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7. Medios que da San Benito para mantenernos en la vida de oración

El mejor medio de estimular en nosotros la santa ambición de alcanzar este estado es la vigilancia para perseverar en la vida de adoración. Nuestro santo Legislador ha ordenado de tal manera su monasterio, que todo coopera a este fin: apartamiento del mundo, soledad, silencio y recogimiento, santas lecturas, oficio divino: son los medios más propios para acrecentar y favorecer la vida de oración.
Debemos, pues, en primer lugar, amar la soledad y el silencio. Nuestro Padre san Benito, joven todavía, «dejó el mundo… para agradar sólo a Dios» [San Gregorio, Diálogo, l. II; 1]; sin embargo, la verdadera soledad sólo con el silencio puede guardarse. El ruido, en efecto, distrae al alma de su recogimiento interior: andar taconeando, cerrar las puertas con estrépito, hablar en voz alta, son cosas que pueden impedir a los hermanos dedicarse a la oración; cada cual, pues, debe esforzarse en respetar la vida interior de sus hermanos, en facilitársela, evitando cuantos estorbos puedan menoscabarla. Son minucias, es verdad, pero son muy gratas a Dios, porque favorecen su íntima operación en las almas.
Más que el ruido externo, distraen al alma e impiden el recogimiento las conversaciones inútiles. Todas las veces que, fuera de la recreación, hablamos sin permiso o sin estar obligados a ello por motivos de caridad para con Dios o con el prójimo, cometemos una infidelidad y ponemos obstáculos a la unión íntima con Dios; dejamos, con una culpable ligereza, evaporar el perfume que ha comunicado al alma la visita de Jesús por la mañana en la comunión. Como dice san Benito, «no sólo nos causamos un daño a nosotros mismos, sino también se lo acarreamos a los demás» (RB 68).
De una comunidad que no observa el silencio, puede decirse que no tiene vida interior; por esto el bienaventurado Padre rara vez concede a sus discípulos permiso para conversar entre ellos (RB 6); y esto es tanto más de notar cuanto que, después de indicar numerosos «instrumentos de buenas obras», destaca tres de un modo especial, como para dar a entender que son los más importantes: obediencia, silencio, humildad. Y nos advierte que observemos lo que él llama con una palabra muy significativa «la gravedad del silencio» (RB 6); y nos repite el aviso de que «en el mucho hablar no evitaremos el pecado».
Para él, el silencio es la atmósfera de la oración; y al invitarnos a la oración (RB 4), fija de antemano las condiciones que le son necesarias: «Guardar la boca de palabras vanas y viciosas»; «no ser amigo de hablar mucho»; «no decir palabras que sólo exciten la risa»; «no gustar de reír mucho o estrepitosamente» (RB 4). El santo Patriarca no condena la alegría, antes alaba la «dilatación del corazón» (RB, pról.), fruto del verdadero gozo «cuya dulzura es inefable»; pero condena con justa severidad lo que disipa y distrae la vida interior, especialmente las palabras innecesarias, las bufonadas y chocarrerías, y la habitual tendencia a la ligereza; todo esto quiere que se destierre del monasterio: «Lo condenamos en todo lugar a una eterna clausura (RB 6), porque sabe que el alma entretenida en tales disipaciones, no oirá jamás la voz divina del Maestro interior.
Será de poca utilidad el silencio de los labios si no va acompañado del silencio del corazón.

«¿De qué servirá –dice san Gregorio –la soledad material si falta la del alma?» [Moralia in Job, l. XXX, c. 16. P. LXXVI, 553.]. Se puede vivir recluido en una cartuja sin estar recogido, si se deja vagar la imaginación por el campo de los recuerdos y de las cosas inútiles y fantaseando se abandona uno a vanos pensamientos. ¡Triste cosa es ver con cuánta ligereza malgastamos a menudo nuestros pensamientos! A los ojos de Dios, un pensamiento vale más que todo el mundo material; con él puede merecerse o perderse el cielo. Velemos, pues, sobre nosotros mismos; refrenemos la imaginación y el espíritu, que hemos consagrado a Dios, para que no se disipen en vanos recuerdos, en pensamientos malos o inútiles; los cuales, «apenas sobrevengan, estrellémoslos contra la piedra que es Cristo» (RB 4).
