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5. La Regla de San Benito está impregnada de estas verdades: su carácter «cristocéntrico»

De estas fecundas verdades vivía san Benito, y en estos manantiales de agua viva se saciaba su alma grande; no es de maravillar, pues, que en este benéfico resplandor desee ver transfigurada la existencia de sus monjes. Trasladémonos a los comienzos del prólogo de su Regla: supone el santo que un postulante se presenta a las puertas del monasterio inquiriendo: «¿Qué se hace aquí?» San Benito le responde: «Se vuelve a Dios, siguiendo a Jesucristo».
He aquí el punto culminante del programa: encontrar a Dios uniéndose con Jesús. «A ti, pues, me dirijo –habla san Benito– que deseas combatir bajo el caudillaje de Cristo, verdadero Rey». Tales palabras no son una mera fórmula: expresan la idea que informa toda la Regla y le da ese sentido eminentemente cristiano que tanto maravillaba a Bossuet [Panegírico de san Benito]. Con estas palabras con que empieza la Regla, el santo Legislador indica que pretende seguir enteramente a Cristo como modelo y considerarlo como fuente de perfección monástica: su Regla es «cristocéntrica». Por donde insiste en que nada «antepongamos al amor de Cristo» (RB 4), en que «nada amemos tanto como a Jesucristo» (RB 5); y al terminar su Regla resume todo el programa ascético del monje en una absoluta entrega a Jesucristo: «Jamás se prefiera cosa alguna a Jesucristo, el cual tenga a bien llevarnos a la vida eterna» (RB 72).
Son éstas las últimas palabras y como el legado que el gran Patriarca deja a sus hijos antes de abandonarlos; palabras iguales a las que inician el prólogo, y son como un eco de aquellas con que el Padre celestial presenta a su Hijo diciendo: «Escuchadle» (Mt 17,5). «Seguid en todo a Cristo –nos enseña san Benito–; a nada le pospongáis; no os aficionéis a otra cosa más que a Él, a su doctrina, a sus ejemplos; fundamentaos en sus merecimientos: en Él encontraréis a Dios, pues Cristo es el alfa y la omega de toda perfección».
En el capítulo que es epílogo y coronamiento del código monástico, insiste de nuevo sobre esta verdad, a saber, que en Jesucristo encontraremos el camino de la vida eterna, y que únicamente con su gracia podremos observar la Regla que ha trazado, y así alcanzar el fin propuesto como lema en la primera página: «Buscar a Dios». «Tú, quienquiera que seas, que te apresuras por llegar a la patria celestial pon en práctica, con la ayuda de Cristo, esta Regla que acabamos de proponerte» (RB 73).
Así, en toda nuestra vida, sea cual fuere el estado del alma y las contingencias que puedan ocurrirnos, jamás debemos apartar nuestra vista de Jesús. San Benito quiere que tengamos siempre delante este modelo. Nos manda «renunciar a nosotros mismos, a ejemplo de Cristo» (cfr. Mt 16,24; RB 4). Nuestra obediencia –y en la vida monástica debe ser continua– ha de inspirarse en el sentimiento trascendental del amor de Cristo (RB 5). ¿Nos asalta la tentación? Pues acudamos a Jesucristo, y «contra esta roca estrellemos los malos pensamientos tan pronto como se levanten en nuestro corazón» (RB 4). Las tribulaciones, las adversidades, debemos «unirlas a los sufrimientos de Cristo» (RB, pról.).
Toda la vida del monje ha de reducirse a ir en pos de Cristo, «por los senderos señalados por el divino Maestro en su Evangelio» (RB 4). En fin, si llegamos a la caridad perfecta, que es vinculo de perfección, será debido a que el amor de Cristo nos ha arrastrado a ella, ya que Jesucristo ha sido el móvil de nuestras acciones. «Llegará a aquella caridad que cuando es perfecta… todo lo observa por amor a Cristo» (Regla de San Benito, cap. 7).
[Adviértase que al concluir el capítulo sobre la humildad, san Benito cita textualmente a Casiano; pero añade las palabras amore Christi para indicar el móvil primero de todas nuestras obras; dos palabras tan sólo, pero que cambian esencialmente la «fisonomías y el valor de la cita, a la vez que descubren perspectiva nueva y original, desconocida de Casiano, y reveladora del pensamiento del gran Patriarca. A propósito de Casiano, con razón se ha notado que «tanto debe a éste san Benito en lo tocante la vida claustral, cuanto observancias y organización de la vida claustral, cuánto de él se desvía en su doctrina sobre la gracia. No consiste, por tanto, la originalidad de san Benito tan sólo en adaptar el ascetismo oriental a las condiciones propias del Occidente, mas también en el claro repudio de toda tendencia racionalista, sometiendo totalmente la naturaleza a lo sobrenatural; de ahí su concepción de la ascesis, la subordinación de modo indubitable de la letra al espíritu, de lo material del acto a la intención» (Dom Festugière en Revue bénédictine, 1912, pág. 491)].
