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XII. El bien de la obediencia

La expresión práctica de la humildad es para el monje la obediencia
El fundamento de la vida espiritual, según hemos visto en san Benito y santo Tomás, lo constituye, en cierta manera, la humildad, ya que esta virtud es la disposición necesaria y previa para que se establezca en el alma el estado de caridad perfecta. «Llegará pronto al perfecto amor de Dios» (RB 7).
Pero, como san Benito lo demuestra, la expresión práctica de la humildad es para el monje la obediencia. Cuando el alma está impregnada de reverencia para con Dios, se somete de buen grado a Dios y a quienes le representan, por cumplir en todo su voluntad: «La humildad propiamente mira a la reverencia por la cual el hombre se somete a Dios… en atención al cual se humilla para someterse a otros» [Santo Tomás, II-II, q. 161; a. 3; a. 1 ad 5]. En esto consiste precisamente la obediencia. Esta virtud es el fruto y la corona de la humildad.
[«La consideración de las perfecciones de Dios es inseparable de la de sus derechos. Y siendo ello así, ¿no es justo que, si Dios ejerce sus derechos imponiendo leyes, le corresponda el hombre sometiéndose con una sumisión activa? Será, pues, la obediencia hija primogénita de la humildad, que tendrá por misión imponernos la sumisión, no sólo a Dios, sino a los superiores y a los sucesos, en cuanto en ellos reconocemos un reflejo de las perfecciones y de los inalienables derechos del Creador» (Dom Lottin, L’âme du culte, la vertu de religion, página 44)]. «La obediencia, decía el Padre eterno a santa Catalina de Siena, es la nodriza que alimenta a la humildad; y sólo se es verdadero obediente siendo de veras humilde, y viceversa… La humildad es inseparable de la obediencia; ésta procede de aquélla y moriría de inanición si no fuese nutrida por ella… La obediencia no puede vivir en un alma en que no se encuentre esta hermosa virtud de la humildad» [Diálogo, t. II].
La obediencia, entendida así, es la que acaba de apartar los obstáculos que se oponen a la divina unión. La pobreza nos desembaraza de los peligros de los bienes terrenales. La «conversión de costumbres» reprime las tendencias de la concupiscencia y tiende a eliminar, en general, todo lo que sea imperfección. La humildad, ahondando más, refrena la propia estima en lo que tiene de desordenado. Sin embargo, queda algo más que inmolar, y es la propia voluntad, el reducto del «yo»; pero abatido éste por medio de la obediencia, nada queda ya por ofrendar: el alma lo ha dado todo; Dios puede en adelante ejercer en ella su acción en toda su plenitud, sin obstáculos de ningún género.
Por la perfecta obediencia, el hombre vive en la verdad de su deber y de su condición; por eso es una virtud fundamental sumamente agradable a Dios. Teniendo Dios la plenitud del ser, sin necesidad de nada ni de nadie, creó libérrimamente al hombre, por amor. De este hecho primordial derivan nuestras relaciones con El y nuestra dependencia absoluta como criaturas, porque «en Él tenemos la vida, el movimiento y el ser» (Hch 17,28).
Por consiguiente: no reconocer esta condición de absoluta dependencia de Dios sería rebelamos contra la ley eterna. Del fondo de la criatura brota esta exclamación: «Venid, adorémosle» (Sal 46,6-7). ¿Y por qué? «Porque es nuestro Dios y creador». Como criaturas racionales debemos manifestar nuestra dependencia por actos de adoración y sometiéndonos por obediencia. Esta obediencia la vemos reclamar por Dios en toda la historia del linaje humano, en cada página de la Biblia. Los grandes santos del Antiguo Testamento resplandecían por esta obediencia; todos repetían como Abraham, el padre de los creyentes: «Heme aquí» (Gén 22,1-11). Jesucristo aparece en la tierra para hacernos hijos de Dios; desde ese momento nuestra obediencia adquiere un aspecto distinto: es una obediencia llena de amor sin que este sello especial la despoje de su carácter fundamentalmente humilde y rebosante de religiosa reverencia.
Si la obediencia es sumamente grata a Dios, no es menos provechosa al alma. Es Dios dueño absoluto en un alma que obedece; reina en ella como señor, pero como señor que la colma de gracias y beneficios.
La obediencia es pronunciada en último término en nuestra fórmula de profesión monástica; con todo, es el voto de más preeminencia. Estudiemos dónde tiene, pues, su origen; cuál sea su naturaleza, de qué calidades ha de revestirse y de qué desviaciones hay que preservarla.