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Dom Columba Marmion (1858-1923)

Han corrido cuatro lustros desde que este gran monje y gran plasmador de monjes, gran asceta, gran teólogo, celoso director de almas grandes e insuperable maestro de ascetismo, apóstol del verbo y de la pluma, desapareció, con sus deficiencias humanas, del escenario de la vida. Pero, aun así, sobrevive –y perdurará mucho tiempo en la tierra– su personalidad característica y prócer, al modo que viven los que, consagrados a Dios, le sirvieron a Él y a su Iglesia «por la virtud, por la acción y por la pluma», dice su biógrafo.
A nosotros nos interesa de momento subrayar la supervivencia de Dom Marmion precisamente en la obra de su pluma, sin que podamos del todo sustraernos a la exigencia editorial de recordar los rasgos característicos y más salientes de su existencia terrena.
Por su origen y por su formación, la personalidad del Abad de Maredsous hubo de ser riquísima, amplia, compleja y contrastada. Tuvo padre irlandés y madre francesa.
Guiaron los primeros pasos de su formación cristiana e intelectual los Padres Agustinos. Pasó a los diez años a un centro regentado por la Compañía de Jesús. Desde los diecisiete se decidió por la carrera sacerdotal, en su Seminario de Dublín, bajo la férula de los hijos de san Vicente de Paúl; y fue a terminarla, con el más brillante de los éxitos, en el Colegio irlandés, mientras hacía en la Ciudad Santa –como él decía de otros– la verdadera educación del corazón y del alma, que era la que en su vida de apóstol más le había de valer.
Del irlandés, había en su vida, y trasciende a sus obras, inteligencia aguda, viva imaginación, riqueza de sensibilidad y exuberancia de eterna juventud. El francés le dio clarividencia de espíritu, visión neta de las cosas y facilidad extraordinaria de expresión, siquiera en el manejo de la lengua gala no brille siempre un depurado aticismo.
La vocación religiosa parece haber nacido, en el futuro hijo de san Benito, ya antes de sus ensayos en el ministerio sacerdotal, y en sus años mozos de colegial romano, de la visión y algún rápido contacto con nuestro monje apóstol de Australia, Reverendísimo P. Rosendo Salvadó.
Novicio él, y monje muy luego en el naciente monasterio de Maredsous, de la congregación Beuronense, tuvo por padre, y maestro, y amigo, al que la singular perspicacia de León XIII, por aquellas mismas calendas, elegía por primer abad primado de toda la Orden Benedictina y creador del Colegio –Universidad– de san Anselmo en Roma.
Y cuando Dom de Hemptinne no pudo seguir simultaneando sus oficios de abad de Maredsous y primado de la Orden en Roma, su colaborador de muchos años pasó a ser su sucesor en la Abadía belga.
Entonces Dom Columba, que de la nobleza de su familia tenía como divisa Serviendo guberno (Sirviendo gobierno) la concreta en el mote sacado de la Regla Prodesse magis quam preesse (Mejor servir que señorear. RB 64,8).
Queda dicho, y place repetirlo: toda la vida de Dom Marmion, vida intensísima y pasmosamente variada, es una vida al servicio de Dios en las almas, y al servicio de la Iglesia. Profesor, director de conciencias, apóstol de comunidades protestantes, troquelador de almas selectas como la de Dom Pío de Hemptinne, confidente y confesor de prelados como el Cardenal Mercier, organizador de nuevas fundaciones como las de las abadías de Maredret y la congregación Benedictina belga. Pero, no; nuestro autor tiene su biografía. No tenemos por qué repetirla, sólo podemos ya espigar muy pocas palabras más acerca del escritor.
Había pasado la vida leyendo siempre, y estudiando la Escritura, los Padres, la Liturgia, y enseñando Teología, sobre todo y singularmente a Cristo. Y sólo en los últimos años decidióse a escribir para el público. Mas, cuando lo hizo, ni salió novicio en el arte, ni tomó temas nuevos. La Teología que siempre profesara, mejor dicho, que siempre viviera, la Escritura, la Liturgia de que estaba imbuido, y Cristo, de quien, cual otro san lo, era apasionadamente enamorado, presentáronsele exigentes, imprecisos, desbordantes. Y de los puntos de su pluma salió la teología perennis, el dogma intangible, con luces de novedad, ante la cual los teólogos se inclinaron con aplauso unánime, los legos y los sin-estudio se deshicieron todos en lenguas de bendiciones.
