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6. Reviste un esplendor particular cuando lo acompaña el sufrimiento: «sacrificio de alabanza»

No pocas veces en la vida monástica habremos de ofrecer este homenaje de amor acompañado del sufrimiento, que lo hace más grato a Dios, ya que el sufrir da un esplendor y valor especial al amor. Amar a Dios en los padecimientos es nuestro mejor don. Aunque el divino Salvador ame intensamente al Padre en todos los momentos de su vida, es en su Pasión cuando brilla ese amor con más esplendor, por la resignada aceptación de todos los padecimientos «para agradar al Padre»: «Para que conozca el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31).
No hay duda que para muchos el oficio divino puede ser un verdadero sacrificio; y entonces será en toda la extensión de la palabra «sacrificio de alabanza» (Sal 49, 23). Esto puede suceder de varias maneras. En primer lugar no debemos reservarnos, sino emplear todos nuestros recursos. No podemos economizar nuestra voz; debemos observar las numerosas y variadas rúbricas del ceremonial, aceptar dócilmente las indicaciones del cantor, aunque nos parezca menos ajustada su interpretación, y para ello se requiere una atención continua. Será necesario refrenar la imaginación que nos impele hacia el mundo externo, lo cual exige una gran dosis de generosidad. Se requieren, para vencer nuestra apatía, o natural ligereza, repetidos esfuerzos, que son otros tantos sacrificios que debemos imponernos y que resultan muy gratos a Dios. Añadamos a esto las molestias que provienen de la vida común. Es un estímulo a la piedad y al fervor verse acompañados en el coro. Pero también, ¡cuántas y no pequeñas molestias inevitables no ocasiona! «Somos hombres frágiles… que se causan mutuamente molestias». [San Agustín, Sermo LXIX, c. I. P. L., XXXVIII, 440].
La fragilidad de la naturaleza humana da hartos motivos para pequeños roces; y esto ocurre aun durante la oración en común. Una ceremonia mal hecha, falsos movimientos en el coro, canto desentonado, las discordancias en el ritmo con los que nos rodean, son otras tantas causas de irritación que pueden verse agravadas por la sobreexcitación causada en la sensibilidad por la fatiga o ciertos estados enfermizos. Puede resultar un sacrificio, una verdadera inmolación el tener que cantar la alabanza divina en estas condiciones. En el paraíso alabaremos a Dios con la armonía de un gozo inmarcesible; en este valle de lágrimas tendremos que alabarle a veces entre los sinsabores del sufrimiento; mas el padecer hace la plegaria más amorosa, y es una prueba de que buscamos a Dios.
[«Pongamos ahora todo nuestro esfuerzo en alabar al Señor, pero acompañándolo con gemidos; porque al alabarle le deseamos, pero aún no le poseemos. Cuando le poseemos cesarán todos los gemidos y quedará sola, pura y eterna la alabanza», San Agustín, Enarrat, in Psalmo LXXXVI, c. 9. P. L., XXXVII, 1109].
Jesucristo cantó las alabanzas del Padre tanto en el Tabor como en el Calvario. Y San Agustín dice expresamente [Enarrat, in Psalmo LXXXV, c. 1] que en la cruz recitó el salmo, que comienza: «Deus, Deus meus» (Sal 21); salmo mesiánico, conmovedor, que no sólo describe las circunstancias de la Pasión, sino también los sentimientos del alma bendita de nuestro adorable Salvador. En el Calvario, y entre torturas indecibles, Jesucristo recitaba el oficio divino; y sin duda, con mucho mayor motivo que en el Tabor, porque sufría, daba una gloria infinita al Padre.
Así, pues, a ejemplo de Jesucristo, debemos alabar a Dios, no sólo cuando el Espíritu Santo nos recrea con sus consuelos, sino también en medio de los padecimientos. Las almas amantes siguen a Jesús a todas partes, incluso al Calvario con preferencia tal vez al Tabor. ¿A quiénes vemos a sus pies bajo la cruz? A la Virgen Madre, que le amaba con un amor acompañado de una total abnegación de sí misma; a la Magdalena, a quien se había perdonado mucho porque mucho amaba; a San Juan, que poseía los secretos del amor del Corazón divino. Estas tres almas permanecieron en sus «sillas de coro» mientras el alma de Jesús, Pontífice supremo, cantaba, por la salvación del mundo, su doloroso cántico. Los otros Apóstoles, incluso Pedro, que tantas protestas de amor había hecho, de muy buena gana habrían permanecido en el Tabor, donde «se estaba bien» (Mt 17,4), pero no al pie de la cruz.
Jesucristo, que nos ama y nos ha seleccionado para cantar sus alabanzas, nos dejará sentir alguna vez, mediante las molestias que lleva consigo la oración en común y las desolaciones y arideces a que nos somete, lo que es cantar el oficio con Él en el Calvario. En tales casos, si buscáis a Dios de veras, si buscáis su santa voluntad y no sus consuelos, os esforzaréis por continuar cantando «de todo corazón». No desmayéis: permaneced con Cristo, y por el tiempo que Él quiera, a los pies de la cruz. Alzase ésta, como un llamamiento, en el altar que está en medio del coro. Decid con el Salmista: «En todo momento bendeciré al Señor, y tendré siempre su alabanza en los labios» (Sal 33,2). Tanto si me inunda con la suavidad de su Espíritu de amor, como si me abandona «cual tierra árida y desierta» (Sal 62,3), le cantaré con todas mis fuerzas, porque es mi Dios, mi Señor y mi Rey (Sal 144,1) y es digno de toda alabanza (Sal 85,12).
Acompañado de estas disposiciones, el oficio divino es por excelencia el «sacrificio de alabanza», sumamente grato a Dios, porque va unido al sacrificio de Cristo; y es el homenaje más puro y perfecto que la criatura puede ofrendarle: «El sacrificio de alabanza me honrará». Pero Dios, que no se mostrará menos generoso que nosotros, hará que el sacrificio de alabanza sea para nuestra alma medio de salvación y bienaventuranza: «Tal es el camino por el cual le enseñaré la salvación de Dios» (Sal 49,23).