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XVIII. «La paz de Cristo triunfe en vuestros corazones» (Col 3,15)

El don de la paz resume en nosotros todas las obras de Cristo: la paz corona la armonía toda de la existencia monástica
En las precedentes conferencias no nos hemos propuesto otra cosa que presentaros la figura divina de Jesucristo, para que, contemplando este ideal único, le améis e imitéis. En esto consiste, en efecto, la esencia toda del monaquismo, como la misma sustancia del cristianismo. La búsqueda integral de Dios, el abandono de sí mismo, la pobreza, la humildad, la obediencia, la sumisión a la voluntad divina, el espíritu de religión hacia el Padre, la caridad y celo con el prójimo, todas estas virtudes que, llevadas a cierto grado de perfección, son las características de la vida religiosa, encuentran en Jesucristo su primer modelo.
La vida monástica tiende exclusivamente a hacernos perfectos discípulos de Cristo; no seremos verdaderos monjes si antes no somos verdaderos cristianos. El santo Patriarca escribió su Regla como un compendio del Evangelio: por esto al principio y al fin de su código monástico no inculca otra cosa que «seguir a Cristo» (RB, pról.). «Nada antepongan a Cristo, el cual tenga a bien llevarnos a la vida eterna» (RB 72). Éstas son las palabras que ponen fin al último capítulo.
Ahora bien: si queremos resumir en pocas palabras la obra de Cristo y contemplar compendiosamente la finalidad de su misterio, tenemos una palabra que recoge todo su profundo significado: la paz.
El primer mensaje del cielo a la tierra, cuando Cristo aparece en ella, después de miles de años de expectación y angustia; el mensaje en el cual podían descubrir los hombres el misterio inefable del Verbo encarnado y como el programa de toda su obra, es aquel que pronunciaron los ángeles enviados por el mismo Dios a anunciar al mundo la buena nueva: «Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad» (Lc 2,14). El Verbo se encarnó para dar gloria al Padre y traer la paz al mundo. En el afán de dar gloria al Padre se resumen todas las aspiraciones del Corazón de Jesús con respecto a Aquel que le ha enviado y de quien es el Hijo dilectísimo; y en el don de la paz interior, todos los bienes que el Salvador trajo en la tierra a las almas que venía a rescatar.
La vida de Jesucristo en la tierra no tiene otra finalidad; y, al obtenerla, Jesús considera su obra terminada. Oigamos su oración al Padre delante de los Apóstoles, poco antes de consumar su vida con el sacrificio de la cruz: «Padre, yo he glorificado tu nombre en la tierra; he cumplido, pues, la obra que me habías encomendado» (Jn 17,4). Y para mostrar también a sus discípulos la segunda parte de su obra, añade: «La paz os dejo: mi paz, no la que el mundo promete, sino la que solamente yo puedo dar» (Jn 14,27). Es el don perfecto que lega a los apóstoles y a todas las almas rescatadas y salvadas.
Este bien de la paz es tan precioso y necesario para conservar todos los otros, que Jesús impone el deseo de la misma a los suyos como mutuo saludo al encontrarse (Lc 10,5); y san Pablo, el heraldo por excelencia del misterio de Cristo, comienza todas las cartas, con excepción de la dirigida a los hebreos, con las palabras: «A vosotros la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo». El Apóstol asocia a la gracia la paz, porque aquélla es la primera condición de ésta: «Sin la gracia –dice santo Tomás –no puede haber verdadera paz» [II-II, q. 29, a. 3, ad 1].
Esta paz, como todo otro don, viene de Dios, su primer principio (cfr., Sant 1,17): por esto san Pablo en sus epístolas da tantas veces al Padre el nombre de «Dios de la paz» (Rom 15,33; 16,20; 1 Cor 14, 33, etc.); nos viene asimismo de Cristo, que nos la obtuvo con su inmolación, satisfaciendo plenamente a la justicia divina: por esto en el sacrificio de la misa, centro de nuestra religión, los fieles se acercan a la Víctima santa después de haberse dado el beso de la paz, como señal evidente de su unión con Cristo; también, como enseña el mismo san Pablo (Gál 5,22), la paz viene del Espíritu Santo y es uno de sus frutos, al igual que el gozo. La paz es un don esencialmente sobrenatural y cristiano.
No nos maraville, pues, que el santo Legislador nos la presente como un bien que hemos de buscar ávidamente; que la palabra «Pax» se haya convertido en uno de nuestros lemas más preciados; está grabada en los frontis de nuestros monasterios, pero debe estarlo principalmente en el fondo de nuestros corazones y resplandecer en toda nuestra vida. Es la palabra que, aun ante los profanos, expresa mejor la armonía característica de nuestra existencia. Por ser fruto supremo de las virtudes practicadas por el que se ha entregado a Dios, la paz es el primer bien que deseamos a los que nos visitan: porque nuestro bienaventurado Padre, fiel a los preceptos del Evangelio y heredero de las primitivas tradiciones, desea que el prior y los hermanos den el beso de paz a todos los huéspedes que se presentan en el monasterio (RB 53).
Pero, ¿cómo podríamos desear esta paz a los otros, si nosotros mismos no la tuviéramos? Debemos, pues, conocer qué cosa sea la paz, cuáles sus características, y de dónde debe venirnos.
Para ser verdaderos discípulos de Cristo y de san Benito debemos buscar este bien, como si fuera un tesoro. Ya en el Prólogo, donde el Legislador esboza cuál es la institución que va a crear, recuerda las palabras del Salmista (Sal 33,15): «Busca la paz y síguela». Cosa digna de notarse: une san Benito la busca de la paz a la búsqueda de Dios, como dos finalidades que se apoyan mutuamente. Los verdaderos hijos de Dios son, en efecto, los que aman la paz para sí y para los demás, como lo atestigua la misma verdad infalible: «Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
Nuestro bienaventurado Padre, que, en toda su Regla, se propone conducirnos a Dios y hacernos sus perfectos hijos por la gracia de Jesús, todo lo ha dispuesto en el monasterio de modo «que todos sus miembros vivan en paz» (RB 24). Con esta conferencia daremos, pues, el último trazo al retrato del monje, discípulo de Jesucristo. No haré más que resumir cuanto llevo dicho hasta ahora, para mostraros nuestro ideal monástico en Jesucristo.