Fuera de numerosas cartas de dirección espiritual, que se ha intentado reunir, notas de Ejercicios, y el delicioso conjunto de conferencias especiales para las vírgenes consagradas al Cordero, que forman el tratadito Sponsa Christi, la obra de Dom Marmion es una y trina: un tríptico, una trilogía consagrada a Cristo: Jesucristo, vida del alma, Jesucristo en sus misterios, Jesucristo, ideal del monje.
Todos cuantos han analizado teóricamente los tres libros de Dom Marmion, y cuantos los han prácticamente gustado y utilizado en su vida a espiritual, en la lectura, en la meditación y formación de las almas, coinciden en ver la unidad del plan y desarrollo de las que aparecen como tres obras, y, con efecto, sirven y pueden leerse cada una por separado. No hacemos más que indicar esta idea de unidad dentro de la progresión y complemento del conjunto.
La persona de Cristo es la que en los tres libros representa el primero y mejor papel del conjunto, y eso da la principal unidad de la obra, la cual sigue siendo una, porque, en sus tres tratados, basa toda la vida espiritual sobre el conjunto orgánico del dogma cristiano; una, porque, de la primera a la última de sus líneas, está impregnada del mismo perfume de oración en que el piadosísimo Autor respiraba; una, porque va toda ella tejida en la misma trama viva de las Sagradas Escrituras, para derramar en las almas la paz, el gozo y la confianza que las transporta a una atmósfera del todo sobrenatural, y de la plenitud de la vida interior las impulsa a la acción.
Y no insistimos. ¿Quién no conoce, de oídas siquiera, estas obras ascéticas del Abad de Maredsous? ¿Los libros de que se servía Benedicto XV en sus meditaciones y para «su propia vida espiritual»? ¿Los que Pío XI regalaba a su sobrina en la canastilla de bodas?
Esos son –esa obra– los que por fin vemos íntegramente vertidos en nuestra lengua. Y sobre todo, éste, Jesucristo, ideal del monje, que, a diferencia de sus hermanos mayores, sale por vez primera entre nosotros, es el que nos reclamaban, insistente, ansiosa, casi angustiosamente, comunidades religiosas de todas las observancias, seminarios, casas de formación, clero, asociaciones y particulares.
Es que cada vez vamos siendo todos más unos. Vamos sabiendo que la Regla de san Benito es la madre, base y sustento ele casi todas las reglas religiosas, y ella hermana de la única que le es más antigua. Vamos creyendo a Bossuet, que nos descubrió cómo san Benito hizo el mejor compendio del Evangelio conocido en la Iglesia. Como que, en fin de cuentas, ni en el Derecho, ni en la Teología, ni en la Historia, monje es otra cosa que religioso, ni religioso otra cosa que cristiano lo más perfecto posible… Las reglas y medios y consejos de la perfección monástica son los que necesariamente han de guiar a cuantos religiosos y seglares –clérigos y simples fieles– quieran practicar la ascesis cristiana, vivir vida de espíritu, santificarse.
Para todos ellos nuestra ofrenda de esta edición. Para todos ellos –esperamos –las pródigas bendiciones que desde el cielo viene derramando nuestro venerable Dom Marmion sobre sus demás lectores.

Esto escribíamos cuando prologábamos la primera edición española. Ahora, al presentar esta tercera, cuidadosamente corregida, sólo nos resta dar rendidas gracias a Dios por el éxito con que se ha dignado colmar nuestros anhelos de entonces, y suplicarle que siga multiplicando el número de quienes gusten de abrevar sus almas en las fuentes fecundantes de doctrina, que nuevamente ofrecemos al público de alma española.
Abadía de Samos (España). –Solemnidad de san Benito, 11 de julio de 1956.
Mauro, Abad de Samos