Ayudados por esta vigilancia continua, dice nuestro Padre, «nos veremos siempre libres de los pecados de pensamiento» (RB 7) y conservaremos el tesoro del recogimiento interior. Un alma disipada, ligera, voluntaria y habitualmente distraída por la agitación desordenada de pensamientos inútiles, no puede oír la voz de Dios. Sin embargo, ¡feliz aquella que vive en silencio interior, fruto del sosiego de la imaginación, de la ausencia de vanas solicitudes e impaciencias irreflexivas, del apaciguamiento de las pasiones, de la práctica constante de la sólida virtud, de la concentración de todas las facultades en la busca continua del único Bien! Bienaventurada, sí, esta alma, porque Dios le hablará con frecuencia, y el Espíritu Santo le dictará palabras de vida, que no perciben los oídos corporales, pero recoge con gozo el alma concentrada en sí misma, para alimentarse con ellas.
En este recogimiento interior vivía la Santísima Virgen. El evangelio dice que «guardaba en el corazón, para meditarlas, las palabras de su divino Hijo» (Lc 2,19). María no se expansionaba con palabras, sino que, llena de gracia e inundada de los dones del Espíritu Santo, permanecía silenciosa adorando a su Hijo, contemplando los inefables misterios que se cumplían en ella y por ella, y elevando a Dios un himno incesante de gracias y alabanzas desde el santuario de su corazón inmaculado. Los monasterios son como otras tantas casas de Nazaret, en las cuales deben realizarse, en las almas virginales, los divinos misterios. Procuremos, pues, vivir en recogimiento, y esforcémonos por estar íntimamente unidos al Señor.
No basta guardar silencio exterior y desterrar del corazón los pensamientos vanos e inútiles: es necesario, además, llenar esta soledad interior con reflexiones que ayuden al alma a remontarse hasta Dios. Nuestro Patriarca nos señala como medio las lecturas santas; desea que el monje «las escuche de buena gana» (RB 4); consagra muchas horas a lo que llama «lección divina» (RB 48); esta «lección divina» quiere que se haga especialmente «en las santas Escrituras, las obras de los santos Padres y en las conferencias de los antiguos cenobitas» (RB 9 y 73).
Sabía por experiencia que la fuente de la contemplación más pura y fecunda es la sagrada Escritura; porque la contemplación es el movimiento del alma, que, tocada e iluminada de los rayos divinos, penetra los divinos misterios y los vive. Mas «a Dios nadie le ha visto» (Jn 1,18; 1 Jn 4,12), porque «habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6,16), dice san Pablo. ¿Cómo, pues, le conoceremos? Por sus palabras. «¿Queréis penetrar en las intimidades de Dios?, dice san Gregorio. Escuchad sus palabras» [Lib. IV, Epist. 31. P. L., LXXVII, col. 706]. Porque en un ser tan esencialmente verdadero como Dios, las palabras manifiestan su naturaleza. ¿No consiste, acaso, en esto el misterio de la eterna esencia? Dios se expresa a sí mismo en su Verbo de una manera infinita, con palabra tan perfecta y adecuada, que este Verbo es único.
Y he aquí que este Verbo, que es luz, velado su nativo esplendor bajo las flaquezas de nuestra carne, se nos ha revelado en la Encarnación: «Él mismo hizo brillar su claridad en nuestros corazones, a fin de que nosotros podamos iluminar a los demás por medio del conocimiento de la gloria de Dios, según que ella resplandece en Jesucristo» (2 Cor 4,6). Nos enseña palabras celestiales que sólo Él conoce, porque sólo Él vive eternamente en el seno del Padre: «Él que está en el seno del Padre nos lo ha dado a conocer» (Jn 1,18); siendo uno con el Padre, «nos revela las palabras que el Padre le confió» (Jn 17,8). Por tanto, sus palabras son las de Dios mismo: «Aquel a quien Dios envió, habla las palabras de Dios» (Jn 3,34). Palabras múltiples del Verbo Único, como múltiples son las expresiones humanas que las traducen, y numerosas las generaciones que las recogen para vivirlas.
