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1. Cristo es el camino, por su doctrina y por su ejemplo

Jesucristo es el camino.
Dios quiere que le busquemos como es en sí mismo, de una manera conforme a nuestro fin sobrenatural. Mas, como dice san Pablo, Dios «habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6,16), «en la misma santidad» (Sal 21,4). ¿Cómo llegar, pues, a Él? Por Jesucristo. Jesucristo es el Verbo encarnado, el Hombre-Dios. Él es quien se convierte en «nuestro camino» (Jn 14,16); en camino seguro, infalible, que lleva a los eternos resplandores: «El que me sigue no tema andar en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).
Pero, no lo olvidemos, es camino único; no hay otro: «Nadie llega al Padre sino por mí» (Jn 14,6). «Al Padre», es decir, a la vida eterna, a Dios poseído y amado en sí mismo, en el secreto íntimo de su beatificadora Trinidad. De consiguiente, para encontrar a Dios, para conseguir el objeto de nuestra busca, no tenemos más que seguir a Jesucristo.
¿Y cómo viene a ser Jesucristo el camino que nos conduce a Dios? Con su doctrina y sus ejemplos: «hizo y enseñó» (Hch 1,1).
Si, como hemos dicho, debemos buscar a Dios como es en sí mismo, menester será conocerlo antes. Ahora bien, es Jesucristo quien nos da a conocer a Dios. Él está «en el seno del Padre» (Jn 1,18), y es quien nos revela a Dios: «el Unigénito es quien lo ha hecho conocer» (Jn 1,18); Dios se nos ha dado a conocer por la palabra de su Hijo: «Dios ha hecho brillar su claridad en nuestros corazones, a fin de que podamos iluminar a los demás, por medio del conocimiento de la gloria de Dios que resplandece en Jesucristo» (2 Cor 4,6).
Jesucristo nos dijo: «Yo revelo a mi Padre, vuestro Dios; yo le conozco porque soy su Hijo; la doctrina que enseño no es mía, sino del Padre que me envió» (Jn 7,16); «…Yo os digo lo que he visto en mi Padre» (Jn 8,38); no os engaño, porque «os he dicho la verdad» (Jn 8,40); «Yo soy esta misma verdad» (Jn 14,6); quien busca a Dios, debe hacerlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24); mis palabras son espíritu y vida (Jn 6,64), y conoce la verdad el que está unido conmigo (Jn 8,31-32).
«Yo no he hablado de mí mismo, sino que el Padre que me envió, Él mismo me ordenó lo que debo decir y cómo he de hablar. Y yo sé que esta palabra os conducirá a la vida eterna» (Jn 12,49-50).
Por su parte, el Padre confirma solemnemente y da testimonio de las aseveraciones de su Hijo: «Escuchadle, porque es mi propio Hijo, en quien tengo mis complacencias» (Mt 17,5).
Escuchemos, pues, estas palabras, esta doctrina de Jesús: en primer lugar, porque, mediante ella, Él es nuestro camino. Repitamos con viva fe las palabras de san Pedro: «Señor, ¿a quién iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,69). Nosotros creemos que eres el Verbo divino, encarnado para instruirnos. Eres Dios que hablas a nuestras almas, porque «en estos postreros días Dios nos ha hablado por su Hijo» (Heb 1,2). Creemos en ti, oh Jesús, acatamos todo lo que nos dices de los secretos divinos y, porque aceptamos tus palabras, nos entregamos a ti para vivir de tu Evangelio. Dices que, para ser perfectos, hay que dejarlo todo para seguirte, y porque lo creemos lo abandonamos todo para unirnos a ti (cfr. Mt 19,21.27). Sé nuestro guía, luz indefectible, pues en ti ciframos todas nuestras esperanzas. No nos deseches a los que venimos a ti para acercarnos al Padre, ya que has dicho: «Al que viene a mí no le echaré fuera» (Jn 6,37).
Jesucristo es, además, el camino por su ejemplo.
