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1. Proporciona excelentes fórmulas de plegaria e impetración

La necesidad de la oración, para obtener el auxilio divino, es una verdad primordial de la vida espiritual. «Pedid –dice el Señor–, y obtendréis; buscad, y encontraréis; llamad y se os abrirá» (Mt 7,7). Nuestras necesidades son innumerables, y nada podemos sin la gracia de Cristo. ¿Cómo la obtendremos? Con la oración: «Pedid y recibiréis» (Jn 16,24); «pues todo el que pide recibe» (Lc 11,10). Ahora bien; el oficio divino contiene peticiones tan apremiantes como variadas. Es indudablemente, y ante todo, una alabanza de Dios, el clamor del alma que, rebosante de fe y amor, admira, para engrandecerlas, las divinas perfecciones: «Grande es el Señor y digno de altísimas alabanzas» (Sal 47,1).
No vamos al coro a mendigar, principalmente, sino a alabar a Dios, glorificarle, pensar en Él y prestar nuestros labios y nuestro corazón a las criaturas irracionales para cantarle y amarle; la gloria del Criador es el fin principal del oficio divino: «Señor, Señor nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8,1). Estas palabras contienen la idea fundamental del oficio divino, resumida en la incesante doxología Gloria al Padre…
Pero, además de esto, el oficio divino es un arsenal de fórmulas de oración o impetración, en cantidad inmensa. Los salmos, por ejemplo, no sólo expresan la admiración, gozo y arrobo ante las admirables perfecciones de Dios, sino que también exponen todas las necesidades del alma. En efecto: con el Salmista puede el alma implorar el perdón de sus pecados: «Compadécete de mí, Señor, según tu gran misericordia; cancela mis pecados, por tu bondad inmensa; purifícame más y más de mi iniquidad… Aparta tu faz de mis pecados y bórralos; no me deseches de tu presencia y otorga a mi alma el espíritu de santidad… (Sal 50,2,4, 11,13). Cubre, Señor, con un velo los pecados de mi juventud y los que por ignorancia cometí… (Sal 34,7). Líbrame de mis pecados ocultos, y no imputes a tu siervo los pecados ajenos (Sal 18,13-14). Desde el abismo de mi miseria clamé a ti, porque, si escrutas mis iniquidades, ¿quién podrá comparecer en tu presencia? Confía, pues, alma mía, confía en el Señor, porque es copiosa su redención y me rescatará de toda culpa (Sal 119,1,3,5-8). Sí, Señor; me purificarás y tornarás más blanco que la nieve; me prodigarás palabras de alegría y se regocijará mi alma; me devolverás la alegría de tu salvación y me fortalecerás con tu espíritu; entonces abrirás mis labios y yo cantaré tus alabanzas» (Sal 50,9-10,14, 17).
Cuando está turbada el alma y presa de angustia; cuando la zarandea la tentación y la deprime la tristeza; cuando la abate el desfallecimiento no tiene más que abrir el libro inspirado para leer: «Señor, ven en mi ayuda; apresúrate a socorrerme (Sal 49,2), pues son incontables mis enemigos. ¡Cuántos son los que se levantan contra mí! Son muchos los que dicen refiriéndose a mi persona: ¡no hay salvación para él delante de Dios! Pero tú, Señor, eres mi protector y mi gloria, el que me hace erguir la cabeza; ven, Señor, y sálvame (Sal 3,2-4,7). Alma mía, ¿por qué estás triste y te angustias? Confía en el Señor, que aun le alabaré, Él es la alegría de mi rostro, Él es mi Dios (Sal 42,5)… Se alegran los que en ti confían, porque los defiendes como un escudo con tu benevolencia (Sal 5,12-13). En Dios confío, ¿a qué, pues, decirme que huya a los montes? (Sal 10,2). Oye, Señor, mi voz suplicante cuando vuelvo mis brazos hacia tu templo… Salva, Señor, a tu pueblo y bendice tu heredad; sé su Pastor y guíale siempre» (Sal 27,2,9).
¿Necesita acaso el alma luz celestial, ayuda, energía? Las fórmulas deprecatorias afluyen a los labios para invocar al Señor: «Mi alma, sin ti, es como una tierra árida, sedienta de celestial rocío» (Sal 142,6). «Envíame tu luz y tu verdad: ellas me guiarán y llevarán a tu santo monte, a tus tabernáculos; me acercaré al altar del Señor, al Dios que es el gozo de mi juventud y te cantaré, Dios mío, con el arpa» (Sal 42,3-4).
