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2. Instrumentos que da para salir aventajados

«Apartarse del mal y obrar el bien» es, evidentemente, una máxima harto genérica. [Esta máxima constituye para los filósofos el primer principio del orden moral]. En la práctica se cumple observando preceptos específicamente diversos y con multiplicidad de actos. San Benito abastece, pues, su taller espiritual –el monasterio– de numerosos instrumentos que los obreros –los monjes– deberán conocer para usarlos.
¿Cuáles son, pues, estos instrumentos? El santo Legislador designa con este nombre ciertas sentencias, entresacadas la mayor parte de las Sagradas Escrituras, algunas de los Padres más antiguos de la Iglesia y otras de escritores monásticos anteriores al santo Legislador. Son sentencias, aforismos, máximas, que muestran ciertos defectos que hay que evitar, ciertos vicios que hay que corregir, ciertas virtudes que hay que practicar. Por su forma concisa, que recuerda la de los preceptos del Decálogo, es fácil a la memoria retenerlas y a la inteligencia reflexionar sobre ellas para sacar el fruto que encierran y ponerlas en práctica al presentarse la ocasión; deben ayudarnos a apartar los obstáculos que se oponen en nosotros a la acción divina y a practicar actos virtuosos.
Como las almas son distintas, y no tienen todas ni las mismas tendencias al mal ni iguales aptitudes para el bien, el santo enumera muchos instrumentos: setenta y tres en total. Cuando un profano pasa revista a este catálogo (RB 4) se maravilla de ver que san Benito recomienda algunos preceptos de la moral natural o de la vida del simple cristiano: «Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y todas las fuerzas; amar al prójimo como a sí mismo; honrar a todos los hombres; no hacer a otro lo que no quiere uno para sí; ser sincero con el corazón y con la boca; no matar, no hurtar, no levantar falso testimonio; socorrer a los pobres, visitar a los enfermos, consolar a los afligidos».
¿Por qué el glorioso Padre, a las exhortaciones estrictamente monásticas, junta consejos generales o específicamente cristianos? Sin duda, porque en su tiempo no estaba aún difundida la civilización cristiana en todos los lugares, y la sociedad se hallaba impregnada de miasmas deletéreos, residuos del paganismo o reminiscencias bárbaras. [Cfr. san Gregorio, Diálog., 1, II, donde se ve a san Benito destruyendo los ídolos de Casino. Poco antes había tenido que sufrir el infame proceder de un sacerdote, y en otra ocasión estuvo a punto de ser envenenado por algunos malos monjes de las cercanías de Subiaco].
En sus monasterios era dado ver romanos que vivieron en el ambiente de la decadencia; había también godos apenas libres de sus brutales pasiones. Para estos discípulos convenía recordar los preceptos de la ley natural y las verdades comunes del Evangelio. Sabemos, por otra parte, que tales preceptos contienen implícitamente toda la perfección de las virtudes correspondientes.
Otra razón más profunda guiaba al santo Legislador: al mezclar de esta manera máximas de vida cristiana con otras que sólo afectan a los monjes, quiso destacar el carácter lisa y llanamente «cristiano» que se proponía imprimir a su espiritualidad. El monje debe, ser ante todo hombre que observe la ley natural y que practique además íntegramente la ley cristiana. La perfección religiosa procede de una misma fuente que la perfección cristiana en general; el santo Legislador entremezcla preceptos y consejos, y así aparece el ideal evangélico tan indivisible cual nadie pudiera concebir.
Por esta razón no están los instrumentos catalogados por el Patriarca de un modo sistemático, resultante de un orden metódico preconcebido. También en esto se asemeja al Evangelio: eminentemente sencillo, al par que eminentemente seguro, en su modo de llevar las almas a Dios. Aun así, no deja de verse claramente cierta clasificación: en una parte los instrumentos correspondientes a nuestros deberes para con Dios, en otra los que regulan nuestras relaciones con el prójimo, y finalmente los que nos atañen más directamente a nosotros mismos.
Empero, cualquiera que sea el número y la variedad de estos instrumentos, el discernimiento debe intervenir en su elección. Nadie pretenderá emplearlos todos de una vez, como tampoco es posible ejercitar las virtudes todas a la par; las almas son distintas, como distintas son sus necesidades.
Ciertas sentencias suponen unas disposiciones generales de que debemos estar siempre animados: Amar a Dios con todo el corazón y toda el alma; nada anteponer al amor de Cristo; guardarse de actos pecaminosos; no perder de vista la presencia de Dios en parte alguna.
Otros están destinados a utilizarse en ciertas ocasiones; por ejemplo en las tentaciones:
«Estrellar los malos pensamientos que nos asaltan contra la piedra, que es Cristo».
Otros serán útiles principalmente para desarraigar ciertos vicios o reprimir ciertas malas tendencias; cada uno debe estudiar en sí mismo las inclinaciones que en él prevalecen y que tienden a desfigurar la imagen divina. Si un alma se inclina a la criatura, con ella se conforma y se desfigura; y toda tendencia mala no combatida es una fuente de actos pecaminosos, que nos manchan, que debemos destruir para asemejarnos a Cristo. ¿Domina en algunos el orgullo, que es origen de muchos actos reprensibles? Nuestro glorioso Padre le da instrumentos apropiados para reprimir sus manifestaciones: «No ser amigo de contiendas; huir de la vanagloria; atribuir a Dios lo que vea de bueno en sí, mas lo malo adjudicarlo a sí mismo; aborrecer la propia voluntad; no querer ser tenido por santo antes de serlo, mas procurar que con verdad puedan decirlo».
En cambio, en otros será obstáculo a la unión divina la ligereza de la mente; por la mañana se sienten recogidas en la sagrada comunión, desciende a ellas Jesús y las perfuma con el aroma de su divinidad; mas al salir de la oración se distraen, se disipan, entregándose a toda suerte de palabras vanas e inútiles. Si esta imperfección no se combate, se pierden los frutos de la unión con Jesucristo. ¿Qué deben hacer aquellas almas? Servirse de los instrumentos apropiados a su defecto: «Velar a todas horas sobre la propia conducta; guardar la lengua de malas palabras; no hablar demasiado». Y así de las otras sentencias.
Cada cual debe estudiarse a sí mismo a la luz que desciende de lo alto, y observar lo que le falta; todos, por aprovechados que estén, encontrarán en este taller los instrumentos aptos para perfeccionar en sí la imagen del divino modelo.