la efusión de su amor compungido. Más tarde seguirá a Cristo generosamente hasta el Calvario, y el amor le hará compartir los dolores y oprobios de Jesús. El amor la llevará la primera al sepulcro, hasta que Cristo resucitado la llame por su nombre, y así recompense su ardiente celo y la haga mensajera de su Resurrección a los discípulos: «Se le perdonó mucho porque amó mucho» (Lc 7,47).
Estemos a menudo con Magdalena al pie de la cruz. Después de la aplicación de los méritos de Jesús en el sacramento de la Penitencia; después de asistir al santo sacrificio de la misa, que reproduce la inmolación del Calvario, la compunción es el medio más seguro de destruir el pecado y prevenirse contra las recaídas.
Fomentemos, pues, en nosotros esta disposición, que da frutos infinitamente preciosos; conservémosla fielmente porque dará mayor solidez a nuestra vida espiritual, y nos asegurará la perseverancia. «Si hay algo –dice muy bien el padre Fáber– que pueda acompañarnos durante toda la vida, es el sentimiento de compunción. Ha sido causa de nuestro retorno a Dios, y no hay cumbre en la santidad que con nosotros no pueda escalar» [cfr. o.c.]