Jesucristo es, no sólo perfecto Dios, Hijo único de Dios, «Dios de Dios» (Credo de la misa), sino también perfecto hombre, de nuestro mismo linaje. De su doble naturaleza deriva, como es notorio, una doble actividad: una, divina; humana la otra; ambas obran sin confundirse, como no pueden confundirse las dos naturalezas a pesar de estar tan inefablemente unidas en una misma persona. Jesucristo es la revelación de Dios acomodada a nuestra flaqueza, es la manifestación de Dios bajo la forma humana. «El que me ve, ve a mi Padre» (Jn 14,9). Es Dios viviendo en nosotros, mostrándonos con esta vida humana y tangible cómo nosotros debemos vivir para agradar a nuestro Padre que está en los cielos.
Todo lo que hizo, lo hizo a la perfección, no sólo por el amor con que lo practicaba, sino hasta en la manera de realizarlo; todas sus acciones, aun las más pequeñas e insignificantes, estaban deificadas y eran infinitamente agradables a su Padre: de consiguiente, son para nosotros ejemplos que debemos seguir y modelos de perfección: «Ejemplo os he dado, para que hagáis lo que hice» (Jn 13,15).
Imitando a Jesucristo, estamos ciertos de ser, como Él, siquiera sea en grado distinto, agradables a su Padre, y merecedores de sus preciosos dones. «La vida de Cristo –decía un santo monje que hablaba por experiencia– es un libro excelente, tanto para doctos como para ignorantes, para los perfectos como para los imperfectos que desean agradar a Dios. Quien bien lee este libro, se hace muy sabio, y alcanza fácilmente… luz para el alma, paz y tranquilidad para la conciencia, y firme esperanza en Dios, fundada en sincero amor» (Ven. Luis de Blois, Espejo del alma, cap. X, 7).
Meditemos, pues, los ejemplos que Jesús nos da en el Evangelio: son ellos norma de santidad humana. Si vivimos unidos a Él por la fe en su doctrina e imitando sus virtudes, principalmente las de religión, llegaremos ciertamente a Dios. No hay que olvidar que entre Dios y su criatura media una distancia infinita: Dios es creador, y nosotros sus hechuras, los últimos en la escala de los seres inteligentes; Él, espíritu puro; nosotros, un compuesto de espíritu y materia; Él, inmutable; nosotros, siempre cambiantes; pero con Jesús podemos franquear esta distancia y establecernos en lo inmutable, puesto que en Jesucristo se juntan Dios y la criatura en inefable e indisoluble unión.
En Él encontramos a Dios. «Si no tratáis –continúa el venerable abad de Liessies– de imprimir en vuestra alma la adorable imagen de la santa humanidad de Cristo, en vano aspiráis al conocimiento perfecto y al goce pleno de la Divinidad» (Oratorio del alma fiel, 3). «Jamás podrá ver el alma al Señor en la luz del amor, descansar en Dios y revestirse, en una palabra, de la forma de la Divinidad, sino cuando se haya transformado en perfecta imagen de Cristo, según su espíritu, su alma y hasta su misma carne» (Institución espiritual, cap. XII, 2).
Porque Jesucristo nos conduce verdaderamente al Padre. Recordemos las palabras que dirigió a sus discípulos poco antes de dejarles: «Vuelvo a Aquel que me envió, a mi Padre, que también lo es vuestro, a mi Dios y vuestro Dios» (cfr. Jn 20,17). El Verbo descendió del cielo para encarnarse y redimirnos; una vez consumada su obra, subió a los cielos, pero llevando virtualmente consigo a todos aquellos que en Él habían de creer. Y ¿por qué? Para que mediante él se realice la unión de todos con el Padre: «Yo en ellos, y tú en mí» (Jn 17,23). Es ésta la última plegaria de Jesús a su Padre: «Que yo esté en ellos, oh Padre –con mi gracia–; y tú en mí, para que vean en la Divinidad la gloria que me has dado» (Jn 17,24).
No nos apartemos, pues, nunca de este camino, porque si salimos de él nos extraviamos y corremos grave riesgo de perdernos. Si le seguimos desembocaremos infaliblemente en la vida eterna. Si nos dejamos guiar por el que es «verdadera luz del mundo» (Jn 1,9), andaremos con paso seguro y alcanzaremos la meta de nuestra vocación, por sublime que sea: «Padre, que sean una cosa conmigo, hasta compartir mi misma gloria» (Jn 17,24).