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10. Desviaciones de esta virtud; por qué San Benito condena con tanto ardor la murmuración

Pidamos con frecuencia a Dios esta luz de la fe y esta fuerza del amor que comunicarán su perfección a nuestra obediencia. De esta manera, ayudados sobrenaturalmente, obedeceremos fácil, generosa y simplemente, con prontitud y gozo. «Sin vacilación –dice san Benito–, sin tardanza, sin tibieza, sin murmuración y sin réplica que indique resistencia en el que obedece» (RB 5). Atendamos bien a todas estas cualidades del acto de obediencia. Nuestro bienaventurado Padre quiere que obedezcamos de «buen grado», y añade con san Pablo: «Dios ama al que da con alegría » (2 Cor 9,7; RB 5).
Aun cuando veamos a Cristo en la persona del superior, podrá suceder que nuestro temperamento no concuerde con el suyo, que sean dispares nuestros caracteres. Y el resultado será una obediencia laboriosa, y esto por toda la vida. Sólo con el amor de Dios podremos entonces superar todas las dificultades; sin él correríamos peligro de desfallecer alguna vez, con notable quebranto de nuestra alma.
Porque hay muchas maneras de dejar decaer el espíritu de obediencia e incluso de apartarse de él.
El alma obediente, tal como la concibe san Benito, es sencilla, franca y leal con el superior, como un hijo con su padre, al exponer sus necesidades y sus aspiraciones. Valerse ante él de astucias y sutilezas, obrar con reticencias, engañar al superior para arrancarle un permiso, aun con pretexto de un bien espiritual, se opone al espíritu de sumisión, que exige el gran Patriarca, y es, en sentir de san Bernardo, «engañarnos a nosotros mismos». [«Aquel que ostensible u ocultamente se esfuerza en que el Padre espiritual le mande lo que él desea, se engaña cuando se forja la ilusión de ser obediente, porque más que obedecer él al superior, es el superior quien obedece a él». San Bernardo, Sermón sobre las tres órdenes de la Iglesia, P. L. t. CLXXXIII, 636].
Para algunos el peligro está en sustraerse a la vida común, en evitar las molestias de una mutua convivencia, en vivir prácticamente como si el superior no existiese, aparentando, a veces, con esto asegurar mejor la unión con Dios; pero no hay en ello más que un engaño e ilusión peligrosa, bien contraria por cierto a nuestra vocación y a lo que nos impone la santa Regla: «Desean que un abad les presida» (RB 5). San Benito no emplea esta palabra «desean» sin más ni más; al contrario, podemos estar ciertos de que lo hace deliberadamente, como cuando dice que el monje «debe vivir según la voluntad de otros» (RB 5).
Tal es el espíritu que debe animarnos, porque tal es la Regla que hemos jurado observar «hasta la muerte». Por tanto, en nuestros trabajos y ocupaciones, en nuestras empresas debemos someternos siempre a la dirección del superior. Esto es lo que pretende el santo Legislador: que en nuestra vida todo, sin excepción, lleve el sello de la obediencia (cfr. RB 49, 67); de ahí se deriva nuestra grandeza y seguridad. De lo contrario, el día del juicio nos encontraremos con las manos vacías, porque habiendo cumplido nuestros deseos y satisfecho nuestro querer, ya estaremos recompensados con esa vana satisfacción del amor propio: «recibieron su recompensa; los vanos recompensa huera» (cfr. Mt 6,5). «La propia voluntad no reporta a la vida espiritual más que una eterna indigencia» [Santa Matilde, El libro de la gracia especial, IV parte, c. 19, De cuán útil sea quebrantar la propia voluntad].