Ved, pues, cómo en la mente de san Benito, Jesucristo lo debe ser todo para el monje. Desea que, en todo, el monje acuda a Cristo, piense en Él y se apoye en Él; quiere que vea a Jesucristo en todos, en el abad (RB 2 y 63), en sus hermanos (RB 2), en los enfermos (RB 36), en los huéspedes (RB 53), en los peregrinos (RB 53), en los pobres (RB 53). Si se da el caso, ruegue por sus enemigos «en el amor de Cristo» (RB 4). ¿Por qué tanta insistencia? Porque quiere hacer del monje, con el amor de Cristo, un perfecto hijo del Padre celestial. El amor de Cristo, que conduce al postulante al monasterio, es el que debe retenerle y transformarle en imagen de su Hermano primogénito.
Ahora comprenderemos por qué a un ermitaño, que estaba atado con una cadena en su gruta, le dijo san Benito: «Si eres siervo de Dios, no te sujete la cadena de hierro, sino la del amor de Cristo» (San Gregorio, Diálogo, lib. III, cap. XVI).
Plegue al Señor que a nosotros suceda lo mismo: que el amor de Cristo nos ligue estrechamente a Él. No hay para nosotros camino más tradicional. Consultad si no los monumentos más auténticos y magníficos de la ascética benedictina, y los encontraréis rebosantes de esta doctrina. Ella explica las ardientes aspiraciones de san Anselmo al Verbo encarnado, las ternezas amorosas de san Bernardo, la asombrosa familiaridad de santa Gertrudis y santa Matilde con el Corazón de Jesús, y las efusiones ardientes del venerable Ludovico Blosio hacia la santa Humanidad de Cristo.
[Y tantos otros, como san Odilón, santa Hildegardis, santa Isabel del Schönau, santa Francisca Romana, la madre Deleloë, favorecida, mucho antes que santa Margarita María, con las revelaciones del sagrado Corazón, beata Bonomo, etc. Para los siglos anteriores al XIII, véase Dom Besse: Les mystiques bénédictins, París, 1922; para el venerable Abad de Liessies, consúltese el excelente artículo La place du Christ dans la doctrine spirituelle de Louis de Blois, por Dom P. de Puniet en La vie spirituelle, agosto de 1920].
Estas almas grandes y purísimas, de santidad tan elevada, habían experimentado el efecto de esta línea de conducta propuesta por el gran Patriarca, de quien fueron discípulos fidelísimos: «No anteponer nada al amor de Jesucristo» (RB 4, 5 y 72).
Esta manera, tan característica en san Benito de referirlo todo a Cristo, es sumamente fecunda para el alma: hace que su vida sea vigorosa, porque la reconcentra en la unidad; lo mismo en la vida espiritual que en cualquier otro orden, la esterilidad siempre es fruto de la divagación. La hace más atrayente porque nada puede arrebatar más al espíritu y obtener más fácilmente del corazón los esfuerzos necesarios, que la vista de la persona adorable de Jesucristo.
«No es necesario ser muy experimentado para observar que nos conviene disponer de un medio –idea, palabra o pensamiento– que nos sostenga en las horas de abandono espiritual y nos comunique fuerza para no desmayar en el camino recto. Y este medio, este verdadero talismán del alma lo encontramos, si queremos, en el nombre sacratísimo de nuestro bendito Salvador. Su presencia debe ser para nosotros continua y sensible, y no como la de una personalidad teórica y abstracta, sino como una actualidad viviente en nosotros y con nosotros.
Cristo en el espíritu, en el corazón y en las manos; el pensamiento constante de Cristo, su amor eterno, su consciente y continua imitación, he aquí lo que asegura nuestra unión con Dios y hace de nuestro servicio una realidad, una obra de amor. Por esto san Benito insiste tanto y con gran energía en esta mirada íntima del alma al divino Maestro y en esta imitación de sus ejemplos, proponiéndolas a sus discípulos como el medio más adecuado para alimentar la llama de la verdadera vida espiritual» (Card. Gasquet, Religio Religiosi, Objeto y fin de la vida religiosa).
Nada hay más cierto y verdadero; y, para terminar y resumir esta conferencia, rogaremos a un gran monje –nunca nos cansaremos de citarlo, porque no hay ninguno entre los nuestros que haya hablado con más unción y ardor comunicativo– que nos lo repita:
«Nada hay más ventajoso –escribe el venerable Abad de Liessies– que hacer de Cristo el objeto de nuestras meditaciones; ya sea considerando su incomparable divinidad, ya su nobilísima humanidad, ya elevándonos a la primera partiendo de la segunda, para retornar en seguida a esta última. Así el asceta, cual «árbol a la vera de las aguas», se encontrará maravillosamente regado por el río de la gracia celestial; y de la manera más dichosa «entrará y saldrá», y encontrará los pastos más deliciosos en la humanidad y divinidad de nuestro Señor Jesucristo. Alcanzará así la finalidad de sus ejercicios interiores, que no es otra que la unión amorosa y exclusiva con Dios, por medía de una total renuncia, en el centro íntimo e indescriptible del alma completamente desligada, la fusión total en la humanidad amabilísima de Cristo, y el logro de la entera semejanza con Él». [Institución espiritual, cap. VI.]