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9. San Benito quiere que proceda principalmente del amor

«Por amor»: he aquí la tercera cualidad fundamental de la obediencia y el motivo que la determina. Por más que el santo Patriarca la haga derivar de la humildad, como fruto, y sea la fe su primera inspiradora, cabe señalar que siempre presenta la obediencia monástica como un acto de amor: «Que por amor de Dios el monje acate rendidamente la autoridad de quien le manda» (RB 7). «Ciertas líneas escritas por san Benito acerca de la obediencia (capítulos 5, 7, 68, 71) ponen de relieve la tendencia profunda de su alma a obrar por amor.
Arde en él un entusiasmo por Dios, por Jesucristo y por la misma caridad. Para él, la obediencia monástica no es solamente una disposición íntima que inclina a ejecutar un mandato con prontitud y abnegación porque el orden moral requiere que el inferior se someta al superior. La obediencia del monje es un ejercicio o un esfuerzo constante de amor; y por ello se convierte en expresión de una disposición habitual de vida unitiva, por la conformidad o comunión perpetua de la voluntad humana con la divina» [Dom Ryelandt, o. c., pág. 209].
Como dice el santo Legislador, «esta obediencia es propia de aquellos que nada aman tanto como a Cristo» (RB 5). La obediencia del monje debe ser, según san Benito, la expresión del amor. Y añade oportunamente que en esto «imitaremos especialmente a Cristo»: «Que por amor de Dios se someta con rendida obediencia al superior imitando al Señor, quien, según el Apóstol, hízose obediente hasta la muerte» (Fil 2,8; RB 7).
El primer acto del alma santa de Jesucristo en la Encarnación fue lanzarse a través del espacio infinito que separa lo creado de lo divino. En el seno del Padre contempla cara a cara las divinas perfecciones. Pero no se vaya a creer que esta contemplación no es más que –permítaseme la expresión– puramente especulativa. Como Verbo, Cristo ama a su Padre infinitamente en un acto que excede toda comprensión. Ahora bien: su humanidad está como sumergida en esta impetuosa corriente de amor increado, y su Corazón ardiente se consume en esta llama de perfecta caridad. Como un miembro de la raza humana por su encarnación, Cristo quedaba obligado al mayor de los preceptos: «Amarás al Señor, tu Dios, con toda tu alma, toda tu mente, y todas tus fuerzas» (Mc 12,30); y cumplió este precepto a perfección.
Desde su entrada en el mundo, Cristo se ofrece por amor: «Heme aquí… tu voluntad está en medio de mi corazón» (Sal 39,8-9). Toda la existencia de Jesucristo se resume en el amor al Padre. Pero, ¿qué forma tomará este amor? La forma de obediencia: «Para hacer tu voluntad» (Heb 10,7). ¿Por qué? Porque la sumisión absoluta es la mejor expresión del amor filial. Jesucristo manifestó este amor perfecto con la completa obediencia desde la Encarnación «hasta la muerte en cruz: usque ad mortem».
[«Quiero hacerte ver –decía el Padre eterno a santa Catalina de Siena– esta tan excelente virtud de la obediencia, en el humilde Cordero sin mancilla, y enseñarte de dónde procede. ¿Cuál es la razón por que el Verbo fue tan obediente? El amor que tuvo a mi honor y a tu salvación. Y este amor, ¿de dónde procedía? De la clara visión que su alma tenía de la divina esencia y de la inmutable Trinidad. Veíame a mí, siempre Dios inmutable y eterno, y esta visión producía en él, con una perfección absoluta, la fidelidad que la luz de la fe no llega a realizar en ti más que de un modo imperfecto. Me fue fiel a mí, su Padre eterno, y al resplandor de esta gloriosa luz, en la embriaguez del amor, se lanzó por las vías de la obediencia», Diálogo. De la obediencia, c. I].
No sólo no dejó de obedecer nunca sin titubeos, antes bien superando la sensible repugnancia que sentía, el amor le llevó hasta la consumación de su obediencia: «Debo ser bautizado con bautismo de sangre, y ¡qué ansias me consumen hasta cumplirlo!» (Lc 12,50); «¡Con qué ardiente deseo esperaba el momento de comer la Pascua con sus discípulos» (Lc 22,15), aquella Pascua que inauguraba la Pasión! Y si Él mismo se entrega a la muerte es «para que sepa el mundo que ama a su Padre» (Jn 14,31). Este amor es inefable, porque esta obediencia perfecta es el manjar de su alma: «Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y dar cumplimiento a su obra» (Jn 4,34).
El monje debe estar animado de semejante amor al obedecer. Nuestro Legislador lo dice claramente. Exige que la obediencia, iluminada por la fe, nazca del amor que el monje tiene a Cristo, móvil y modelo de nuestra sumisión; pues, en definitiva, no hay motivo más fundamental ni más eficaz para hacernos obedientes que el deseo de imitar a Jesucristo, nuestro ideal. Lo dejamos todo, renunciando a la propia voluntad para seguirle más de cerca: «Vende lo que tienes y ven en pos de mí». «Todo lo hemos dejado y te hemos seguido» (Mt 19, 21.27).
