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8. Cómo esta vida debe constituir el estado normal del religioso en el claustro; frutos preciosos que produce

El monje cuya alma fiel y pura guarda cuidadosamente el silencio de la boca y del corazón, que escucha piadosamente las santas lecturas que se leen todos los días, está excelentemente preparado para vivir en la divina presencia. No estamos todavía en el cielo, en la estabilidad eterna, efecto de la visión beatífica; pero tratemos, al menos, de permanecer bajo la mirada de Dios, pues «en El vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Hagamos su presencia actual por el libre movimiento de un alma recogida; y esta presencia será como la atmósfera en que nos moveremos.
Como san Benito, del cual se dice que «permanecía solo consigo mismo, bajo la mirada del soberano Señor» [San Gregorio, Diálogo, l. II, c. 3.], también nosotros estamos continuamente en la presencia del Dios tres veces santo, no con plegarias siempre renovadas, ni con un ejercicio violento de la mente o de la imaginación, sino con un profundo y tranquilo sentimiento de fe, que nos mantiene ante Dios en todo lugar; practicamos la prescripción de nuestro bienaventurado Padre: «Estemos seguros de que en todas partes nos mira Dios» (RB 4); buscamos la mirada y la sonrisa de nuestro Padre celestial; le repetimos muchas veces: «Padre, haced descender sobre vuestro siervo», hijo vuestro por adopción, «un rayo de luz de vuestro rostro» (Sal 118,135).
Con la constante fidelidad en conservar de esta manera, habitualmente, el sentimiento de la divina presencia, el ardor de nuestro amor será constante; «toda nuestra actividad», aun la más ordinaria, no sólo será «inmaculada», como desea nuestro Legislador, que nos manda «velar y conservar la pureza en todos los actos de cada momento» (RB 4), sino también se verá elevada a un nivel sobrenatural. Nuestra vida será irradiación de la celeste claridad, llena de aquella dulzura que «desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17) y que es el secreto de nuestra fortaleza y de nuestra alegría.
El hábito de la presencia divina dispone al alma para las divinas visitas. Sucede, y a muchas almas con harta frecuencia, que, a pesar de la buena voluntad, se encuentran dificultades para hacer oración en las horas acostumbradas, porque sobrevienen la fatiga, la somnolencia, cierto malestar o distracciones, que malogran los buenos resultados. Es lo que se llama sequedad y aridez espirituales. Procure el alma permanecer fiel y esforzarse por estar al lado del Señor, aun en el caso de verse privada del fervor sensible: «He estado en tu presencia como una bestia de carga, y yo siempre estaré contigo» (Sal 72,23). Dios le saldrá al encuentro en otro momento.
De estas visitas del Señor se puede decir lo que la Escritura anuncia de su postrera venida, al fin de nuestra vida: «No sabéis a qué hora vendrá el Señor» (Mt 24,42). Si en otras partes, en la celda, en el claustro, en la huerta, en el refectorio, vivimos recogidos en la presencia de Dios, nuestro Señor vendrá, vendrá la Trinidad increada: «Y vendremos a él» (Jn 14,23); vendrá con sus luces, con los esplendores que penetran hasta lo más intimo del ser y que producen benéficos efectos en nuestra vida interior. Se produce entonces en el alma como una señal indeleble de la visita de Dios: un toque divino, que es principio de nuevos impulsos hacia Él, y nos confirma de una manera más absoluta y radical en el afán de buscarle.
Seamos, pues, con nuestro recogimiento, «semejantes a aquellos que esperan la venida de su señor» (Lc 12,36), y encontrándonos el Señor preparados, nos introducirá consigo, cum eo (Mt 25,10), en la sala del convite.
Así, poco a poco, el alma asciende hacia Dios, y la oración es como su respiración; se establece una unión habitual, llena de amor, un contacto muy simple, pero harto firme, con el Señor: Dios pasa a ser la verdadera vida del alma. Si el monje calla, es para hablar íntimamente con Dios; si habla, es en Dios, de Dios y para su gloria. Tal era la práctica de san Hugo, abad de Cluny. Silens quidem, semper cum Domino; loqueas autem, semper in Domino vel de Domino loquebatur [Vita Hugonis, c. I. P. L., CLIX, col. 863.].
