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4. Prontitud en prestar servicios

Al respeto y a la paciencia, san Benito añade «la prontitud en prestarse mutuos servicios», y desea que esto se haga hasta «con emulación» (RB 72). Es un eco fiel del consejo de san Pablo: «En la caridad servíos los unos a los otros» (Gal 5,13). Y en otra parte: «Cada uno de vosotros trate de complacer al prójimo, atento a su bienestar» (Rom 15,2).
Por supuesto, no se trata ahí de órdenes propiamente dichas, ni de peticiones contrarias a las prescripciones de los superiores; sino de aquellos pequeños servicios que se puedan necesitar; y en esto debemos obrar muy generosamente. Dios mira con complacencia al que se olvida de sí mismo por darse al prójimo, que es lo que desea san Benito: «Nadie busque su propia conveniencia, sino más bien la de los demás» (RB 72). [San Anselmo escribía a sus discípulos: «El amor que os tenéis mutuamente hágaos vivir en paz y concordia; para conservarla, menester es que cada uno se apreste a hacer más la voluntad de los otros que la suya propia». Epistol. 49, lib. III. P. I., CLIX, col. 80-81. La última frase del santo Doctor es el eco directo de la propia expresión de san Benito].
Es el consejo que daba el Apóstol a los de Filipos: «No atienda cada uno a su propio interés, sino al de los otros» (Flp 2,4). Pensar primeramente en el prójimo, en sus intereses, en su utilidad, en sus goces, más que en nosotros mismos, es una señal inequívoca de caridad, porque para obrar así, no una vez, sino diez veces y siempre, en todas las circunstancias y sin distinción de personas, es menester amar verdaderamente a Dios. Tal amor al prójimo exige un grado de abnegación que no es posible obtener confiando en nosotros mismos; tiene que venir de Dios. Por esto, la caridad con el prójimo es puesta por el mismo Jesucristo como la señal por excelencia de la presencia de Dios en un alma.
San Gregorio se lo escribía a san Agustín de Cantórbery, a quien había mandado a predicar a la Gran Bretaña. Agustín le daba cuenta de las maravillas que Dios había obrado en la conversión de aquel pueblo, y el santo Pontífice le contestó: «Piensa que el don de milagros se te ha concedido, no para tu provecho, sino para el de aquellos cuya salvación se te ha confiado. También los réprobos hacen milagros, y nosotros no sabemos si somos de los elegidos. Una sola señal dejó el Señor para reconocer a los suyos: si nos tenemos amor unos a otros» [Epistol. 28, I. XI. P. L., LXXVII, 1140-1141.].
En efecto, ¿qué es la caridad? Es el amor de Dios, que une en un solo abrazo a Dios y a cuanto a Él está unido: la humanidad de Cristo y con ella todos los miembros de su cuerpo místico; porque Jesucristo sufre con los afligidos, enferma con los enfermos y se entristece con las almas angustiadas por la tristeza. Así lo ha dicho la verdad infalible: «Lo que hiciereis a uno de mis pequeñuelos, me lo hacéis a mí» (Mt 25, 40). Jesucristo al encarnarse «tomó sobre sí todas nuestras debilidades» (Is 53, 4). Procurando aliviarlas en nuestros prójimos no hacemos más que aliviar al mismo Cristo.
[«No podéis prestarme ningún servicio –decía el Señor a santa Catalina de Siena–, pero podéis ayudar al prójimo; si vosotros procuráis la gloria y la salvación de las almas, esto será prueba de que estoy en vuestros corazones por la gracia. El alma enamorada de mi verdad no se da treguas, mas anda siempre solicita de los otros. Es imposible que me deis el amor que yo exijo, pero os he puesto al lado de vuestro prójimo para que podáis hacer por él la que no podéis hacer por mí: amarlo desinteresadamente sin esperar de él recompensa alguna. Yo estimo como hecho a mí lo que hagáis por el prójimo» (Diálogo, c. VII, LXIV, LXXXIX). De parecido modo habla varias veces el Señor a santa Matilde; Libro de la gracia especial, II parte, c. 49].
La vida de los santos está llena de detalles que comprueban esta doctrina. San Gregorio Magno nos cuenta del monje Martirio que, yendo de viaje, se encontró con un leproso tan lastimado del dolor y agotado del cansancio, que ya no podía moverse. Martirio lo envolvió en su capa y, cargándoselo a la espalda, se lo llevó a su monasterio. Mas he aquí que súbitamente el leproso se transformó en Jesucristo, quien, antes de apartarse de la vista del monje, le bendijo, diciéndole: «Martirio, porque no te has avergonzado de mi en la tierra, tampoco yo me avergonzaré de ti en el cielo» [Homil. in Evangel., l. II, homil. 39, P. L., LXXVI, 1300. En la Vie de S. Wandrille (Dom Besse) se lee un rasgo parecido].
