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3. Mortificaciones anejas a la vida común y a la práctica de los votos

Después de las penitencias ordenadas por la Iglesia vienen las que van anejas al estado monástico, y en primer término la vida común. Por dulcificada que la haga la caridad fraterna, por ferviente que sea la dilección mutua, la vida común exige todavía no pocos sufrimientos. Nos amamos, en verdad, mutuamente; hay sincero afecto entre nosotros, y, no obstante, sin quererlo, y aun sin saberlo, nos lastimamos mutuamente: es algo inherente a la condición de nuestra pobre naturaleza. Después del pecado, observa san Agustín, somos «hombres sujetos a la muerte, enfermos, frágiles, que llevamos vasos de barro en nuestras manos y que nos causamos mutuas molestias» [Sermo 10 de Verbis Domini. P. L. XXXVIII, Sermón 69].
En la vida de los santos encontramos muchas veces estas desavenencias, altercados y discordias que proceden del temperamento, carácter, idiosincrasia, educación y modo de juzgar las cosas. Aun cuando todos los moradores de los monasterios fuesen santos, sin embargo mucho tendrían que sufrir a causa de la vida común; y es tanto más intenso este sufrir cuanto más aguda es la inteligencia y más delicada el alma. No hay comunidad de ninguna orden, por fervorosa que sea, que pueda sustraerse a esta ley, como tampoco los mismos santos pudieron sustraerse.
Observemos a los Apóstoles. ¿No estuvieron en la mejor de las escuelas? Durante tres años convivieron con Cristo, oyeron su doctrina, recibieron el influjo directo de su gracia. ¿Y qué nos dice de ellos el Evangelio? «Dos de ellos reclaman un puesto especial en el reino de los cielos, con exclusión de los otros» (Mt 20,20-24; Mc 10,35-45). Antes de la última cena discuten entre sí para saber quién tendrá preeminencia, hasta el punto de verse Jesús obligado a reprenderlos (Lc 22,24-28). Más tarde se promueve discusión entre san Pedro y san Pablo. San Bernabé, que durante mucho tiempo es compañero inseparable de san Pablo en sus correrías apostólicas, se separa de él porque tiene distintos criterios. San Jerónimo y san Agustín tienen también sus diferencias, como san Carlos Borromeo y san Felipe Neri.
Así, pues, la naturaleza adolece de tales pequeñeces y deficiencias, que hasta las almas que buscan sinceramente a Dios y le aman entrañablemente, mutuamente son causa de pequeñas molestias; y esto pasa en todos los climas, en todas las latitudes, en todas las comunidades del mundo. Soportar todos los días estas asperezas con paciencia y caridad, sin quejarse, constituye una verdadera mortificación.
El santo Patriarca, que conocía tan bien el corazón humano, que sabía cómo la naturaleza humana tiene, aun en los mejores, sus flaquezas y miserias, insiste en el deber de «soportarse pacientemente las flaquezas físicas y morales» (RB 82). Cuando surgen estas pequeñas desavenencias que él llama oportunamente «espinas de escándalo» (RB 13), quiere que se efectúe la reconciliación antes de anochecer «para que no quede resentimiento alguno» [Ibid., cap. 4].
Este pensamiento se inspira en san Pablo, Ef 4,26] e introduce, por esta causa, una práctica litúrgica, muy en consonancia con el Evangelio. Prescribe que el abad recite cada día públicamente, en Laudes y Vísperas, el Pater noster, en nombre de la familia monástica (RB 13), para que pidiendo al Padre celestial el perdón de nuestras culpas, nos obliguemos a perdonar las de nuestros hermanos.
Tan verdad es que la vida común es, por nuestra natural flaqueza, fuente continua de rozamientos; pero para las almas que sirven a Dios «es un medio de ejercitar la caridad siempre y sin descanso». «Si bien la carne débil sufre, tendrá su linimento en la inagotable caridad» [San Agustín, o. c.]
A las mortificaciones ocasionadas por la vida común, que provienen de nuestro régimen social, se agregan las de los votos con su objeto preciso y su carácter de contrato entre nosotros y Dios. La fidelidad constante a nuestros compromisos constituye ya una verdadera mortificación; somos naturalmente inclinados a la independencia, amigos de la libertad, apasionados por la vanidad. Verdad es que las almas fieles observan sus votos con alegría, con fervor, con amor; pero esto no es obstáculo para que su observancia sea naturalmente una inmolación.
