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5. Actitud del monje respecto de su Abad: amor humilde y sincero

Hemos visto ya, en el comienzo del capítulo en que san Benito trata del abad, asentar el principio fundamental de donde deriva toda la doctrina: «Hay que creer que el abad hace las veces de Cristo en el monasterio»; este principio es la piedra de toque que define la actitud de los monjes fieles a su vocación.
Esta idea es importantísima para nosotros. ¿Por qué? Porque el monasterio es una sociedad sobrenatural «donde se vive de la fe» (Heb 10,38). Ponderemos bien la expresión «hay que creer». Es gran acto de fe ver a Jesucristo en el abad; y esta fe vigorosa y lúcida es la que debe iluminar toda nuestra conducta y fecundar todos nuestros actos. O creemos, o no. Si no creemos con fe firme, poco a poco, insensible pero fatalmente, llegaremos a desviarnos del superior, de su persona y doctrina; pero estemos ciertos también de que, por el mismo hecho, nos apartamos del principio de la gracia, porque «hemos de saber –dice san Benito– que sólo por esta vía de la obediencia se va a Dios». [San Benito –RB, cap. 61– cita este texto cuando habla de la obediencia que deben prestarse mutuamente los hermanos; esta obediencia supone naturalmente la que se debe al superior; y lo que se dice acerca de los frutos espirituales de aquélla a fortiori debe aplicarse a ésta].
Pero si creemos que el abad representa a Cristo, nuestra actitud respecto de él se inspirará en esta misma fe. ¿Y cuál será esta actitud? Estará llena de amor, de docilidad de espíritu y de obediencia de acción.
El abad, como indica el nombre que le da san Benito, es «padre»: Abba, Pater. Por esto el santo Legislador exige a los monjes «un amor humilde y sincero para con su abad» (RB 72).
Pretender de los monjes un amor sentimental o de entusiasmo, sería una puerilidad. No; aquí se trata de un amor sobrenatural tributado a Dios, a quien, con espíritu de fe, vemos en la persona del abad.
San Benito quiere, además, que este amor sea «humilde y sincero». Un conjunto de cualidades tan completo y notable como exige el santo en el abad, es punto menos que imposible encontrarlo en un hombre, y pocos superiores reunirán una suma de condiciones tan diversas como las que enumera aquí san Benito. El abad posee, ciertamente, las gracias de su estado; pero éstas no transforman su naturaleza; y cualquier hombre, por buena voluntad que tenga, quedará siempre inferior al ideal.
¿Qué haremos, pues, en presencia de defectos e imperfecciones que descubramos en el abad – nuestro abad, dice san Benito–, aquel que para nosotros representa a Jesucristo? ¿Iremos a descubrirlas, analizarlas, a hablar con otros de ellas para criticarlas o censurarlas? ¡Oh, no! Tan insensato proceder sería la ruina del espíritu de fe. ¡Qué lejos estaríamos de poseer aquel «amor sincero y humilde»! Nada sería más dañoso al alma, porque nada hay más contrario a la letra y al espíritu de nuestra profesión religiosa.
Abstengámonos, con gran cuidado, de semejantes recriminaciones; y, si acaso algún hermano se nos acerca a quejarse del superior y criticarle, la mejor obra de caridad que podremos hacerle será recordarle su profesión monástica y procurar reducirle a los sentimientos de generosa donación de sí mismo y de humilde sumisión prometidos con juramento. A ejemplo de dos de los hijos de Noé, corramos un velo sobre las imperfecciones del superior y no imitemos la conducta ruin del otro hijo, que hizo mofa de la desnudez de su padre, y así no incurriremos en la maldición de Cam (Gén 9,18-27), sino, por el contrario, seremos objeto de las bendiciones que recibieron los otros dos hermanos.
Las murmuraciones, las críticas –y no hablemos de las burlas– contra el superior, no cambiarán para nada la situación que se pretende desaprobar o criticar; las más de las veces no se consigue más que enconar los ánimos, sembrando la agitación en las almas, privándolas de la paz y alegría, debilitando su íntima unión con Dios, y, en cuanto a los promotores, se atraen sobre sí la maldición pronunciada un día contra Cam.
Castigo parecido fulmina san Benito, tan compasivo, por otra parte, contra los revoltosos e indóciles que, despreciando o haciendo caso omiso de los avisos que se les dan, son rebeldes a todos los cuidados del pastor: «Que la muerte sea, en definitiva, su castigo» (RB 2).
La palabra maldición responde bien al significado terrible de aquellas palabras con que, a propósito de esto, ilustró el Señor a santa Margarita María, y que no pueden leerse sin espanto:
«Oye bien las palabras que salen de la boca de la Verdad: los religiosos distanciados y desligados de sus superiores deben ser considerados como vasos de reprobación, que corrompen los buenos licores; en ellos el sol de justicia produce el mismo efecto que el sol material sobre el fango: los endurece. Dichas almas son de tal manera arrojadas de mi corazón, que cuanto más tratan de allegarse a mí por los sacramentos, oraciones y ejercicios piadosos, tanto más me alejo de ellas a causa del horror que me producen. Irán de un infierno a otro: porque la desunión es la perdición de las almas, y el superior, sea bueno o malo, ocupa mi lugar. El súbdito que le resiste, anda inquieto, e inútilmente implorará mi misericordia, pues no le oiré si no es por la voz del superior». [Vie et oeuvre de la B. Marguerite Marie, publicadas por el monasterio de la Visitación de Paray-le-Monial, 3ª edición, por Mgr. Grauthey, arzobispo de Besancon, t. I, pág. 264].