El monje que vive así, no pierde el tiempo pensando en sí mismo, en lo que hacen los otros, en las desconsideraciones que se imagina han tenido con él; no entretiene su mente con estas bagatelas, porque sólo se dedica a Dios. Todos los momentos que puede, en los ratos libres que le dejan el trabajo y las ocupaciones del cargo o el ministerio, se vuelve con el corazón a Dios para unirse a Él y expresarle sus deseos, breve pero ardientemente: es la tendencia de su alma. El alma se recoge en lo íntimo de sí misma para encontrar a Dios, a la Trinidad adorable, a Jesucristo que vive en nosotros por la fe. Y Cristo nos une a sí y con Él vivimos «en el seno del Padre» (Jn 1,18), y allí nos unimos con las divinas personas; nuestra vida se convierte entonces en un diálogo con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y en esta unión encontramos la fuente del gozo. Se encuentran a veces almas muy probadas, pero que, por una vida de oración, se han construido dentro de sí mismas un santuario donde reina la paz de Cristo. Basta preguntarles: «¿Desearíais tener alguna diversión en vuestra vida?», para que al punto nos respondan: «No; lo que deseo es estar a solas con Dios». ¡Feliz estado del alma que vive la vida de oración! En todo encuentra a Dios, y Dios le basta, porque Dios, Bien infinito, la llena completamente.
Con todo; el alma siente la necesidad de consagrar exclusivamente alguna hora a esta conversación con Dios, la cual viene a ser como una intensificación de su vida habitual. Esta hora es a la vez manifestación y medio de la vida de oración. Es imposible que el alma haya llegado a la vida de oración sin que se entregue en forma exclusiva al ejercicio formal de la oración en ciertos momentos del día; pero en ella este ejercicio no es más que la expansión natural de su estado; por eso a nuestro Legislador, que ordenó todas las cosas para establecer y mantener la vida de oración en sus monasterios, no le pareció necesario señalar a sus hijos horas determinadas para la oración. Quiere que el monje busque a Dios; y si este deseo es sincero, cada uno procurará buscar estas horas de conversación a solas con Aquel que es el único bien de su vida.
Animada de este espíritu, la vida monástica resulta necesariamente una ascensión a Dios. Por el contacto ininterrumpido del alma con el origen de toda perfección, las virtudes crecen: «Subirán de virtud en virtud» (Sal 83,8). La oración obtiene el rocío que fecunda la tierra del alma. Sin ella el alma viene a ser «como una tierra dura y árida» (Sal 142,6); la semilla de la gracia, que se nos da por los sacramentos, la misa, el oficio divino y el ejercicio de la obediencia, puede caer, abundante, sí, pero cae «sobre un terreno duro y pedregoso»; no toca más que la superficie sin penetrar, y no da fruto: «Cayó parte de la semilla sobre un pedregal, y se secó» (Lc 8,6). Para fecundar al alma se requiere que la oración descienda sobre ella «como el rocío sobre la hierba» (Dt 32,2), que humedezca y ablande la tierra del corazón, y la haga capaz de aprovechar lo mejor posible los muchos medios de santificación que encontramos en nuestra vida. En ella reside el secreto de una extraordinaria fecundidad sobrenatural, y la condición indispensable para el progreso del alma.
No se diga que estas son alturas místicas a que llegan solamente algunas almas privilegiadas; son más bien, el estado normal del religioso en el monasterio, de una monja en su claustro; son el desarrollo obligado de nuestra gracia de adopción, de nuestra vocación monástica. La vida de oración es nuestra herencia escogida, «la mejor parte». Podemos y debemos darnos y dar a Dios a las almas; pero este ministerio ha de ser como irradiación natural de nuestra vida íntima con Dios. Nada nos debe apartar de ella: «Nadie le quitará su mejor parte» (Lc 10,42); antes debemos esforzarnos en ser almas de oración.
Para obtener este objetivo, la vida monástica es una condición magnífica; vivimos en soledad, lejos del bullicio del mundo; nos sentamos todos los días al espléndido banquete litúrgico, servido por la misma Iglesia, en donde encontramos con abundancia el pan de la palabra divina, que es el mejor alimento del alma. En el monasterio, todo, aun las mismas piedras, las arcadas, la arquitectura del edificio, nos lleva a Dios. El Señor también nos atrae a sí; no en vano nos trajo a la soledad monástica; lo hizo para que pudiésemos escucharle más fácilmente.
A Dios podemos hallarlo ciertamente en todas partes, aun en el bullicio de las grandes ciudades; su voz, empero, no se oye perfectamente más que en el silencio. Él mismo nos lo ha dicho: «Le llevaré a la soledad y le hablaré al corazón» (Os 2,14). La vocación religiosa es prueba de un amor singular que Dios y Jesucristo ha dado a cada uno de nosotros. Dios quiere ser nuestro único bien y nuestra única recompensa, en la cual se comprenden todos los bienes y toda suerte de felicidades. Pero persuadámonos de que sólo lo encontraremos plenamente en la vida de oración.
Feliz el monje humilde y obediente, que sólo busca oír a Dios en el santuario de su alma, con reverencia profunda e indecible ternura: Dios le hablará muchas veces, hasta cuando menos lo espera; le iluminará con su luz, que alegra el corazón, aun en medio de las tribulaciones y pruebas: «Porque tu palabra, Dios mío, es más suave al alma que la miel dulcísima» (Sal 118,103); contiene toda la luz y toda fortaleza; nos proporciona el secreto de la paciencia, y es principio de toda alegría.