Otro hecho bien significativo se lee en la vida de santa Gertrudis. Un domingo antes de la Ascensión, la santa se había levantado con presteza a la primera señal, y se preparaba a rezar piadosamente Maitines en la enfermería, para poder dedicar después más tiempo a la oración. Terminaba la quinta lección, cuando una hermana, también enferma, se le acercó. No podía esta hermana unirse al oficio, ya que nadie lo leía junto a ella. Movida a compasión, santa Gertrudis interrumpe su rezo, y, volviéndose a Jesucristo, le dice: «Tú, Señor, sabes que he hecho más de lo que mis fuerzas permiten; no obstante quiero, en virtud de esta caridad que eres tú mismo, volver a empezar Maitines con mi hermana enferma». Mientras la santa iba salmodiando, Jesucristo, cumpliendo su palabra de que «cuando hiciereis a uno de mis pequeñuelos, a mí me lo hacéis», se le apareció dándole tales muestras de ternura, que no hay palabras para expresarlas. Cada frase del oficio inundaba su alma con una luz suave de la ciencia divina y la colmaba de delicias espirituales [El Heraldo del divino amor, l. IV, c. 35].
En toda su vida, esta dignísima hija de san Benito mostró una caridad y condescendencia inagotables. Se cuenta [Ibid., c. 25.] que durante los últimos días de Semana Santa, su alma estaba tan estrechamente unida a Jesús, cuyos grandes misterios dolorosos se renovaban en aquellos días, que era casi imposible arrancarla al pensamiento del divino Maestro para que aplicara sus sentidos a las cosas exteriores. No obstante, si se trataba de un acto de caridad, al punto recobraba toda su libertad de acción, y se ponía a él con toda atención; prueba evidente, dice el biógrafo de la santa, de que el huésped a quien servía interiormente en el reposo extático de aquellos días era Aquel de quien escribió san Juan: «Dios es caridad: si nos amamos mutuamente Dios estará en nosotros y la caridad será perfecta en nuestras almas» (1 Jn 4,16).
Todos estos ejemplos de caridad demuestran lo importante que es ayudar a los hermanos, en la medida que lo permitan la obediencia a la Regla y a las órdenes de los superiores. Sirvámonos mutuamente de buen grado y gozosamente, pues «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7), al que se siente dichoso al darse a sí mismo. Es ésta una disposición completamente contraria a la caridad oficial, que de ordinario no es más que un simulacro de amor, y a la cual se refiere el proverbio inglés, que dice: «Frío como la caridad». Nuestra caridad, por el contrario, debe ser ardiente, para poder adaptarse generosamente a cualquier necesidad de un hermano, siempre con una constante amabilidad. Cuando llamen a nuestra puerta debemos decir interiormente lo de santa Isabel al ser visitada por la santísima Virgen: «¿De dónde a mí tanta dicha, que la madre de mi Señor se digne visitarme?» (Lc 1,43).
Veamos en nuestro hermano al mismo Cristo en persona, y entonces nos apresuraremos a servirle. Si así pensáramos, ¿responderíamos al que nos pide un favor: «Con mucho gusto, pero luego que termine este quehacer»? Muy al contrario: responderíamos aplicando a esta obediencia fraternal lo que nuestro santo Legislador dice de la obediencia al abad, «dejaríamos en seguida todo lo que hacemos, abandonaríamos la voluntad propia o cualquier trabajo que tuviéramos entre manos» (RB 5) para servir a Jesucristo con toda alegría. Si obramos con estas miras de fe, nuestro amor estará siempre lleno de celo y desinteresado y no lamentaremos nunca el tiempo que dediquemos a ayudar a los demás.
Jesucristo no dejará, por otra parte, sin recompensa esta generosidad. ¿No dijo Él mismo que es origen de toda gracia y verdad: «Dad y se os dará»? (Lc 6,38). El que da al prójimo recibe a su vez de Dios. Hay almas que no progresan en el amor de Dios porque Dios se muestra avaro con ellas; y eso porque obran egoístamente, no queriendo darse a Jesucristo en sus miembros. No es siempre la falta de mortificación aflictiva lo que retarda el progreso interior de tantas almas; la verdadera causa es frecuentemente el egoísmo con que tratan a sus hermanos, el hacerse indiferentes ante sus necesidades y la aspereza que les muestran: «Seréis medidos con la misma medida que emplearéis para los otros» (Lc 6,38).
Este es el secreto de la esterilidad espiritual de muchos: Dios deja aislados a aquellos que se rodean de preocupaciones para salvar su tranquilidad egoísta; los tales cerrándose al prójimo se cierran a Dios.
Y como Dios es el origen de la gracia, y sin Él nada podemos hacer que valga para la eterna felicidad, ¿qué puede esperar un alma que voluntariamente se cierra a sí misma las vías de la gracia? Dios se compadece de nuestras miserias, a condición de que hagamos nosotros lo mismo con las necesidades y flaquezas de nuestros hermanos.
Demos, pues, como Jesucristo ha dado; tal es su mandamiento: «Como yo os he amado» (Jn 13,24). El divino Salvador nada necesitaba de nosotros, y no obstante ofreció totalmente el corazón, la sangre, la vida; y todo se os ofrece en la Eucaristía. Todos los días se da a cuantos llegan a recibirle, cualquiera que sea el estado de su alma: «Lo reciben los malos igual que los buenos» [Secuencia Lauda Sion]. Demos, pues, sin reserva. Oigamos a Jesús que nos dice: «Yo, que soy vuestro Dios, he amado a este prójimo, me he entregado por él y le invito a la misma eterna bienaventuranza que a vosotros: ¿por qué no le amáis, si no en la medida con que Yo lo hago, al menos con el mayor ardor posible, por Mí y en Mí?» Éste es nuestro ideal: si lo imitamos lo más perfectamente posible, como enseña san Benito, cumpliremos ciertamente el débito de la caridad fraterna: «Conságrense con amor a la caridad de la fraternidad» (RB 72).