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11. Cuidado que se ha de poner en ser perfectamente obediente

Velemos, pues, sobre nosotros mismos. La obediencia es demasiado preciosa para no guardarla con afán; amemos este «bien» como lo llama san Benito, porque nos une a Dios; busquémoslo con amor y conservémoslo celosamente. El ejemplo nos lo dan los buscadores de riquezas. Dicenles que muy lejos, en Eldorado, región desconocida, hay terrenos auríferos. Allá se van con el afán de enriquecerse; dejan patria, familia y amigos; se embarcan, atraviesan mares, se adentran por países desconocidos arrostrando mil y mil peligros. Después de innumerables fatigas llegan, por fin, donde se halla el precioso metal; no se contentan, sin duda, con las muestras que puedan traer en las manos, sino que recogen todo cuanto puedan llevarse ¿Qué diríamos de ellos si después de haber soportado tantos dolores y trabajos se contentasen solamente con algunas pepitas de oro? Los tendríamos, y con razón, por mentecatos.
Tal sería el monje que después de algunos años de vida religiosa, dejase aflojar los vínculos de la obediencia; porque, quién más, quién menos, todos nos hemos impuesto grandes sacrificios antes de entrar en el monasterio. Leímos cierto día en la Escritura, u oímos a Cristo en la oración, que lo dejásemos todo por seguirle: «Ven y sígueme: yo te daré la vida y seré tu dicha». Su voz divina, llena de dulzura, nos conmovió hasta lo íntimo del corazón; comprendimos su invitación y, como el mercader del Evangelio, todo lo vendimos por comprar el campo en donde está escondido el tesoro. Abandonamos todos los seres más queridos, y, jóvenes aún, renunciamos a las legítimas alegrías de la familia, a las afecciones visibles de los nuestros; pasamos por todo a trueque de adquirir este tesoro, que es el mismo Dios.
¿Dónde lo encontraremos? Allá arriba, en la vida eterna, en una bienaventuranza inefable, gozando soberanamente de Él; acá abajo, en la obediencia por la fe; he aquí el tesoro que buscamos. Después de tantos y tan continuos sacrificios para asegurarnos este bien precioso, ¿nos contentaremos con una pequeña parte de él? ¿Con obedecer alguna que otra vez y sólo para no traspasar el voto? No seamos tan insensatos que dilapidemos así, tontamente, los tesoros eternos.
No olvidemos que el voto de obediencia es una promesa solemne hecha a Dios el día de nuestra profesión. Cada vez que deliberadamente desobedecemos, de cualquier manera que sea, sustraemos cobardemente, como san Benito dice, parte de lo que habíamos dado. Pero, en el día del juicio, Dios, «a quien nadie puede engañar» (Gál 6,7: Deus non irridetur), nos pedirá cuenta, con rigurosa justicia, de la fidelidad jurada. No podremos responder entonces: «Yo quería alcanzar la perfección, pero mi superior era imperfecto, exagerado, desagradable, guiado de móviles mezquinos o parciales, contrarios a mi modo de ver». Dios nos contestará: «Los defectos del superior son cosa mía; de ellos debe responder solamente ante mí; pero para tu salvaguardia, yo habría suplido con mi sabiduría y bondad las faltas e imperfecciones de quien me representa; y lo hubiese hecho ampliamente, si creyendo en mi palabra, tú hubieras esperado en mi fidelidad».
[San Bernardo compara la obediencia a un escudo (moneda) que hemos de dar a Dios, pero que Él no recibirá sin comprobar que es legítimo y no falsificado. «Si discutimos, si obedecemos a unos preceptos y no a otros, el escudo de nuestra obediencia está roto. Cristo no lo aceptará, porque debemos pagarle en escudos, no falsos, ni defectuosos, sino íntegros y legales, ya que le prometimos obediencia simplemente y sin restricción alguna. Si, pues, obedecemos, pero lo hacemos por una especie de fingimiento, bajo la mirada del amo, murmurando en secreto, nuestro escudo es falso, tiene plomo, no es todo de plata, y pagamos con escudos de plomo. Tal es nuestra iniquidad. Cometemos fraude, y esto a la vista de Dios; y de Dios no se mofa nadie». II Sermón para la fiesta de San Andrés. § I. P. L., CLXXXIII, 509. Véase en la RB: «Si alguna vez obrase de otro modo ha de ser condenado por Aquel de quien se mofa»].
Vivamos, pues, en obediencia: hagamos de ella nuestra comida, como el mismo Jesucristo: «Mi manjar es hacer la voluntad del Padre» (Jn 4,34). Pidamos al Señor una obediencia perfecta, que someta nuestro juicio, nuestra voluntad, nuestro corazón, todo nuestro ser a Dios y a su representante. Si perseveramos en pedirla, ciertamente que Jesucristo nos la otorgará. Unámonos a Él todas las mañanas en su obediencia, en el abandono que hizo de todo ser en el momento de la Encarnación. Como Él, repitamos al Padre: «Heme aquí, Dios mío, me entrego a ti, a tu beneplácito, para cumplir en todo, con tu Hijo amado, tu voluntad: «Siempre hago lo que le agrada» (Jn 8, 29). Porque te amo, quiero rendirte el homenaje de mi sumisión absoluta a tu voluntad, en cualquier mandato que se me imponga. Diré en unión con tu Hijo Jesús: «Conviene que conozca el mundo que amo al Padre y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Jn 14,31).
Esta voluntad acaso me ordene cosas desagradables a la naturaleza, a mis gustos; acaso contraríe mis ideas personales, o sea dura a mi espíritu de independencia; pero yo quiero ofrecerte este sacrificio como testimonio de mi fe en tu palabra, de mi esperanza en tu poder y de mi amor a ti y a tu Hijo Jesús». Renovemos todos los días este ofrecimiento, y sobre todo cuando lo que nos manda el superior coincide con nuestro gusto. De lo contrario habría peligro de que la natural satisfacción que tenemos sustituyera a este espíritu de obediencia de que deben estar impregnadas todas las obras para ser gratas a Dios. [Es el consejo que nos da san Gregorio: «Renuncia a la virtud de la obediencia el que desea las cosas prósperas y que se acomodan a sus deseos». Morales, lib. XXXV, c, 14. P. L., LXXVI, 706].
Obrando de esta manera, nuestra obediencia será santificada por el contacto con la de Jesús. Y Él, que desea infinitamente que «seamos uno con Él» (Jn 17,21), nos concederá el conseguir poco a poco la perfección, no solamente del voto, sino hasta la de la virtud. Y por este medio nos desprenderá totalmente de nosotros mismos para unirnos íntimamente con Él; y porque no tendremos otra voluntad que la suya, por El estaremos unidos al Padre.
Entonces todo nos será fácil y llevadero, porque sacaremos nuestra fortaleza de Jesús, el cual, para comunicárnosla, la saca a su vez del seno del Padre. Conducidos por su amor, todo nos será indiferente: sin preferencia para nada, cumpliremos con la misma exactitud las cosas pequeñas y las grandes, pues todas vienen de Dios y a Él conducen.
Aumentaremos constantemente esta herencia eterna que hemos venido a buscar y que nada, si queremos, podrá arrebatarnos, porque la encontramos en el mismo Dios. «Señor bondadoso, enséñame, por esta misma bondad, a guardar tus preceptos, porque es para mí tu ley un bien más precioso que el oro y la plata» (Sal 118,68.72).