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XV. La oración monástica

La animada representación de la vida de Cristo constituye el fondo principal del ciclo litúrgico. Pero Cristo no está solo; honramos también nosotros a los miembros de su cuerpo místico que ya son cortesanos de su reino, a los elegidos que constituyen el más noble precio de la sangre de Jesús y el fruto más bello de la unión de la Iglesia con su celestial Esposo. Los santos forman el cortejo de Cristo en el ciclo litúrgico, y celebrando sus virtudes, cantando sus méritos, ensalzamos y cantamos a Aquel que es su cabeza y su corona: «Él mismo es corona de todos los santos» [Invitatorio de Maitines de Todos los Santos].
Los santos presentan tipos variadísimos; cada uno según su vocación y según el «grado de gracia que Cristo le otorgó» (Ef 4,7), reproduce uno de los aspectos de la plenitud de las perfecciones del Hombre Dios. Un mismo espíritu, dice san Pablo (1 Cor 12,4), ha dado a cada uno una gracia especial, que, enraizando en la naturaleza, le comunica un resplandor característico. En unos predomina la fortaleza, en otros la prudencia; en éstos sobresale el celo de la gloria de Dios, y otros hay que resplandecen por la fe o por la pureza. Empero, sean apóstoles, mártires o pontífices, sean vírgenes o confesores, en todos se encuentra un carácter común: la constante preocupación por encontrar el amor de Dios; y cualesquiera que fueran las circunstancias en que vivieron, las tentaciones que soportaron y las dificultades que tuvieron que vencer, todos permanecieron fieles y constantes.
Es ésta una gran virtud, pues la inconstancia es uno de los mayores peligros que amenazan al hombre. Los santos buscaron a Dios infatigablemente, por encima de las arideces del camino, del aparente abandono del cielo, de las luchas incesantes; por eso, a su entrada en las mansiones eternas, Dios los coronó de gloria y los embriagó de alegría: «Porque fuiste fiel en las cosas pequeñas, entra, siervo bueno y fiel, en el gozo de tu Señor» (Mt 25,23). Porque en la busca del Bien se mantuvieron firmes, llegaron al término glorioso.
Ahora bien, ¿cuál es la íntima razón de esta estabilidad en el bien y de dónde la sacaron los santos? ¿Cuál fue su secreto? La vida de oración. El alma que de ella vive permanece unida a Dios; se adhiere a Dios, participando de la inmutabilidad y eternidad divinas; por esto su voluntad permanece inquebrantable en todas las circunstancias. Más fuerte es el niño que en la tempestad se agarra a las rocas, que el hombre abandonado al vaivén de las olas.
La firme adhesión del alma a Dios es fruto de la oración. Los santos en el cielo no pueden dejar de estar unidos a Dios, a su voluntad, porque le contemplan y ven en Él la plenitud de la perfección y la fuente de toda soberanía. Quien tiene vida de oración está habitualmente unido con Dios por la fe; en esa unión halla el alma la luz y la fortaleza necesarias para hacer en todo momento la voluntad divina. Y siendo Dios principio de toda santidad, el alma que está habitualmente unida a Él por la oración saca de Dios la fecundidad de la vida sobrenatural.
Examinemos el lugar que en la vida del monje corresponde a la oración, qué cualidades le asigna san Benito y qué medios proporciona la Regla para conservar y mantener en nosotros la vida de oración.