Estas palabras de Dios son palabras de vida eterna: «Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,69). Nuestro Señor mismo nos lo dice: «La vida eterna, oh Padre, está en conocerte a ti, Dios único, y a tu enviado Jesucristo» (Jn 17,3). Las palabras de Jesús, Verbo encarnado, nos revelan a Dios: su naturaleza y su esencia; sus perfecciones y su amor; sus derechos y deseos. Proviniendo del Verbo, que es la sabiduría, penetran al alma con claridades celestiales, transportándonos a los santos esplendores en donde vive Dios. Así, pues, el alma que con fe viva escucha asiduamente estas palabras, es ilustrada admirablemente sobre la plenitud del divino misterio y puede detenerse con perfecta seguridad a contemplarlo.
Ahora bien, ¿en dónde encontraremos las palabras de Jesús, aquellas palabras que son «fuente de vida eterna»? (Jn 4,14). Primeramente en el Evangelio; en él oímos al mismo Jesucristo: el Verbo encarnado; vémosle revelar lo inefable con palabras humanas, mostrarnos lo invisible con gestos comprensibles, fáciles, al alcance de nuestra débil mente; nos basta abrir los ojos y disponer el corazón para conocer y gozar de estas claridades: «Yo les comuniqué –dice el Señor, hablando de los Apóstoles a su Padre –la claridad que Tú me has dado» (Jn 17,22). A los evangelios hay que añadir las epístolas de los Apóstoles, especialmente de san Juan y de san Pablo; ambos nos revelan los misterios que penetraron, el uno reclinando su cabeza sobre el Corazón del Maestro, y el otro en las visiones en que Cristo mismo le reveló arcana verba (2 Cor 12,4), «las palabras escondidas», que contenían su misterio.
Y como Jesucristo «es hoy como fue ayer y será en lo futuro» (Heb 13,8) se nos revela también en el Antiguo Testamento. ¿No dijo por ventura Él mismo que al hablar Moisés se refería a su persona? ¿No manifestó muchas veces las profecías que se referían a Él? ¿No están llenos de Él los salmos, hasta el punto de que, según la bella expresión de Bossuet, «son el Evangelio de Jesucristo expresado en cantos y afectos, en acciones de gracias y piadosos deseos» [Elévations sur les mystères. Xe semaine, 3e élévat.].
Jesucristo se nos revela, por tanto, en todas las Escrituras santas; su nombre se lee en todas sus páginas, que están llenas de Él, de su persona, de sus perfecciones y de sus hechos. Cada una de ellas proclama su amor incomparable, su bondad inmensa, su misericordia inconmensurable, su sabiduría infinita: ellas nos revelan las riquezas insondables del misterio de su vida y de sus sufrimientos y nos refieren los supremos triunfos en su gloria. Por esto pudo decir san Jerónimo: «Ignorar las Escrituras es desconocer a Cristo» [In Isaiam Prolog. P. L., XXIV, col. 18.].
No puede reprocharse, a la verdad, esta ignorancia a los cristianos de los primeros siglos, quienes, no sólo tuvieron en especial veneración los Libros Santos, como nos lo atestigua la liturgia, sino que los leían frecuentemente, practicando este consejo del Apóstol: «La palabra de Cristo abunde en nuestros corazones» (Col 3,16). De santa Cecilia se cuenta que «llevaba el Evangelio siempre sobre el corazón; de ahí que estaba unida a Cristo en incesante coloquio y oración ininterrumpida» [Antífona del oficio de santa Cecilia].
Mas para que la palabra de Dios sea en nosotros viva y eficaz (Heb 4,12), para que conmueva nuestro corazón y sea fuente de contemplación y principio de vida, necesario es que la acojamos con fe y humildad; con un sincero deseo de conocer a Cristo, de unirnos a Él y seguir sus pisadas. El conocimiento íntimo y profundo, la percepción sobrenatural y fecunda del significado de los libros santos, es un don del divino Espíritu, don tan precioso que nuestro Señor mismo, Sabiduría eterna, lo comunicó a los Apóstoles en una de sus últimas apariciones: «Entonces les abrió el sentido, para que entendiesen las Escrituras» (Lc 24,45).
