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9. Medios de alcanzar esta virtud: la oración, la contemplación de las divinas perfecciones y la meditación de las humillaciones de Jesucristo

No nos resta sino indicar algunos medios para obtener esta virtud tan indispensable.
El primero de todos es la oración; «primera y principalmente por el don de la gracia» [S. Tomás, II-II, 161, a. 6, ad 2], porque un alto grado de humildad es un don de Dios, como lo es un alto grado de oración. «El mismo Señor –escribe santa Teresa– la da de manera bien diferente de la que nosotros podemos ganar con nuestras consideracioncillas, que no son nada en comparación de una verdadera humildad con luz, que enseña aquí el Señor, que hace una confusión que hace deshacer» [Vida, c. XV]. Dios, que desea infinitamente comunicarse a nosotros, acogerá la oración con que le pedimos que remueva de nosotros el principal obstáculo que se opone a sus divinas efusiones.
Pidamos, pues, con frecuencia a Dios el espíritu de reverencia, que es la raíz de la humildad, y una de las notas más características del espíritu de nuestro bienaventurado Padre: «Traspasa con tu santo temor mis carnes». Supliquémosle nos dé a conocer, con la luz de su gracia, que Él lo es todo y nosotros nada; un rayo de luz divina será más eficaz que todos nuestros razonamientos. La humildad podría llamarse el reflejo práctico de nuestras conversaciones con Dios; el que no se acerca muchas veces a Él por la oración, no tendrá la humildad en grado elevado. Si por una sola vez se dignase Dios concedernos ver, a la luz de su inefable presencia, algo de su grandeza, nos sentiríamos sobrecogidos de profunda reverencia hacia Él; habríamos adquirido ya el principio de la humildad y nos bastaría guardar y mantener fielmente este rayo de luz divina para que la humildad se desarrollase y perdurase en nosotros.
Contemplemos, pues, con frecuencia las divinas perfecciones, no como filósofos que buscan satisfacer su inteligencia, sino en la oración y meditación.
«Créanme –dice santa Teresa– que con la virtud de Dios obraremos muy mejor virtud (habla de la humildad), que muy atadas a nuestra tierra… Y a mi parecer, jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza acudamos a nuestra bajeza, y mirando su limpieza veremos nuestra suciedad» [El castillo interior, I Moradas, c. II, 8 y 9]. ¡Qué verdad es esto! La consideración de nuestra miseria sólo puede producir un sentimiento pasajero de humildad, pero no estaremos en posesión de la virtud, que es disposición habitual: la humildad nace sólo de la reverencia a Dios, que es la única causa que puede engendrarla y hacerla virtud sólida y constante.
[«Para mantenernos en humildad es ciertamente útil considerar lo que somos. Viendo nuestra miseria, nuestras deficiencias y manchas, nos situemos en el orden y en la realidad. Es, no obstante, la consideración de Dios y sus perfecciones una fuente aún más límpida y copiosa para alimentar la humildad». Dom Lottin, L’âme du culte, la vertu de religion, pág. 43].
Nosotros, los monjes, encontramos en la liturgia un precioso medio de conocer las perfecciones divinas. En los salmos, que forman la trama del oficio divino, el Espíritu Santo nos la presenta a la consideración con incomparable riqueza de expresión. A cada paso nos invita a admirar la grandeza y plenitud de Dios; y si recitamos bien el oficio divino, el alma, poco a poco, se asimila estos sentimientos expresados por el Espíritu Santo sobre las perfecciones del Ser infinito; y así nace y se fomenta constantemente, bajo la luz celestial, esta reverencia a la soberana Majestad, reverencia que es la fuente de la humildad.
Por último, uno de los medios más importantes es la contemplación de la humildad de Cristo y la unión por la fe a las disposiciones de su sagrado. Corazón. ¿No nos dice que aprendamos de Él a ser mansos y humildes de corazón? El venerable Ludovico Blosio escribe que «esta contemplación es el medio más eficaz para librarnos de la plaga de la soberbia».
[«No hay remedio mas eficaz para curar las heridas de la soberbia que considerar con los ojos del alma la pasión del Salvador. No en balde dijo el mismo Salvador: «Aprended de mí, porque soy manso y humilde de corazón» (Canon vitae spiritualis, c. VII). Santa Teresa decía, por su parte (l. c.): «Considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes». Véase san Bernardo, Sermón de Epifanía, 1, 7].
