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3. Carácter de la oración monástica en la vía purgativa

Señalamos en otra ocasión, al tratar de los instrumentos de las buenas obras, las tres etapas que ordinariamente debe seguir un alma que aspira a la unión perfecta. Conviene insistir de nuevo, toda vez que el grado de nuestra oración está prácticamente determinado por el grado de vida interior que tengamos.
Existen, como es sabido, las tres vías, purgativa, iluminativa y unitiva, las cuales, aunque realmente distintas, no se sobreponen oponiéndose una a otra. Existe entre ellas cierta penetración recíproca y una especie de alianza. Sus denominaciones son resultado del predominio de tal o cual elemento, el cual no excluye, de ninguna manera, a los demás. El alma que está en el camino de la purificación hace también, e incluso con frecuencia, actos de la vía iluminativa y aun de la unitiva. De la misma manera la que se halla en estado de unión no puede decir: no necesito meditar sobre el infierno, ni de practicar la mortificación.
No podemos, pues, señalar límites infranqueables en esta materia, ni fijar geométricamente a las almas en un estado distinto de otro. No son etapas con términos diferenciales, sino que se compenetran, sostienen y se completan mutuamente, si bien con predominio de determinado elemento; en una será la purgación, en otra la iluminación y en otra, finalmente, la unión habitual. Después de estos antecedentes digamos algo de cada una de las vías.
En la vía purgativa el alma procura ante todo purificarse de las culpas: viene del mundo, al cual se había más o menos entregado, ofendiendo más o menos a la divina Majestad: «Viene para convertirse» (RB 58), como dice nuestro bienaventurado Padre san Benito, tomando la palabra «conversión» en sentido amplio, es decir, para significar el desprendimiento de la criatura para buscar a Dios sin cesar. El sacramento de la penitencia le ha borrado los pecados; le quedan, sin embargo, las cicatrices, las tendencias viciosas. La orientación a la criatura no ha sido totalmente corregida, y el alma está todavía llena de imperfecciones espirituales. Está, sin duda, en estado de gracia; busca a Dios, pero no ha llegado al grado de pureza y estabilidad en el bien que la haría digna de los abrazos del Esposo divino: no está todavía «compuesta como una novia engalanada para su esposo» (Ap 21,2). Dios quiere que esta alma se mantenga en los últimos lugares en el festín, y que se ejercite especialmente en los primeros grados de humildad, en la reverencia a Dios.
Sería una falta de delicadeza espiritual, especialmente cuando se ha ofendido mucho a Dios, querer tratar familiarmente con Él desde los comienzos de la vida espiritual: es ésta una presunción intolerable. Quedémonos en el último lugar del convite, hasta que el Señor nos invite a «subir más arriba» (Lc 14,10). ¿Cuál será la oración de esta alma? Como novicia todavía y no avezada a rezar, no encuentra en sí misma los elementos para conversar con Dios. Está obligada a recurrir a tal o cual libro, que le toque el corazón y someta la voluntad; de otra suerte la oración degenerará en estériles fantasmagorías. Si en el decurso de la oración Dios la atrae a sí, abandone el libro.
Porque, dice san Benito, la oración es como una audiencia (RB 20). Cuando solicitamos audiencia de un personaje para presentarle nuestros homenajes y respetos, pensamos primeramente en lo que vamos a decir, para no embarazarnos; pero si en el curso de la conversación aquel personaje toma la iniciativa de la misma, nos creemos obligados a seguir el nuevo rumbo que le da, sin pensar en nosotros mismos. Así debemos obrar en los comienzos de la vida espiritual: nos serviremos de tal o cual práctica, siguiendo este o aquel método, sin darle no obstante tanta importancia que encadene la libertad de espíritu. Sometiéndonos a la dirección del Padre Maestro, nos precavemos del peligro de las ilusiones.
[«Antes de empezar la oración –escribía una santa benedictina, muy favorecida en dones celestiales– procurad reavivar en vuestra alma la presencia divina; después haced la preparación próxima; si en el curso de la meditación el Señor suscita en vosotros especiales sentimientos, seguid la luz que os de, y yo le ruego que os otorgue la gracia de conservar el fruto para gloria suya» (Une extatique du XVIIº siècle. La Bse. Bonomo, por Dom Du Bourg, pag. 253)].
Imitemos en esto la grande discreción del excelso Patriarca. Era él un verdadero contemplativo, favorecido de alto don de oración y segura experiencia de las vías de unión con Dios, de lo que no dudamos leyendo su vida y su Regla. Pues bien: en vez de muchas páginas de tratados de oración, sólo encontramos en la Regla dos breves capítulos, y sin determinar en ellos un método particular; el santo sólo nos da algunos principios fundamentales y característicos, expresados concisamente.
¿Por qué esta manera de obrar? Porque el santo Legislador brilla por su discreción. Sabe que los reglamentos muy rígidos e imperiosos relativos a la unión con Dios no sirven más que para acongojar a las almas; por esto se limita a señalar en sus elementos esenciales la actitud que debe tener la criatura delante de Dios y las disposiciones necesarias para que la oración sea fructífera: pureza de corazón, humildad y compunción.
¿Cuál será el tema habitual de la oración en la vía purgativa? En primer lugar los novísimos, la Pasión de Cristo causada por nuestros pecados, las perfecciones divinas cuya contemplación inunda el alma de temor y reverencia. La oración deberá resolverse entonces en actos de compunción y de humilde confianza. Del alma en este estado habla san Benito cuando dice que «todos los días en la oración debe confesar a Dios, con lágrimas y gemidos, las faltas cometidas» (RB 4).
Tal debe ser la nota predominante, aunque no exclusiva, de esta etapa. El monje que sigue la vía purgativa se echará a los pies del Señor, como el hijo pródigo, y le pedirá perdón; su corazón se estremecerá pensando en la majestad divina a quien ofendió y en los padecimientos de Jesús; y someterá humildemente su voluntad a la de Dios y a la de sus superiores. Fruto de esta etapa será una sumisión profunda y generosa –como hija de la humildad y de la contrición– a la santa voluntad de Dios en cualquier forma que se manifieste.
Este período será más o menos largo; depende en gran parte de las circunstancias de la conducta observada antes de entrar en el claustro, de la fuerza de los malos hábitos contraídos, del grado de generosidad que el alma aporte para purificarse. Al director prudente e ilustrado toca juzgarlo; pero no será presunción creer que aquellos que durante el noviciado fueron humildes y obedientes, generosos y fervientes; que emitieron la profesión monástica con un gran amor y pureza de intención, estén entonces a punto de pasar a la vía iluminativa. La profesión monástica es, en efecto, como un segundo bautismo; y al alma que fue siempre fiel a la gracia durante todo el tiempo de la probación, Dios le da certísimamente una gran pureza, que la hace capaz de progresar en las vías espirituales.