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3. Elevado concepto que tiene San Benito de la obediencia

Conviene insistir en que la donación que hacemos de nuestras personas en la profesión no nos obliga solamente a obedecer de una manera general, sino que hacemos voto de obediencia «según la Regla de san Benito» [Ceremonial de la profesión monástica]. Debemos, pues, conocer a fondo el concepto que el santo Patriarca tiene de la obediencia religiosa; porque hay muchas maneras de obedecer; y siendo esta virtud primordial en nuestra vida, una idea errónea de la misma podría desfigurar toda nuestra existencia monástica.
La primera concepción falsa de la obediencia, inaceptable para el religioso, consiste en considerar al superior como un hombre sabio, experto y prudente a quien se ha prometido consultar; por prudencia se acudirá a él para instruirse, para evitar errores. El superior tanto vale cuanto sabe; ni más ni menos; todo el valor de sus respuestas le viene de su ciencia personal. Es éste un modo de ver racionalista, acomodado al espíritu protestante; brilla en él por su ausencia el concepto de sumisión a Dios en la persona de un hombre. Basta exponerlo para condenarlo totalmente.
El sentido católico tampoco puede contentarse con una obediencia puramente exterior, como la de los militares. Aunque en cada caso particular el objeto inmediato de la obediencia sea exterior y la orden del superior no afecte a la intención, a la perfección de la virtud atañe el que el religioso procure vivificar el acto externo con una sumisión interna.
En la obediencia religiosa, tal como la entiende la santa Iglesia, hay distintas modalidades. No pretendemos en esto rebajar a otras órdenes religiosas, pues todas procuran la gloria de Dios y son gratas a la Iglesia, cuya aprobación tienen. Queremos solamente, por vía de comparación, hacer que resalte el carácter especial de la obediencia benedictina.
En algunos institutos esta virtud tiene un aspecto marcadamente utilitario. Sin dejar de ser objeto de un voto y de una virtud, es un medio para alcanzar un fin particular prefijado por sus respectivas constituciones. Unos, por ejemplo, se proponen las misiones entre infieles; otros, la enseñanza; otros, la predicación. La obediencia contribuye a la realización de la obra particular a que están destinados. Los que forman parte de estas órdenes y generosamente aceptan la obediencia por amor de Dios, llegan seguros a la santidad, porque es la vocación a que fueron llamados.
Para san Benito, la obediencia no tiene este carácter «utilitario». Es intentada por sí misma, como un homenaje del alma a Dios, sin preocuparse de la obra material a que está destinada. Si un postulante, al presentarse en el monasterio, dijese al abad: ¿Qué se hace aquí?, la respuesta seria: «Se busca a Dios, y se sigue a Cristo en su obediencia». Éste es el fin que se persigue. Ésta es la doctrina de nuestro bienaventurado Padre ya desde las primeras líneas del Prólogo de su Regla. El buscar a Dios, «si de veras busca a Dios» (RB 58), he aquí el sello propio de la vocación benedictina; pero esta vocación es realizada sólo por la obediencia. San Benito escribe la Regla sólo para «aquellos que abrazan la obediencia para buscar a Dios» (RB, pról.).
Al instituir el monaquismo, el gran Patriarca no pretendía crear una orden con tal o cual fin particular, con determinadas obras que realizar; no intentaba más que hacer de sus monjes cristianos perfectos; no deseó para ellos más que la plenitud del Cristianismo. Verdad es que, en el decurso de los siglos, los monasterios fueron faros brillantes de la civilización, mediante la predicación, los trabajos de ilustración, las escuelas monacales, el arte, las obras literarias; pero todo esto era una floración externa, una irradiación espontánea de la plenitud del Cristianismo de que estaban poseídos interiormente.
Habiéndose consagrado a Dios se dedicaban al servicio de la Iglesia en todos los menesteres; pero ante todo buscaban rendir a Dios, por amor, el homenaje de todo su ser en la obediencia a un abad, a imitación de Jesucristo que al entrar en el mundo no se propuso sino cumplir la voluntad del Padre, y del modo que Él lo dispusiere: «He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Heb 10,7).
¿Cómo conoce el monje la voluntad divina? Por la Regla y por el abad. A éste toca, siguiendo la Regla y la tradición, orientar la actividad del monasterio. Debiendo, según la expresión de nuestro bienaventurado Padre, gobernar «sabiamente» el monasterio, no podrá menos que utilizar para la gloria de Dios y el bien de la Iglesia y de la sociedad, los talentos de los monjes. Pero cada monje, por sí mismo, no puede determinarse; no ha venido al monasterio para ocuparse en tal o cual labor, para desempeñar el cargo que le acomode; entró en él para buscar a Dios por la obediencia; en esto consiste toda su perfección [Cfr. D. G. Morin, El ideal monástico, c. II, La obediencia].