Contemplemos de nuevo al divino Salvador en la pasión. Sabemos que la aceptó por amor al Padre, con inmenso amor: «para que sepa el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31). Pero este amor, ¿le impidió sufrir? Ciertamente que no. Ningún sufrimiento es comparable al suyo, aceptado por Él ya al entrar en este mundo. Fueron tales sus angustias, que se vio precisado a exclamar: «Padre, aparta de mí este cáliz; ya que todo lo puedes; con todo, hágase tu voluntad, y no la mía» (Mt 24,39). El amor al Padre prevaleció sobre las repugnancias de su naturaleza sensible: no obstante, Jesucristo sufre una espantosa agonía, unos dolores indecibles. Su alma, dice el Salmista, está saturada por la intensidad del sufrir (Sal 21,15). Mas porque el amor le retuvo clavado en la cruz, dio a su Padre una gloria infinita, digna de las divinas perfecciones.
Nosotros también nos enclavamos voluntariamente en la cruz por nuestra profesión; lo hicimos por amor; y si permanecemos fieles en la inmolación es igualmente por amor. Pero esto no obsta para que la naturaleza sienta la agudeza del dolor. Mas se dirá, ¿no es el monasterio la antecámara del cielo? Sin duda alguna; pero guardar una larga espera, y esto en medio de la monotonía y las contrariedades, puede resultar harto pesado y requerir, para ser soportado, una gran dosis de paciencia.
Debemos, no obstante, estar a pie quedo y armados de paciencia hasta que suene la hora de Dios: «Obra varonilmente y espera en el Señor» (Sal 26,14). Nunca Dios está más cerca que cuando hace sentir su cruz sobre nuestros hombros; y es entonces cuando nosotros tributamos al Padre la gloria que le reporta nuestra paciencia: «Mediante la paciencia dan fruto sazonado» (Lc 8,25).
No es de extrañar que, habiendo sido instituidos los votos para procurar la práctica de las virtudes correspondientes, exijan en sumo grado una renuncia muy austera. Hay almas que después de cierto tiempo toleran el yugo de la obediencia y soportan la estabilidad: es una postura a la que se han acostumbrado y un hábito que han adquirido. Las tales almas acaso observan estrictamente el voto, pero la virtud está ausente de ellas, o está muy debilitada. Semejante disposición es muy pobre en amor de Dios. Esforcémonos, por el contrario, en practicar por amor en toda su extensión y con toda perfección la virtud que sirve de estímulo al voto. Este amor resolverá todas las dificultades que puedan presentarse en nuestra vida, afrontando todas las renuncias a que la profesión nos obliga.
Dificultades y contratiempos los encontraremos siempre y en todo lugar en donde vivamos; es imposible sustraernos a ellos, por cuanto dependen más de la condición humana que de las circunstancias. Nuestro bienaventurado padre san Benito, que es el más discreto legislador monástico, nos lo advierte: por más que no quiere establecer en su Regla «nada áspero ni duro en demasía» (RB, pról.), manda al maestro de novicios que exponga al postulante «las durezas y asperidades» (RB 58) que la naturaleza caída encuentra forzosamente en el camino que lleva a Dios. Pero, añade con san Pablo, que «el amor todo lo soporta» (RB 7): «¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo?»… «Por ti somos entregados cada día en manos de la muerte» (Rom 8,35-36; RB 7). Por ti, Dios mío, por demostrarte mi amor es por lo que todos los días renuncio a mí mismo.
Si de veras amamos a Jesucristo no rehuiremos las dificultades y sufrimientos que se presentan en la práctica fiel de los votos, en la observancia de la vida monástica: las abrazaremos, como nuestro divino Jefe se abrazó a la cruz cuando le fue presentada. Unos llevan una cruz más pesada que otros, pero el amor nos hace capaces de llevarla por pesada que sea, y la unción de la divina gracia nos apega a ella para no abandonarla; acaba uno por aficionarse a ella, considerándola como un medio de testimoniar continuamente nuestro amor: «Las muchas aguas no pudieron apagar la caridad» (Cant 8,7).
Un monje que por amor a Jesucristo, al cual se consagró para siempre el día de su profesión, permaneciera constantemente fiel a sus promesas; que viviera el espíritu de pobreza; que desechara las afecciones demasiado humanas y naturales y pasara toda la vida obedeciendo a la Regla y a los que para él representan a Cristo; que tolerase sin murmurar el peso del día y la monotonía de la vida regular, este monje daría a Dios pruebas incesantes de amor y encontraría perfectamente a Dios, porque habría superado todos los obstáculos a la perfecta unión con Él. Pero que se nos muestre un monje semejante, para que podamos admirar en él una virtud que ha llegado a las más altas cumbres: «¿Quién es él y le alabaremos? Pues obró prodigios en su vida» (Eclo 31,9).