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XIV. El Oficio divino, medio de unión con Dios

El «opus Dei», o la divina alabanza, es también un medio de unión con Dios y de santificación
Aun cuando no fuese el oficio divino más que un homenaje tributado a las divinas perfecciones, en unión con Jesucristo, se echaría ya de ver el fervor con que debiera recitarse. En la conferencia precedente hemos tratado de probar cómo la divina alabanza es una obra importantísima. Es el opus Dei, la «obra de Dios» por excelencia, la voz de la Iglesia, que se dirige oficialmente al Padre como Esposa de Cristo, para adorarle; es el homenaje de un alma que tiene sed viva, esperanza segura y ardiente amor. Por estos motivos es tan grata a la divinidad la oración litúrgica: «Alabaré con un cántico el nombre de Dios, y le agradará más que el sacrificio de un ternerillo» (Sal 68,31-32).
El culto es también una conversación, un intercambio; el hombre, en su indigencia, pide al mismo tiempo que adora; y Dios otorga más que recibe. Por esta causa la «obra de Dios» es, además, para el alma que a ella se entrega una fuente de gracias. Después de habernos dicho en el salmo cuán agradable es para Él el sacrificio de alabanza, Dios, que es magnífico y recompensa con el céntuplo, añade que para el alma será una vía de salvación: «El camino por donde le mostraré la salvación que viene de Dios» (Sal 49,23). Es imposible, en efecto, que un alma se acerque a Dios, en nombre de Jesucristo, para ofrecerle su homenaje en unión de los méritos de su Hijo, Pontífice supremo, sin que el Padre se complazca en ella y la colme de gracias especiales. Cuando ve en nosotros al «Hijo dilecto» (Col 1, 13), lo cual ocurre durante la divina alabanza cumplida con las condiciones arriba expresadas, el Padre, «de quien desciende todo don perfecto» (Sant 1,17), no puede menos que enriquecernos con sus celestiales favores.
En una de sus oraciones, la misma Esposa de Cristo relaciona estos dos aspectos del oficio litúrgico: «Concede, Señor, que tu pueblo encuentre una fuente de perfección en la devoción que le anima: a fin de que, introducido en los sagrados ritos, sea repleto de bienes tanto mayores cuanto más grato es a tu Majestad» [Colecta del Sábado de Pasión]. Siendo, por otra parte, Dios el autor principal de nuestra santidad, nuestro cotidiano contacto con Él, por medio de la alabanza divina, es para nosotros un principio inagotable de unión y santidad.
Este principio es aplicable a todas las almas, aun a las de los simples fieles. El simple cristiano que toma parte, aunque en una medida mucho más restringida, en los actos del culto, con fe y devoción, saca de ellos, como de su manantial, el espíritu cristiano. Así lo declaraba el papa Pío X, de santa memoria, cuando decía: «La participación activa en los sacrosantos misterios y en la oración pública y solemne de la Iglesia es para los fieles el origen primero e indispensable de donde se ha de derivar el verdadero espíritu cristiano» [Motu proprio del 22 de noviembre de 1903].
Sin embargo, la oportunidad con que se ha de aplicar esta verdad a los que fuimos llamados a la vocación monástica es incomparablemente mayor. Además de los medios de santificación que son comunes a todos los miembros del cuerpo místico de Jesucristo, como los sacramentos, cada orden religiosa tiene alguno especial que responde al espíritu de la institución, y al cual sus afiliados deben aficionarse preferentemente para alcanzar su perfección. Sobre la predestinación cristiana Dios ha injertado en nosotros la predestinación benedictina; no vayamos a creer que Dios dejó nuestra vocación monástica al azar. Constituyendo toda vocación religiosa una gracia insigne, es fruto del amor infinito y privilegiado de Jesucristo a un alma: «Habiéndole mirado, le amó» (Mc 10,21); y esta inmensa gracia nos la ha hecho el Verbo por un acto de su soberana y divina voluntad.
A este llamamiento respondimos definitivamente el día de la profesión; pero no olvidemos que profesamos «según la Regla de nuestro bienaventurado padre san Benito» [Ceremonial de la profesión monástica], por lo cual el carácter particular, el esplendor especial de la santidad que Dios exige de nosotros, deberá buscarse en el código monástico del gran Patriarca. Si quisiésemos seguir la regla de San Agustín, o las constituciones de los Cartujos, por óptimas que sean, no obtendríamos la perfección particular que Jesucristo nos exige: a una vocación particular debe corresponder una perfección especial o, mejor, una especial forma de santidad.
Ahora bien; nuestro bienaventurado Padre nos prescribe que entre todas las obras positivas de piedad «ninguna se anteponga al oficio divino» (RB 43). Repitamos que no es exclusiva, pero sí la principal según la Regla; de aquí que los monjes tienen en él un medio auténtico y seguro para llegar a la perfección que Dios nos tenía destinada al llamarnos al claustro. Estemos, pues, seguros de que cuanto mejor cumplamos este deber, tanto más agradaremos a Dios, y de que la alabanza divina será un medio infalible de realizar en nosotros la idea eterna y particular de Dios sobre nuestra perfección.
Expliquemos este medio de unión con Dios que tenemos en el oficio divino, indicando las condiciones por las cuales ha de producir sus frutos en nuestras almas.