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V. «Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5,4)

La fe en la divinidad de Cristo, fundamento de la vida monástica
En las conferencias anteriores hemos procurado presentar en conjunto el ideal y la constitución de la orden benedictina. «Buscar a Dios» únicamente, siguiendo el ideal, Jesucristo, tal es la finalidad de la vida monástica; y, para obtenerla, el monje se propone recluirse en el claustro, vivir con sus hermanos, compartiendo con ellos la oración y el trabajo en la obediencia al abad, que ocupa el lugar de Cristo. He aquí, en líneas generales, lo que es la familia cenobítica.
Veamos ahora cómo un alma puede realizar prácticamente este ideal. Demostraremos que la fe es la que le hace traspasar los umbrales del claustro, y es el amor el que la fija allí mediante la profesión religiosa, semejante al neófito, que, al entrar en la Iglesia, practica un acto de fe y se hace miembro de la sociedad sobrenatural por el bautismo, que es sacramento de iniciación y adopción. De la misma manera la fe y la profesión religiosa son necesarias para unirse a Jesucristo en un estado de perfección como el monaquismo.
Recordemos lo que le sucede al simple cristiano. Dios propone como modelo de imitación a su Hijo Jesús; por dos veces, en las riberas del Jordán y sobre el Tabor, rompe su eterno silencio para proclamar que el Hijo es viva expresión en forma humana de la perfección divina (Cfr. Mt 3,17; 17,5); y por elevada que sea la santidad a que llegan las almas, no pasa nunca de ser un reflejo de la santidad del Verbo encarnado.
Y ¿cómo nos asemejamos a Cristo? ¿Cómo participamos de su gracia y santidad? Ante todo y primariamente, por la fe. Dice, en efecto, san Juan: «Recibieron a Cristo los que creyeron en Él» (Jn 1,12). Esto es lo primero que Dios reclama de nosotros: «Creer en Aquel que envió» (Jn 6,29).
La fe es la primera disposición del que quiere seguir a Cristo; y debe ser la actitud inicial del alma delante del Verbo encarnado. El cristianismo consiste en esto: aceptar con fe práctica la Encarnación y sus consecuencias; la vida cristiana no es más que la traducción constante en obras de este acto de fe en Jesucristo: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Sin este acto de fe, que compromete nuestra vida entera, no podemos ser cristianos. Si aceptamos la divinidad de Jesucristo, debemos aceptar, por consecuencia necesaria, sus voluntades, sus obras, sus instituciones, su Iglesia, sus sacramentos y la realidad de su cuerpo místico.
El monje, con más razón que el simple cristiano, debe aplicarse a sí mismo lo que vamos diciendo. Él tiende a realizar la perfección del cristianismo; no seremos, pues, monjes si no somos primeramente cristianos; y no seremos monjes de verdad si no somos perfectos cristianos. Ahora bien: acabamos de decir que es la fe en Jesucristo la que nos hace cristianos, discípulos de Jesucristo y, por su gracia, hijos de Dios.
Trataremos de exponer lo que es para nosotros la fe: que es principio de nuestra victoria sobre el mundo; victoria que proviene de Cristo por la fe que tenemos en Él y que nos hace hijos de Dios; que es asimismo raíz y fundamento de la perfección monástica, no menos que de la vida cristiana: por esto san Benito la llama «luz deifica» (RB, pról.). Después nos restará explicar cómo debemos vivir de la fe y qué frutos nos reportará esta vida.