«Cuando vi –dice la beata Ángela de Foligno– a qué extremo fue reducida la humanidad de Jesús, comencé por primera vez a entrever la enormidad de mi orgullo» [Libre des visións, lib. I, c. 30].
Más de una vez, en el capítulo de la humildad, san Benito recuerda el ejemplo de Cristo; nos recomienda su consideración para que en Él encontremos el modelo de esta virtud. Contemplemos, pues, unos instantes al divino Salvador. En El la humildad nacía de la reverencia al Padre, porque su alma, impregnada de luz celestial, veía las divinas perfecciones en su plenitud y de ello provenía una reverencia intensa y perfecta. Isaías dice «que el Espíritu del Señor descansará sobre su Cristo»; y el mismo Señor se aplicó estas palabras del Profeta. Pero hablando del temor de Dios, aun emplea el Profeta palabras más expresivas: «Y le llenará el Espíritu del temor de Dios» (Is 11,2-3).
¿Qué temor podía inundar al alma de Jesús? No era el terror, porque no era merecedor de castigo; no era tampoco el temor de ofender a Dios, puesto que era impecable, por gozar de la visión beatífica. No podía ser otro que el temor reverencial, la adoración de la Majestad divina. Y aun ahora, que la humanidad de Jesús reina «en la gloria del Padre», su alma continúa llena de reverencia profunda; Cristo sigue siendo el grande y solo perfecto adorador de la Trinidad.
Este respeto era para Jesucristo el origen de la humildad. No olvidemos que Jesucristo no tenía defecto moral o imperfección alguna que fuese motivo para humillarse. ¡Al contrario! Su humanidad es la de un Dios: «No fue por usurpación», sino por esencia, «el ser igual a Dios» (Flp 2,6); en ella se acumulan «todos los tesoros de ciencia y de sabiduría, porque la habita corporalmente la divinidad». Es admirablemente perfecto, y no sólo «nadie puede imputarle pecado alguno», mas atestigua con verdad que «siempre hace lo que es grato al Padre». ¿Qué perfección habrá que pueda compararse a la suya? «Es el Pontífice santo, inmaculado, elevado en santidad por encima de los mismos cielos»: en Él no existe debilidad moral alguna.
Era, sin embargo, una humanidad creada, y como criatura se anonadaba en la presencia de Dios con infinita reverencia. Por reconocer los derechos soberanos del Padre, «se ofrece a Él con una sumisión perfecta y total, hasta aceptar la misma muerte» (Flm 7). Sufre por nosotros todas las humillaciones; los judíos le llaman endemoniado» (Jn 8,48 y sigs.): le acusan de obrar milagros «con el poder de Beelzebú, príncipe de las tinieblas» (Lc 11,55); varias veces intentaron apedrearlo. Cuando llega su Pasión, Él, que es eterno, Dios de Dios, omnipotencia y sabiduría infinita, «fue saciado de oprobios» (Lam 3,30). Es maniatado como un malhechor, acusado por falsos testimonios, abofeteado por un criado delante del Tribunal, y cubierto de salivazos. Llevado después a Herodes, le visten con un ropaje de burlas, en presencia de una soldadesca grosera y brutal y de un hombre que le desprecia (Lc 23,11).
¿Quién imaginaría tantas humillaciones? ¡Un Dios que gobierna cielos y tierra con su poder y sabiduría, tratado de insensato, de rey de burlas, hecho befa de todos! Si nosotros tuviéramos que sufrir la más mínima de estas humillaciones, ¿qué diríamos? ¿Seríamos tan magnánimos que, como desea san Benito, «lo tolerásemos con paciencia y en silencio»? Al escribir estas palabras, ciertamente nuestro bienaventurado Padre pensaba en Jesucristo, saciado de insultos durante su Pasión: «y Jesús callaba» (Mt 26,63). Cristo permanecía en silencio exteriormente, pero en su corazón repetía las palabras proféticas del Salmista: «No soy hombre, sino un gusano de la tierra; soy el oprobio de la humanidad y el desecho del pueblo» (Sal 21,7).
¿Por qué todas estas humillaciones? ¿Por qué rebajarse a tales excesos? Por expiar nuestro orgullo y nuestro amor propio. Para darnos ejemplo de humildad. «Jesucristo no dice: aprended la humildad de los Apóstoles, de los ángeles, no; sino: aprendedla de Mí; mi Majestad es tan alta como profunda es la humildad que me hace abajar hasta al abismo» [Beata Ángela de Foligno, l. c., c. LXIII. Todo el capítulo merece ser leído].