Pero son principalmente los santos deseos de llegar un día a Dios, la sed del divino encuentro, expresada con el más vivo ardor en la poesía sagrada, los conceptos que más campean en el oficio divino. «¿Qué podré observar en el firmamento o qué cosa me halagará en la tierra?» (Sal 72,25-26). «Tú eres el Dios de mi corazón, mi herencia eterna. Mi alma suspira por ti, Dios mío, como el ciervo ansía las fuentes de las aguas; ¿cuándo veré al Señor? (Sal 41,2-3). Entonces me saciaré al revelárseme tu gloria» (Sal 16,15). Y así en lo demás; los deseos más ardientes del alma, sus aspiraciones más profundas, sus necesidades más apremiantes y graves, todo está expresado en fórmulas suministradas por el Espíritu Santo para expresarse delante de Dios; y cada cual puede apropiarse estas formas como si se hubieran escrito para él solo.
Al texto inspirado hay que agregar las «Colectas», las «Oraciones», compuestas por la misma Iglesia, en las cuales están contenidas las súplicas que cotidianamente presenta la Esposa del Cordero en nombre de sus hijos, en unión con Jesucristo. Son ordinariamente muy concisas, pero siempre contienen en su brevedad jugosa doctrina. Como todos sabéis, tienen casi siempre una disposición muy semejante: la Iglesia, después de rendir homenaje al poder y bondad del Padre eterno, formula una petición en relación con la fiesta del día, de modo breve, aunque profundo: y concluye invocando los méritos infinitos de Jesucristo el Hijo amado, igual al Padre, «que vive y reina con Él y el Espíritu Santo», que es nuestro jefe y nuestro Pontífice.
¿Quién dudará de la eficacia de semejante plegaria delante del Padre? ¿Cómo negará Dios su gracia al que se la pide con palabras inspiradas por Él mismo? Dios ama todo lo que procede de Él o de su Hijo; por eso le resulta tan grata esta alabanza, y ésta es la razón de su eficacia en favor nuestro, que se la dirigimos en nombre de su Hijo, a quien siempre escucha: «Padre, sabía que siempre me oyes» (Jn 11,42).
De esto se deduce que el oficio divino posee un gran poder de santificación; y estoy seguro de que el monje que lo recite devotamente encontrará en él recursos espirituales para todas las vicisitudes de la vida, y más si se tiene en cuenta que la devota recitación del oficio nos familiariza con estas fórmulas santas, las cuales espontáneamente durante las faenas del día nos vendrán a la mente como jaculatorias y aspiraciones breves y ardientes, con las cuales se eleva el alma a Dios y únese con Él.
Santa Catalina de Siena recitaba con devoción especial el Deus in adjutorium meum intende «Dios mío ven en mi auxilio» y lo repetía frecuentemente durante el día [Vida, por Drane, I parte, c. 5]. Muchos versículos de los salmos, después de haberles recitado en el coro, pueden servir fuera de él de lazos de unión entre Dios y nosotros; de suspiros del corazón que implora su socorro y expresa el deseo de nunca abandonarlo: «Dulce me es, Señor, unirme a ti solo, y depositar en ti toda mi confianza» (Sal 72,28). «Guárdame, Señor, porque espero en ti; dije: a ti sólo reconozco por mi Dios» (Sal 15,1-2). «Cuando las fuerzas me falten tú no me dejarás» (Sal 70,9). «Mi alma desea ardientemente cumplir siempre tu ley. Sosténgame tu diestra, ya que prefiero tu ley a toda otra cosa. He buscado, Señor, tu voluntad, y no me dejarás burlado» (Sal 118,20.31).
Cada uno puede escoger las expresiones que mejor respondan a sus interiores aspiraciones y más le ayuden a conservar la unión con nuestro Señor. A veces no tendrá siquiera necesidad de buscarlas. Al habituado a rezar fervorosamente el oficio divino, el Espíritu Santo le iluminará con su luz divina para echar mano de este o de aquel texto de los salmos o de la liturgia. Este texto impresiona entonces particularmente al alma, y, por la acción viva y eficaz del Espíritu de Jesucristo, viene a ser para ella una verdad luminosa y agradable, una fuente de agua viva a donde ella acude para apagar su sed y reparar las fuerzas; en donde encuentra siempre el secreto de la paciencia y del gozo interior: «Mi salterio es mi alegría» [San Agustín, Enarrat, in psalm. CXXXVII, núm. 3. P. L., XXXVII, col. 1.775].