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1. Fundamento objetivo: la voluntad divina

El fundamento objetivo del abandono es la voluntad divina. Todo lo que Dios establece y decreta es perfecto «los juicios de Dios son verdaderos y justificados en sí mismos» (Sal 18,10). La voluntad de Dios ha decretado que debemos ser santos y bienaventurados, pero no con una santidad y bienaventuranzas cualesquiera. El modo providencial que Dios tiene de conducirnos se manifiesta en dos sentencias divinas, que se completan mutuamente. Meditándolas comprenderemos el porqué del espíritu de abandono.
La primera de estas sentencias es de Jesucristo: «Sin mi ayuda, nada podéis hacer» (Jn 15,5). Cientos de veces la habremos meditado; paremos, no obstante, mientes en ella, para compenetrarnos de su sentido. La santidad es de orden enteramente sobrenatural; todos los esfuerzos naturales reunidos no consiguen producir un solo acto sobrenatural que sea proporcionado al último fin, que es la visión beatífica de la Santísima Trinidad.
Ahora bien: este fin es actualmente el único que tenemos señalado; fuera de él no hay otra cosa que la condenación. Dios podía, si hubiese querido, disponer las cosas de otra manera; podía exigirnos y contentarse con una religión y moralidad solamente naturales, y no lo hizo. Como dueño de sus operaciones y dones, su voluntad es soberana, y en ella está el principio de nuestra salvación y santificación: «según su beneplácito» (Ef 1,9). Su voluntad, infinitamente libre, fijó las leyes de nuestra santificación, que es obra sobrenatural. Es, pues, imposible alcanzar la perfección, sin admitir este plan divino establecido desde la eternidad.
Sin embargo, Dios, que todo lo hace con sabiduría infinita, nos ha proporcionado en la gracia el medio de realizar este su designio. Sin la gracia –que sólo de Dios puede venir– somos incapaces de practicar acto alguno que valga para el fin sobrenatural. San Pablo nos dice que «sin ella no podemos tener ni un buen pensamiento» (Col 3,5) meritorio de la felicidad eterna. Estas palabras son eco de aquellas otras de Cristo: «Sin mi ayuda, nada podéis hacer»; no podéis alcanzar el bien supremo, no podéis arribar a la santidad. Jesucristo mismo recuerda esta verdad diciendo que Él es la vid y nosotros los sarmientos; que para dar fruto es necesario que le estemos unidos por la gracia, a fin de que, sacando de Él la savia sobrenatural, podamos dar a su Padre frutos que le sean agradables.
Ved, pues, cuán necesario es que el alma no se separe de Dios, fuente de la gracia, sin la cual nada podemos. Pero es más, debemos entregarnos a Él sin reserva, porque «con su gracia lo podemos todo». Y he aquí la segunda sentencia que explica la razón del abandono en Dios: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4,13). No hay obra alguna buena, por común y vulgar que se la considere, que, inspirada por la gracia, no pueda llevarnos a la exaltación suprema de la visión beatífica, porque «todo concurre al bien de los que son llamados a vivir en unión con Dios» (Rom 8,28). ¿Por qué ordena Dios todas las cosas al bien de sus elegidos? ¿Por qué les comunica su gracia para llegar a Él? Por diversas razones.
La voluntad divina acerca de las almas es siempre amorosa: «Dios es caridad» (1 Jn 4,16). No solamente posee el amor, mas Él mismo es amor infinito, inagotable, indefectible. El corazón del hombre no puede comprender este amor infinito. No obstante, el peso de este amor infinito impulsa a Dios a darse: «el bien es comunicativo». Todo lo que Dios hace por nosotros lo motiva el amor; y como Dios no sólo es amor sino que es también sabiduría eterna y omnipotencia, las obras que el amor inspira a esta sabiduría y a este poder son inefables. En el amor encontramos la razón de la creación y de los misterios de la Redención.
Este amor reviste, por otra parte, un carácter peculiar: el de amor paterno: «Ved cuál ha sido el amor de Dios… que nos llamemos y seamos hijos de Dios» (1 Jn 3,1). Dios nos ama como hijos. Es el Padre por excelencia, «del cual deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra» (Ef 3,15); y no es ésta una locución sin sentido y vana. Y como en Dios todo es activo, su paternidad acerca de nosotros es la más grande, la más atenta y constante que cabe imaginar; Dios obra con nosotros como con hijos suyos, y nos guía con la luz de su incomparable amor paterno durante toda la vida.
¿Cómo nos manifestó este amor paternal? Señalándonos por herencia su misma felicidad. Nos ama hasta adoptarnos por hijos y darnos participación en su propia dicha, asociándonos a la vida de la Trinidad beatísima. Aurora de todas las gracias concedidas a los elegidos, de todas las misericordias derramadas sobre los pecadores, de todos los bienes que elevan, adornan y alegran las almas, es el acto eterno de nuestra adopción divina: «Toda buena dádiva y todo don perfecto es de arriba, como que baja del Padre de las luces» (Sant 1,17).
