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6. Singulares gracias que de él provienen al alma

Tal es, efectivamente, la conducta divina: Dios colma de especiales bendiciones al alma que posee ese espíritu de abandono, porque opera soberanamente sobre ella, haciéndola progresar en santidad y conduciéndola por vías seguras a la cima de la perfección. Estos caminos parecerán algunas veces descarriados; pero «Dios tiene sus fines, y lo dispone todo con fuerza y suavidad» (Sab 8,1). «Todas las cosas –decía Jesucristo a su fiel sierva Gertrudis– tienen su momento en los adorables designios de mi previsora sabiduría» [Dom Dolan, o. c., pág. 259].
Un ejemplo elocuentísimo de esto nos ofrece la historia del patriarca José, que nos muestra cómo la Providencia guía a los hombres por caminos admirables, enderezando las cosas para el bien de las almas. Jacob mandó a su querido hijo José a cerciorarse de cómo andaban sus hermanos. Parece este un detalle de mínima importancia y es, sin embargo, el anillo de una serie de sucesos memorables. José va a buscar a sus hermanos; pero ellos, celosos del amor con que le distingue su padre, quieren, aun por el crimen, deshacerse de él; con todo, y a ruegos de Rubén, se contentan con meterle en una cisterna vacía; después ven pasar a unos mercaderes de Egipto, y convienen con ellos en vendérselo.
Según la ciencia humana, el destino de José ya está determinado. No se volverá a oír hablar de él. Pero precisamente de este hecho se sirve Dios para convertir a José en salvador de Egipto y de sus propios hermanos. Después de breve tiempo de favor ante el Faraón, se le encierra en la cárcel. Su carrera queda truncada, diríamos nosotros; mas he aquí que de esta circunstancia se vale Dios para ensalzarlo ante el mismo Faraón y convertirlo en señor de Egipto.
Así obra Dios. Aun cuando todo parece perdido, Él se adelanta y viene en nuestra ayuda. «Dios guía al justo por caminos rectos –dice la Escritura–; le muestra su reino, le otorga la ciencia de los santos, le glorifica en sus trabajos y corona sus obras» (Sab 10,10). Estas palabras del libro sagrado pueden aplicarse al alma que se abandona a Dios.
«Por caminos rectos». Rectos son los caminos de Dios, aunque a los ojos humanos parezca muchas veces lo contrario. ¿No es Él la sabiduría y poder infinito, que supera todos los obstáculos? «Todas las cosas son iguales para mí –decía a santa Catalina de Siena–, porque mi poder lo domina todo, y tanto me cuesta crear un ángel como una hormiga; de mí está escrito que hice cuanto quise. ¿Por qué, pues –añadía– te inquieta el «cómo» sucederán las cosas? ¿Crees, acaso, que no puedo o no sé encontrar los medios de realizar mis designios?» [Vida, por el beato Raimundo de Capua, II parte, c. 1].
Confiemos, por tanto, en Dios. Nuestros propios caminos nos parecen siempre seguros. No obstante, dice san Benito, «hay caminos que, si bien parecen rectos, conducen al infierno»; únicamente no se descarriarán las almas que se dejan llevar por Dios como niños.
«Le muestra el reino de Dios». ¡Oh, son tantas las almas en el mundo, que nunca han comprendido el reino de Dios! Se han forjado un reino a su manera; pero sólo Dios puede «mostrarnos su reino». Él es el arquitecto de nuestro edificio espiritual. ¿Qué es este reino? La unión perfecta con Dios en nuestro corazón: «El reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). Concretamente lo forman las mismas almas que tienen a Dios por único Señor. Es cierto que, si consiguiéramos abrazar sin reservas la voluntad divina, el Señor se encargaría de unirnos a Él, a pesar de nuestras miserias, de nuestras ocupaciones absorbentes y de todo cuanto creemos que constituye para nosotros distracciones y obstáculos.
Por el contrario, los que no se abandonan enteramente a la voluntad de Dios aceptando sus caminos, no llegarán nunca a unírselo íntimamente. Quien no ha probado el abandono, desconoce esto, y pone obstáculos al dominio de Dios; a diferencia de los que se entregan al divino beneplácito, que no reconocen más soberano que a Dios.
«Le comunicó la ciencia de los santos». ¿Qué es esta ciencia de los santos que Dios concede al alma que se confía a Él? Es el conocimiento de la verdad de las cosas. «Todo hombre es falaz» (Sal 115,11), dice la Escritura. Cuando el hombre se guía a si mismo mediante la sabiduría del mundo, por miras puramente humanas, anda descarriado, porque sigue máximas falsas, tan frecuentes en este mundo de tinieblas. Pero cuando se entrega a Dios, Dios le ilumina, porque Él es la verdad, la luz. Comprende entonces el alma la verdad sobre Dios, sobre sí misma y sobre el mundo; y se acostumbra poco a poco a considerar las cosas como las ve la Sabiduría eterna; así posee la única ciencia que puede llamarse verdadera, porque nos conduce a nuestro fin sobrenatural.