No es fácil seguir a Cristo hasta la muerte de cruz; sólo son capaces de ello los corazones humildes, esforzados, generosos y animados de una fe viva, «para seguir a Cristo, Rey y Señor, con entusiasmo, como desea san Benito, es necesario renunciar a la propia voluntad y tomar las brillantes armas de la obediencia, las únicas con que puede conseguirse la gloria». La obediencia exigirá a veces, como indica san Benito, una paciencia y abnegación heroicas. Pero, ¿acaso no sintió repugnancia nuestro divino Maestro al ser preso por los judíos, injuriado por los fariseos y escupido por la soldadesca? Sin duda que todo esto le horrorizaba. No obstante, todo lo aceptó, para mostrar el amor al Padre, que quería que fuese tratado como el último de los mortales, el desecho de la plebe; que muriese «como los malhechores» (Is 53,12). Y su sumisión es tan grande que se deja llevar al sacrificio, como «el cordero que no bala, ni abre la boca» (Is 53,7).
He aquí, pues, el modelo de nuestra obediencia. Nadie nos hará jamás sufrir tamaños dolores ni nos exigirá semejante sumisión; mas si permite Dios que por obedecer seamos humillados, miremos a Jesús en aquellas horas difíciles: en la agonía o pendiente de la cruz, y digámosle con todo el corazón: «Te amo, y me daré todo entero por ti» ( cfr. Gál 2,20). Acepto tu voluntad para demostrarte mi amor. Entonces la paz divina –que excede todo sentimiento humano –inundará nuestra alma con la unción de la gracia, y nos dará fuerzas y «paciencia para soportarlo todo en silencio» (RB 7).
Mas cuando no se posee esta fe, que nos muestra en Dios nuestro único Bien; cuando no es el amor generoso y ardiente por Jesucristo lo que nos inflama, nos buscamos a nosotros mismos, aficionándonos a este trabajo, a aquel oficio, a nuestro propio ideal; y como pequeños que somos, engrandecemos esas bagatelas. Y ¡qué contrariedad sufrimos si el superior nos priva contra nuestra voluntad de este o aquel cargo; cuando contraría tal o cual ideal! No se puede decir de éstos lo que nuestro bienaventurado Padre dice del monje perfecto «que todo lo deja por obedecer pronto» (RB 5).
Pero «si uno busca verdaderamente a Dios» (RB 58) y no a sí mismo, está conforme con cualquier puesto en que ponga la obediencia, por humilde y oscuro qué sea; por penosa y áspera que sea la labor encomendada, ya que, como dice el Santo (RB 7), incluso nos juzgamos indignos de ella porque, como quiera que toda obediencia viene de Dios y a Él conduce, es siempre una gracia inapreciable poder acercarse a Dios y unirse a Él. [Hablamos aquí de las órdenes de los superiores; pero, con la proporción debida, puede aplicarse lo dicho a la obediencia a la Regla y a las tradiciones establecidas por las Constituciones].
Para llegar a este grado de virtud se requiere un gran amor; porque, lo repito, obedecer siempre sin desmayos y someterse en todo «con toda obediencia» a un hombre débil y falible, es durísimo para la naturaleza; mas es también un homenaje muy agradable a Dios. En primer lugar, porque dejarse así modelar por la obediencia es llegar infaliblemente, sin «duda» (RB 5), dice enérgicamente san Benito, a reproducir perfectamente en nosotros los rasgos de Cristo «hecho obediente hasta la muerte». Y esto es lo que exige de nosotros el eterno Padre; que nos conformemos a su Hijo muy amado. Jamás olvidemos que cuanto más nos asemejemos a Jesucristo, tanto más el Padre se complacerá en nosotros y nos concederá la plenitud de sus gracias; porque el amor de Dios en el alma es divinamente activo.
Así entendida la obediencia, resulta un homenaje agradable, además, porque da a Dios lo que más apreciamos y es más inviolable: el sacrificio más sincero y religioso que podamos ofrecerle. [«El obedecer al superior en cuanto es ministro de Dios forma parte de la religión con la cual se da culto y se ama a Dios». Santo Tomás, Quolibet, VI, a. 2. Cfr., II-II, q. 104, a. 3 ad 1]. A los que nunca dejan de prestar este homenaje; a los que aspiran a imitar en todo y por todo la obediencia de Jesucristo, venciendo las dificultades y repugnancias que encuentren, Dios los atrae directamente hacia sí, «ciertos de que por este camino de la obediencia llegarán a Dios» (RB 71). Los otros, los que no ven en el superior más que un hombre, discuten la legitimidad y oportunidad de sus mandatos, o se amilanan ante las dificultades; vagan en torno de Dios sin llegar nunca a encontrarle: In circuitu ambulant (Sal 11,9).