Es el primer eslabón de esta cadena consecutiva de gracias celestiales, que se escalonan a través de los siglos, para todas las almas; y esta predestinación es obra del amor de Dios: «Ved qué amor nos tuvo Dios a los hombres, que nos llamemos y seamos hijos de Dios».
Mas no para aquí: las maravillas y las manifestaciones de este amor divino son inagotables; no solamente están patentes en el hecho de habernos adoptado, sino también en el modo maravilloso de realizarlo. Dios nos ama con amor infinito, paternal; pero nos ama en su Hijo. Para hacernos hijos suyos, nos da su Hijo: he aquí el don supremo del amor: «De tal manera amó Dios al mundo, que le entregó su único Hijo» (Jn 3,16). Y lo da para que sea sabiduría, santificación, redención y justicia nuestra; para que sea nuestra luz y nuestro camino; nuestro alimento y nuestra vida; para que sea, en fin, medianero entre Él y nosotros.
Jesucristo, Verbo encarnado, salva el abismo que mediaba entre Dios y el hombre; «en su Hijo» y por su Hijo es como «Dios derrama desde el cielo sobre nuestras almas las bendiciones divinas» de la gracia, que permiten vivir una vida digna de los hijos del Padre celestial: «Que nos bendijo en toda bendición espiritual del cielo en Cristo» (Ef 1,3). Todas las gracias nos llegan por Jesucristo; por su medio desciende todo bien celestial; así, pues, Dios nos ama en la medida con que nosotros amamos a su Hijo y creemos en Él.
De nuestro Señor son estas consoladoras palabras: «El Padre os ama, porque me amáis y creéis que salí de Él» (Jn 16,27). Cuando el Padre ve un alma repleta de amor a su Hijo, la inunda de celestiales dones, porque tal es el orden, el plan establecido desde la eternidad; Jesucristo fue constituido cabeza y rey de la herencia divina, porque fue Él quien con su sangre nos reivindicó los derechos de poseerla: «El Padre lo ha puesto todo en sus manos» (Jn 3,35), y si nosotros permanecemos en Él por la fe y el amor, Él está en nosotros con su gracia y sus méritos: nos ofrece al Padre y éste nos halla en Él.
Tales son los fundamentos del abandono. «Dios quiere nuestra santificación» (1 Tes 4,3); y la quiere con una voluntad eficaz y amorosa, por lo cual ha multiplicado nuestros medios de adquirirla. Dios nos permite encontrar la fuente de toda gracia, de toda perfección, en su Hijo muy amado: «¿Cómo no va a dárnoslo todo si antes nos dio el mismo Hijo» (Rom 8,32). ¿Cómo, pues, no nos abandonaremos con plena confianza a una voluntad omnipotente, que es el amor mismo, y que, no sólo ha señalado las leyes de nuestra perfección, sino que es principio y origen de la misma? La gracia previene, ayuda y corona todos nuestros actos; pues dice san Pablo: «Todo lo puedo con Aquel que es mi fortaleza» (Flp 4,13).
Estas palabras «que es mi fortaleza» nos indican que el abandono no consiste en no hacer nada: guardémonos de esa «falsa quietud», falsamente honrada con el nombre de «pasividad mística». «Por la gracia divina soy lo que soy –decía el Apóstol–; mas su gracia no fue estéril en mí» (1 Cor 15,10). La gracia de Dios obra soberanamente y mueve a llevar al alma hasta la más alta santidad; mas solamente donde no encuentra resistencia a su acción. El Espíritu Santo obra poderosamente, pero sólo donde no es «contristado», usando la palabra de san Pablo (Ef 4,30), y donde se confían a Él las fuerzas creadas.
¿Qué nos toca a nosotros hacer en esta obra de la búsqueda de Dios? Apartar generosamente –por supuesto, con la ayuda de la gracia– todos los obstáculos que se oponen a la acción de esta gracia en nosotros, y mantenernos constantemente en las disposiciones que Dios nos exige para que Él pueda y quiera obrar. La voluntad de Dios es soberana y su poder infinito, como inmenso es su amor; pero espera de nosotros que removamos del alma lo que es óbice a su gracia, y que la mantengamos en actitud de humilde confianza, esperándolo todo de Él. Cuando el alma ha llegado a este estado en que se ha librado de los obstáculos: el pecado, las imperfecciones, el apego a las criaturas y a sí misma; en que ha realizado en sí el vacío de todo cuanto no sea Dios; en que no busca verdaderamente sino sólo a Dios; entonces, viéndose Dios dueño absoluto de su voluntad, obra en el alma como soberano: ¡Feliz la que ha obtenido tal luz y generosidad! porque el Señor la conducirá por sus caminos a la más alta perfección.