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3. La Iglesia encomienda a almas escogidas la parte más importante de esta misión

A esta alabanza asocia la Iglesia a todos sus hijos. Hay ciertos actos del culto público en que deben tomar parte los simples fieles, si no quieren verse excluidos de la sociedad de Jesucristo. Pero no se contenta la Iglesia con este culto, común a todos; como ha seleccionado a algunos para asociarlos más particularmente al sacerdocio eterno de su Esposo, así también a esta selección ha encomendado la parte más importante y característica de su misión de alabanza: son los sacerdotes y los religiosos de coro. La Iglesia los ha diputado como embajadores suyos delante del trono divino; los escoge para enviarlos como representantes cerca del Padre en su nombre y en el de su Esposo.
Cuando un embajador presenta sus credenciales ante el jefe de un estado, no lo hace como hombre privado, sino en representación de su soberano y de su país: a éste representa cuando habla de su misión, y los honores que se le tributan tienen idéntico significado que los que se le darían a su mismo soberano en persona. Los razonamientos de sus discursos, más que la fuerza de su talento particular, tienen la potencia de su país o la posición relevante de su soberano. No se trata de una ficción: existe una realidad moral y jurídica que define la misión del embajador.
Proporcionalmente, lo mismo sucede con aquellos que la Iglesia, Esposa de Cristo, ha reputado para ser sus representantes delante de Dios; es decir, los sacerdotes y los religiosos de ambos sexos, obligados a recitar el oficio divino en virtud de unas reglas aprobadas por la autoridad eclesiástica: son embajadores de la Iglesia delante del Padre; ofrecen sus homenajes, representan sus intereses y defienden sus derechos. Y como la Iglesia es la Esposa de Cristo, estos embajadores participan con ella de los privilegios que le confiere su dignidad sobrenatural de Esposa de Cristo. Cuando, pues, estamos en el coro, estamos allí con una doble personalidad: con la nuestra individual, con sus debilidades, flaquezas y culpas, pero también con la de miembros del cuerpo místico de Jesucristo, legados de la Iglesia; y en esta condición debemos preocuparnos por los diversos e incontables intereses de la sociedad cristiana, recomendándolos delante de Dios.
Si usamos bien nuestros poderes, estamos ciertos de que, a pesar de nuestras deficiencias, seremos bien atendidos por el Padre y gratos a Él; pues, cuando desempeñamos esta misión oficial, nuestras miserias quedan veladas por la dignidad de que nos reviste la Esposa de Cristo. El Padre ve en nosotros, durante la recitación del oficio, no pobres almas con intereses privados y sin prestigio, sino embajadores de la Esposa y de su amado Hijo, que con pleno derecho abogan por las almas; entonces estamos investidos oficialmente de la dignidad y del poder de la Iglesia y del mismo Jesucristo.
Por otra parte, el está entonces en medio de nosotros: lo prometió formalmente; es el supremo Jerarca, que recibe nuestros ruegos y recoge nuestras alabanzas para transmitirlas a Dios: «al trono de la gracia» (Heb 4,16). Por esto estas alabanzas son superiores ante Dios en valor y eficacia a cualquier otra alabanza y plegaria, a cualquier otra obra.
Es esta una verdad irrebatible, y los santos, inundados de luz divina, así lo han entendido. Santa Magdalena de Pazzi apreciaba las horas canónicas sobre toda devoción privada; y cuando alguna religiosa solicitaba dispensa para dedicarse a la oración, le decía: «No, hija: ciertamente os engañaría al dispensaros, induciéndoos a creer que con esa devoción particular honrarías mejor a la divina Majestad, cuando es incomparablemente superior a cualquier devoción privada el oficio recitado con las hermanas» [Vida, por el P. Cepari, S.J.].
San Alfonso de Ligorio refiere, apropiándoselo, que «un prudente religioso decía que, de faltar el tiempo, sería preferible abreviar la oración mental y dar más tiempo al oficio divino para ponerse en disposición de poderlo recitar con la devoción que merece» [L’office méprisé; Oeuvres complètes, Paris, 1836, t. XI].
Así piensan los sabios y habla la fe. El oficio vale incomparablemente más que cualquier otra obra; es verdaderamente la «obra de Dios» por excelencia; las demás son «obras de los hombres»; aquélla es obra de Dios, como alabanza que viene del Verbo, y es presentada a Dios por la Iglesia en nombre de Cristo.