Hay otros que se atrincheran voluntariamente dentro de un cerco de espinas que el superior dificultosamente puede atravesar. Por amor de la paz no se atreve a mandarles determinado trabajo e imponerles tal o cual obligación: no se resistirían abiertamente, pero al menos no se puede contar con ellos. Les falta aquella flexibilidad espiritual esencial a la obediencia; y esta actitud proviene a menudo de la falta de fe. Estas almas no están prácticamente convencidas de que lo importante en la obediencia no es tanto la obra material como el motivo por que se cumple; o sea, la sumisión de nosotros mismos a Dios para agradarle. Se persuaden que las obras a las que limitan sus preferencias son más importantes que las demás, cuando, en realidad, todo debe medirse a los ojos de Dios, sabiduría eterna, según la obediencia y el amor de que va animado.
Semejante estado es sumamente perjudicial para las almas, porque dejan prácticamente de avanzar por el camino por el cual se vuelve a Dios. Ni son arrastradas por la corriente de la divina gracia, ni por el ímpetu del río divino: se solazan en la orilla, y no llegan al puerto sino con harta fatiga si es que consiguen llegar. Acostumbrarse a ser poco accesible, hasta el punto de que el superior no se sienta libre de expresar su voluntad, es faltar a la palabra empeñada, es una deslealtad: ni más ni menos que aquella «laxitud de la desobediencia» (RB, pról.), de que habla nuestro bienaventurado Padre en el Prólogo.
«Dejad la voluntad propia –dice el venerable Blosio– y obedeced a Dios con humilde sumisión; mejor es arrancar ortigas y malas hierbas con sencilla obediencia, que ensimismarse en la alta contemplación de sublimes misterios, por propia elección, porque el sacrificio más agradable a Dios es la abnegación de la voluntad propia. Quien resiste a los superiores y no les quiere obedecer, se priva de gracias celestiales; y si no cambia, no agrada al Señor» [El paraíso del alma fiel. Obras espirituales].
Cierto que una total sumisión importa grandes sacrificios. Empero, titubear en la obediencia es vacilar delante del único bien que perseguimos al venir al monasterio, lo que equivale a decir a Dios: «No te amo lo suficiente para arrostrar este sacrificio, para rendirte este homenaje». ¿Acaso eran éstos nuestros sentimientos el día de la profesión religiosa?
Vigilemos, pues, para proceder en esta materia con gran delicadeza de espíritu, pues no de sopetón, sino por actos repetidos, es como se llega a este estado peligroso en el cual se vive prácticamente fuera de la obediencia.
Es también de suma importancia evitar la murmuración, aun la interior; pues es otro de los grandes peligros de la vida monástica, y san Benito lo combate siempre con gran energía. Es de admirar que el bienaventurado Padre, tan indulgente a veces con ciertas debilidades humanas, es inflexible tratándose de la murmuración y desobediencia: es que su alma, inundada de luz divina, obraba conforme al ejemplo de Dios.
Examinemos las santas Escrituras y veremos cómo Dios aprecia las faltas. David, después de tantos beneficios recibidos, cae en los pecados de homicidio y adulterio. El Señor le envía al profeta Natán para describirle la enormidad de su crimen. Y David, lleno de arrepentimiento, exclama: «He pecado contra el Señor». Al instante replica el Profeta: «El señor te ha perdonado: no morirás, pero dejará de existir el infante que nació de tu pecado» (2 Re 12,13-14). Grande fue la expiación impuesta, pero al menos David recibía la seguridad del perdón de su pecado a pesar de su enormidad.
Notemos ahora otro hecho acaecido algunos años antes. Saúl, rey de Israel, escogido por el mismo Dios, es bueno, casto y sencillo, pero aferrado a su propio juicio. Dios le manda guerrear contra los amalecitas y exterminarlos sin excepción; pero Saúl perdona a su rey y se reserva lo mejor del botín, con la sana intención de ofrecerlo en sacrificio al Señor.
Pero, ¿cómo se comporta Dios en esta ocasión? Desecha a Saúl, a pesar de que el rey se arrepentía de lo hecho: «El Señor – declaró Samuel a Saúl– no se complace en el holocausto, sino en la obediencia a su palabra: vale más ésta que las víctimas. Tan culpable es la rebelión como la adivinación, y la desobediencia ofende a Dios tanto como la idolatría. Porque tú has desatendido las palabras del Señor, Él te desecha, y ya no podrás reinar más». Saúl prorrumpe, como lo hará más tarde David, en un ¡ay! de arrepentimiento: «He pecado: perdóname». Mas en vano; es rechazado para siempre, porque Dios detesta la desobediencia, aun cuando parezca justificada por buenas razones: «Es mejor la obediencia que las víctimas» (1 Sam 15,22).
