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1. Qué exige San Benito respecto a la pobreza individual

Por más que san Benito no incluye la palabra «pobreza» en la fórmula de los votos, prescribe, no obstante, que el monje, en el acto de la profesión haga cesión de sus bienes a los pobres, o los trasmita en donación al monasterio, «sin reservarse nada para sí» (RB 58). Si los padres ofrecen a sus hijos como oblatos, deben prometer que nunca, ni por sí ni por otros intermediarios, darán nada a su hijo monje, «para no proporcionarle ocasión de violar, con detrimento de su alma, la pobreza prometida» (RB 59).
Por otra parte, la práctica de la pobreza va comprendida en la «conversión de costumbres» (RB 58) que juramos el día de la profesión; porque por este voto estamos obligados a tender a la perfección de nuestro estado, y la pobreza es necesaria al perfecto discípulo de Cristo. Así vemos que nuestro bienaventurado Padre dedica en su Regla un capítulo muy importante a la materia ascética que no menciona en el acto de la profesión. Llama a la propiedad, en el monje, un vicio: «el vicio de la propiedad»; la llama «un vicio abominable» (RB 33), que hay que «arrancar de raíz» (RB 33).
De derecho natural es que el hombre pueda poseer; el cristiano que vive en el mundo puede usar plenamente de esta facultad sin peligro de su salvación eterna y propia perfección; porque no es un precepto sino un consejo el que dio nuestro Señor de dejarlo todo para ser un perfecto discípulo. Para el simple fiel, la acción de la gracia sólo se ve impedida por el afecto desordenado que hace al alma cautiva de los bienes materiales. Pero para nosotros, que, por amor a Jesucristo y por seguirle más desembarazadamente, renunciamos voluntariamente a este derecho, intentar recuperarlo, constituye una falta.
Nuestro santo Legislador quiere eliminar todas las formas de este vicio. Todos sabemos sus palabras del capítulo 33: «El monje no puede dar ni recibir cosa alguna sin orden del abad, ni tenerla como propia» (RB 33). Algunos detalles complementarios de la Regla nos demostrarán ser tal el interés de san Benito en afianzar entre nosotros esta divina virtud de la pobreza, que baja al detalle y pone como ejemplo las cosas necesarias a los que se ocupan en transcribir manuscritos. No poseerán en propiedad, dice, «ni libros, ni tabletas, ni estiletes; nada absolutamente» (RB 33).
Pero lo importante es la suprema razón que da de este total despojamiento en el mismo capítulo. «Como conviene a hombres a quienes no está permitido disponer de sus cuerpos ni de su voluntad» (RB 33). Es la aplicación de las palabras del Evangelio «Todo lo hemos dejado». Nuestro bienaventurado Padre es tan radical, que no permite que nadie se apropie una cosa, ni siquiera de palabra. «Que nadie diga que algo es suyo» (RB 33). El monje no puede recibir nada, «ni cartas, ni eulogia» (RB 54), ni cualquier otra cosa, por pequeña que sea, sin permiso del abad; y aquellos dones que lícitamente hayan llegado al monasterio, «quedará al arbitrio del abad adjudicarlos a quien él disponga» (RB 54). San Benito encarga al monje destinatario del presente «no contristarse, para no dar ocasión a las tendencias del demonio» (RB 54).
[Llamábase eulogia propiamente el trocito de pan bendito que se distribuía a los fieles durante la misa solemne, para simbolizar la unión que debe reinar entre los cristianos; por extensión pasó este término a aplicarse a las estampas, medallas, reliquias, frutas, etc.].
El santo Patriarca, tan alto de miras de ordinario, desciende en esta materia a prescripciones minuciosas, porque se trata de una cuestión de principio; y cuando de principios se trata –lo hemos visto muchas veces–, se muestra intransigente. El principio que interviene en este caso es el de la dependencia respecto de la autoridad y el desasimiento del corazón. Dar o recibir algo sin permiso del abad es emanciparse de él y ejercer un acto de propiedad; y nada más contrario a la renuncia que hemos prometido.
No debemos, pues, tener nada propio. Si la conciencia no nos acusa en este punto, agradezcámoslo a Dios, porque estar completamente desprendidos de las cosas es una gran gracia.
Pero examinémonos detenidamente, porque son muchos los modos y maneras de poseer algo como propio.
No tratamos aquí del peculio: deberíamos temer el comparecer ante Dios a la hora de la muerte si nos sorprendiese en la posesión de la menor suma de dinero; pero sin llegar a este punto, hay muchas maneras de «apropiarse» un objeto cualquiera. Puede suceder que el monje ponga toda su afición en un objeto, un libro, por ejemplo, y lo sustraiga a la vista de los demás: en teoría es del dominio común, pero de hecho se lo ha apropiado este religioso. Pequeñeces en sí, pero del apego a las cosas que de ahí resulta puede provenir un gran peligro para la libertad del alma, y para la misma perfección.
«Todo sea común para todos» (RB 33), dice nuestro bienaventurado Padre, y es éste uno de los caracteres de la pobreza monástica como él la entiende; recuerda con estas palabras la comunidad de bienes que había entre los fieles de la primitiva Iglesia. Prescribe que «sea castigado el que trate las cosas del monasterio con sordidez o negligencia» (RB 33). ¿Por qué esta severidad? Porque «siendo la casa de Dios el monasterio, todos sus utensilios y bienes deben tratarse como si fuesen vasos sagrados» (RB 31).
Una voz más se transparenta en este motivo tan elevado el espíritu profundamente sobrenatural y el carácter «religioso», del cual el santo legislador quiere impregnar toda la vida del monje, aun en los más mínimos detalles.