La Sabiduría «enriquece al justo en sus trabajos y perfecciona sus obras». Cuanto más conocemos íntimamente las almas, tanto más nos persuadimos de que Dios es nuestra santidad. No llegaremos nunca a santos si pretendemos serlo a nuestra manera, no a la de Dios. En este terreno todo es sobrenatural; no conocemos lo que más nos conviene; ni vemos la utilidad que pueden reportarnos las tentaciones, las pruebas y los sufrimientos. Pero Dios es la sabiduría que nos creó. Cuando contempla a un alma, la penetra toda con su mirada; la conoce con una intensidad y luz infinitas. El alma que pretende guiarse por su propio criterio, juzga magnífico y perfecto cuanto hace, y se admira de que otros no piensen del mismo modo; se formará su plan de vida, deseando que todo le salga bien; pero, ¿qué le ocurriría si todo le saliera a la medida de sus deseos? Que llegaría a estar tan pagada de sí misma que se haría insoportable, tanto para Dios como para el prójimo.
Cuando el Señor ve un alma, ve su buena voluntad, pero también sus miserias, y permite que sea tentada. ¿Cuál es el resultado de este divino tratamiento? Que el amor propio comienza a morir en aquella alma para dar lugar al amor de Dios. Otro tanto diremos de los padecimientos y del éxito en los trabajos; ciertamente debemos hacerlo todo con la mayor perfección posible, para gloria de Dios, y no ser remisos de nuestra parte para realizar con perfección cualquiera obra; empero, no debemos desear el éxito por el éxito; de lo contrario nos expondríamos a un escollo peligroso.
Un alma que está ufana de sí misma, desea salir airosa en las obras que hace, y Dios no se lo permite para que pueda decirle: «Señor, guiadme». Entonces Dios responde: «Ya que conoces tu impotencia, yo quiero guiarte». Y cuanto más se abandona el alma, tanto más obra Dios y bendice sus empresas, no siempre según la previsión humana, sino según el bien de esa alma y la gloria divina. La influencia de esta alma en el mundo sobrenatural es inmensa, porque su obrar es en cierto modo participación de la infinidad misma de Dios.
Dios se porta con nosotros como nosotros nos portamos con Él; mide en cierto modo, su acción providencial, según la actitud que nosotros con Él guardamos; y, cuanto más nos abandonamos a Él considerándole como Padre y esposo de nuestras almas, más particularmente nos guía su providencia, aun en los detalles mínimos de la vida. Tiene sus delicadezas con las almas que se abandonan a Él, y tiene puestos sus ojos en ellas, y cuida de ellas y las regala como ninguna madre lo hace con su hijo, ni ningún amigo con su amigo.
Por el bien de un alma que se abandona a Él conmovería al mundo entero, y la rodea de una protección especialísima y singular. Leamos el salmo Qui habita in adjutorio Altissimi «El que descansa al amparo del Altísimo» (Sal 90,1), y nos daremos cuenta de esta especial protección con que Dios envuelve al alma que por el abandono «descansa» –habitat– en una confianza absoluta en la ayuda divina. «Dios te cubrirá con sus alas… te servirá de escudo su verdad; mil enemigos caen a la diestra y diez mil a la siniestra, y a ti no se acercarán. Porque mandó a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos, y te llevarán en sus manos para que no tropieces en las piedras… Porque esperó en mí, dice el Señor, yo la libraré y protegeré: me invocará y yo la oiré: estaré con ella en la tribulación para consolarla y glorificarla: disfrutará de largos años y se salvará».
[Merece también recordarse el salmo 26, verdadero canto de confianza del alma abandonada: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿por qué habría de temer? Él me cobijará en su morada en el día de la adversidad; me ocultará en el secreto de su tienda de campaña, y allí me encontraré segura como en una fortaleza inexpugnable»].
He aquí la bendición ubérrima que Dios concede al alma que se abandona a Él. Ya sabemos por qué obra así. Esta alma hállase totalmente libre y despegada de sí misma y de las criaturas; indiferente a todo cargo y honor, puesto que sólo busca y desea a Dios: «De veras busca a Dios» (cfr. RB 58); y una vez lo ha encontrado, queda satisfecha, porque sus deseos se han cumplido. Entonces Dios obra como dueño soberano de esta alma, cuyo dominio nadie le disputa; ella, en cambio, le procura una gloria incomparable mediante el homenaje continuo de un absoluto abandono. El Señor obra grandes cosas por ella, y la vida de ésa tiene un eco profundísimo en el mundo sobrenatural.
Las almas que se abandonan a Dios gozan de una libertad que les proporciona paz inalterable e intenso gozo; ven en Dios un Padre amoroso y bueno, que desea conducirlas a sí. ¿Qué temerán, pues? Dios las guía; nada les falta, ni en luces ni en gracias. «El Señor me guía, nada me faltará» (Sal 22,1). Viven en la abundancia de bienes divinos, y en una paz interior que sobrepasa todo sentimiento. Basta el menor contacto con estas almas para sentir la unción suave que de ellas se desprende, y que proviene de una confianza inquebrantable en Dios y de la íntima unión con Él. El Señor se ha convertido para ellas en su sabiduría, su fortaleza y su gloria, y ellas saborean, aun en las «sombras de la muerte», la paz de Dios y un gozo inalterable, porque están seguras de verse en manos del mejor de los padres, del más fiel amigo, del más cariñoso esposo. «Aunque camine en tinieblas de noche, nada malo temeré mientras tú estés conmigo» (Sal 22,4).