A las almas que por su humildad y oración constante han obtenido este don, las Escrituras les revelan verdades a otras desconocidas. [«Poseemos libros y los leemos, pero no alcanzamos a conocer su sentido espiritual; por eso es menester pedir continuamente a Dios con lágrimas y oraciones que abra nuestros ojos». Orígenes, Sobre el Génesis, cap. XXI, homil. 7]. Estas almas «se alegran en la posesión de los divinos testimonios, cual se alegra el que participa de un rico botín» (Sal 118,162); descubren, verdaderamente, en los libros sagradas «el, maná escondido» (Ap 2,17), que tiene mil diversos sabores, contiene toda suerte de delicias (Sab 16,20) y se convierte para ellas en alimento cotidiano de exquisito sabor.
¿Cuál es la razón íntima de esta fecundidad de la divina palabra? Consiste en que Jesucristo permanece siempre vivo; es siempre el Dios que salva y da vida. Cuando andaba peregrinando en la tierra se decía que «de Él emanaba una virtud que sanaba a todos» (Lc 6,9). Con las debidas proporciones, lo que podía afirmarse de su persona puede afirmarse también de su palabra, y lo que de Él podía decirse ayer, puede también decirse hoy.
Cristo vive en el alma del justo; bajo la dirección infalible de este Maestro interior, el alma, sentada como la Magdalena a sus pies, oye sus palabras y penetra en las divinas claridades; Jesús le comunica su Espíritu, autor principal de los sagrados libros, para que en ellos pueda llegar a penetrar incluso las profundidades del infinito: «Pues todas las cosas penetra aun las más íntimas de Dios» (1 Cor 2,10); el alma contempla las maravillas obradas por Dios en los hombres, mide con la fe las divinas proporciones de los misterios de Cristo; y este admirable espectáculo, que la ilumina y la rodea con sus esplendores, la atrae, la arrebata, la ensalza, la transporta y la transforma. Ella, por su parte, experimenta lo que sentían los discípulos en el camino de Emaús, cuando Jesucristo se dignó interpretarles el significado de los libros santos: «¿No sentíamos acaso abrasarse nuestros corazones mientras en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras?» (Lc 24,32).
No hay, pues, que maravillarse de que el alma enardecida y subyugada por esta palabra viviente, «que penetra hasta la medula», exclame con los discípulos: Mane nobiscum (Lc 24,29). «Señor, quédate con nosotros». Tú eres el Maestro incomparable, la luz indefectible, la infalible verdad, la única y verdadera vida de nuestras almas». Anticipándose a estos piadosos deseos el Espíritu Santo hace oír en nuestros corazones sus gemidos inenarrables» (Rom 8, 26), que constituyen la verdadera oración, y se traducen en deseos vehementes de poseer a Dios, de vivir sólo para gloria del Padre y de su hijo Jesús. Entonces, el amor dilatado e inflamado por el divino contacto, invade todas las potencias del alma y la hace fuerte y generosa para cumplir perfectamente todo el querer del Padre y para abandonarse plenamente a su beneplácito.
¿Habrá oración mejor y más fecunda que ésta? ¿Qué contemplación podrá comparársele? Comprendemos ahora por qué nuestro bienaventurado Padre, heredero del pensamiento de san Pablo y de los primeros cristianos, quiere que el monje consagre tantas horas a la lectio divina, es decir, a la lectura de los sagrados libros y de las obras de los santos Padres, que son eco y comentario de aquéllos. Comprenderemos cómo el monje asiduo en recoger cada día en la liturgia este alimento substancioso de las sagradas Escrituras, que con tanta oportunidad le suministra la Iglesia, Esposa de Jesucristo, no puede estar mejor preparado de lo que lo está para conversar íntimamente con el divino Maestro.
¡Oh! ¡Si conociésemos el don de Dios! (Jn 4,10); apreciásemos el justo valor de la porción de nuestra herencia! «Me cupo la mejor de las suertes, y mi herencia es para mí hermosísima» (Sal 15,6).