He aquí por qué nuestro bienaventurado Padre condena con tanta energía toda desobediencia; he aquí por qué condena tan severamente la murmuración, que es la carcoma que corroe en su misma raíz el espíritu de obediencia e imposibilita toda verdadera sumisión. Oigamos estas gravísimas palabras: «Si el monje obedece de mala gana y murmurando, no ya con palabras, sino allá en el corazón, aunque cumpla lo mandado, su obediencia no será grata a Dios, el cual ve el corazón del que murmura; por esta, lejos de conseguir gracia alguna, se hace acreedor a la pena de los murmuradores, si no se enmienda y satisface» (RB 5).
Esta es la doctrina explícita de san Benito; doctrina perfectamente justa, porque, en efecto, la murmuración es como una compensación con que uno se resarce de una obediencia, que prácticamente no puede rehuir. Se cumple materialmente la orden; pero lo esencial de la obediencia, que consiste en la amorosa sumisión de nosotros mismos, está ausente de nuestra alma. La murmuración es una resistencia del alma, que se manifiesta las más de las veces con palabras, criticando las órdenes recibidas o juzgándolas injustas e inoportunas.
Nuestro bienaventurado Padre llama a la murmuración «un mal» (RB 34), en contraposición al «bien de la obediencia» (RB 71). ¿Y por qué es un mal? Porque aparta al alma, si no de la observancia externa, al menos de la interna sumisión del corazón, que es esencial a la obediencia perfecta; de aquí que la aleja del camino que conduce a Dios: «Seguros de que por este camino de la obediencia llegarán a Dios»; la aparta de Dios, su Bien supremo, al apartarla de la autoridad que lo representa.
Es táctica del demonio inspirar la duda de la legitimidad de las órdenes prescritas, y en cuanto ha logrado introducirla en el alma esta duda ya tiene ganada la partida: así fue la primera caída y todas las que la han seguido. Aun cuando uno murmure sin acritud, tal vez sólo para tomar nota, objetivamente, de las equivocaciones, debilidades y faltas de la autoridad, puede causarse un gran daño a sí mismo. También se puede perjudicar a las almas. A veces, en efecto, no guarda uno para sí mismo su murmuración. Convirtiéndose en agente del demonio, repite las insinuaciones de la serpiente; con hálito pestífero marchita el frescor del «amor humilde y sincero hacia la autoridad» que san Benito exige del monje que quiere vivir de su espíritu. Este poder de comunicarse que tiene el mal de la murmuración, lo convierte en particularmente temible; es semejante a un microbio, que, transmitiéndose de unos a otros, acaba por inficionar a toda la comunidad.
Observemos, sin embargo, que para propagarse necesita un terreno propicio; de otra suerte queda aislado. Directamente el superior no puede impedir la maledicencia: es a los súbditos a quienes toca defenderse de la intoxicación. Si el que murmura no encuentra oídos complacientes que le escuchen, fracasa en sus propósitos y debe encerrar su murmuración dentro de sí mismo; lo que no deja de ser un peligro para su alma, ya que obrará como un verdadero corrosivo de la vida interior.
[«El desobediente –decía el Padre eterno a santa Catalina– es juguete del amor propio. Su fe muerta no ilumina bastante la mirada de su inteligencia, que se detiene con complacencia en la satisfacción de la propia voluntad y en las cosas de la tierra… Como obedecer le parece costoso, decídese a desobedecer, creyendo que con ello se evita las molestias. Mas he aquí que la carga se le hace más pesada, porque a la postre le es necesario someterse, o de grado o por fuerza. ¡Cuánto más dulce para tal, y más fácil le hubiera sido la obediencia aceptada por amor!» Diálogo. De la obediencia, c. VIII].
¿De dónde proviene ese mal de la murmuración? Casi siempre de la falta de fe. Se ve en el superior al hombre, no a Jesucristo; cuando la fe no oculta las flaquezas, se juzgan los mandatos porque se juzga al hombre. Y, ayudada por el hábito, la murmuración no respeta nada: ni hombres, ni instituciones, ni costumbres, ni obras; nada se sustrae a su crítica. Aunque el superior fuese un arcángel, no faltarían pretextos para criticar sus órdenes. Observemos cómo se comportan los judíos con Jesucristo. Nuestro adorable Salvador era la perfección misma; y no obstante se le criticaba en lo que decía y obraba. Si curaba en sábado, aquellos hombres llenos de un celo áspero, y creyéndose custodios de la ley, murmuraban (Jn 5,16). Le critican por comer con los publicanos (Mt 9,11) y hospedarse en casa de Zaqueo (Lc 19,7). Si perdona los pecados, se escandalizan (Lc 5,21). Si les revela los secretos de su amor, anunciando la Eucaristía (Jn 6,53), le abandonan.
El mismo Jesús hace observar que en todo encuentran reparos: «¿A quién compararé esta generación? Vino el Bautista, que no comía ni bebía, y dicen de él que está poseído del demonio. Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe como los demás hombres, y dicen: He aquí un hombre bebedor y amigo de la buena mesa, que se acompaña de publicanos y gentes de mala vida» (Mt 11,8-19).
Guardémonos, pues, cuidadosamente de toda murmuración, como advierte con tanta insistencia y gravedad nuestro Padre san Benito; porque es el defecto más contrario al espíritu y a la letra de la Regla: «Ante todo, no asome en el monasterio el mal de la murmuración, ni de palabra, ni con la señal más insignificante por ningún motivo» [Ante omnia ne murmurationis malum pro qualicumque causa, in aliquo qualicumque verbo vel significatione appareat. RB 34. «La paz del monasterio es, a los ojos de san Benito, un bien que ha de preferirse a todos los demás» (Abad de Solesmes, Commentaire sur la Règle de saint Benoît, pág. 287)].
Sin embargo, sepamos distinguir el lamento, de la murmuración: lejos de ser el lamento una imperfección, muchas veces puede constituir incluso una oración. Jesucristo en la cruz, con ser modelo de toda santidad, se queja de que el Padre le ha abandonado. ¿Cómo podremos discernir estas dos facetas? La murmuración implica evidentemente un sentimiento de oposición, de malevolencia (al menos pasajera) de la voluntad; pero procede formalmente de la inteligencia; es un pecado que proviene del espíritu de resistencia; y el lamento, cuando es puro, viene del corazón; es un grito del alma lacerada, que siente el dolor, si bien lo acepta con resignación y amor.
Podemos sentir las dificultades de la obediencia, y hasta experimentar sentimientos de repugnancia; esto puede ocurrir incluso al alma más perfecta; en ello no hay imperfección si la voluntad no consiente en estos movimientos de rebeldía que a veces asaltan a la naturaleza sensible. Esta turbación la sintió el mismo Señor: «Empezó a entristecerse y angustiarse». Mas en estos momentos angustiosos, El, que es nuestro modelo, decía: «Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz» (Mt 26,29). ¡Qué lamento salido de la boca de un Dios, delante de la obediencia más terrible que jamás se ha impuesto al hombre!, Pero también este grito de la sensibilidad excitada es seguido de otro no menos profundo, de un total abandono a la voluntad divina: «Sin embargo, no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú».
En la murmuración hay, en cambio, una total ausencia de amor; por esto «aparta de Dios»; destruye precisamente aquello que el santo Patriarca quiere establecer en nosotros: el amen de todos los momentos, el fíat amoroso, que fluye más del corazón que de los labios: en una palabra, la perfecta y constante sumisión de todo nuestro ser a la voluntad divina, por amor de Cristo.