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2. También para el monje la obediencia es el camino que le lleva a Dios

Si esto es tan cierto respecto del cristiano, a fortiori lo será para el monje. Jesucristo devuelve la humanidad al Padre por su obediencia; todo hombre debe unirse a Cristo obediente para encontrar a Dios. En esto, como en lo demás, Cristo no quiere obrar separadamente de su cuerpo místico; el cristiano debe participar de la obediencia y aceptarla en unión con su cabeza divina.
Tal es la doctrina de nuestro santo Legislador, que es la misma de Jesucristo y de san Pablo. Sus palabras son un eco fiel del Evangelio y de las enseñanzas del gran Apóstol. Desde el principio del Prólogo nos señala la meta: «volver a Dios». Nos indica también el medio: «por la obediencia», ya que por el vicio contrario nos habíamos alejado de Él. «A ti, pues –añade–, se dirige mi palabra, cualquiera que seas, que renunciando a tu propia voluntad por servir a Jesucristo, verdadero Rey y Señor, empuñas las fortísimas y brillantes armas de la obediencia». San Benito no conoce más camino para ir a Dios que la unión con Jesucristo por la obediencia: «Estén los hermanos seguros de que por esta vía de la obediencia llegarán a Dios» (RB 71).
El primer objeto de la obediencia es la ley natural y la cristiana. Antes que monjes debemos ser hombres morales y cristianos perfectos. Como los simples fieles, nos sometemos a Cristo en la persona de la Iglesia. Pero nuestra sumisión va más allá. La obediencia del cristiano, aun imponiéndole sacrificios y deberes, le permite libremente disponer de su fortuna, ocupaciones, tiempo y actividades; sus obligaciones se limitan a la observancia del Decálogo y de los preceptos de la Iglesia, y a los deberes de su estado; Dios no le exige más a cambio de la gloria eterna: «Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos» (Mt 19,17).
Pero hay almas «que ninguna cosa aman tanto como a Jesucristo» (RB 5), que se sienten llamadas por el amor a seguir más de cerca a Cristo para participar más íntimamente de su vida de obediencia, y ponen en práctica su consejo: «Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes; ven y sígueme» (Mt 19,21). Una luz más radiante las ilumina para mejor entender los divinos atributos, la excelencia de una vida perfecta, la completa imitación de Cristo. «Por amor de Dios» (RB 7) por reportarle mayor gloria, quieren ligarse con una obediencia más estricta que la que obliga al simple fiel. Una infalible intuición sobrenatural les ha revelado que encontrarán para sí mayor santidad, mayor adoración y amor para Dios.
Con la profesión el monje se entrega totalmente a Jesucristo; no quiere que entre ambos haya el menor obstáculo que pueda menoscabar esta unión; quiere entregarle toda su persona y todos los detalles de su vida porque aspira a que su adoración y amor sean perfectos. Mientras mantengamos la ciudadela de la voluntad propia, no lo hemos dado todo a Dios; no podemos decir con verdad a nuestro Señor: «He aquí que todo lo hemos abandonado por seguirte» (Mt 19,27). Mas cuando nos damos enteramente por la obediencia, verificamos un acto supremo de adoración y amor a Dios. Hay, en efecto, en nosotros algo que es sagrado, aun para Dios. Dios dispone de nuestros bienes, de los seres que apreciamos, de nuestra salud, de nuestra existencia; es dueño absoluto de la vida y de la muerte; pero hay una cosa que respeta: nuestra libertad. Desea infinitamente comunicarse a nosotros, empero la acción de su gracia la subordina a nuestro consentimiento: tan cierto es que nuestra libertad es soberana y nuestro más preciado tesoro.
Ahora bien: en la profesión religiosa, postrados ante el altar, le ofrecemos lo más estimable que tenemos y lo inmolamos por amor de Dios, este Isaac de nuestro corazón, que es la libertad, y con ella le damos el dominio pleno de nuestro ser y de nuestra actividad. No pudiendo inmolarnos por el martirio, que no está a nuestro alcance, lo hacemos en cuanto depende de nosotros por el voto de obediencia.
El sacrificio es inmenso y extraordinariamente agradable a Dios. «Dejar el mundo y renunciar a los bienes exteriores –dice el gran monje san Gregorio– es tal vez una cosa fácil; pero renunciarse a sí mismo, inmolar lo que se tiene en más estima, la libertad, es un sacrificio mucho más arduo. Abandonar lo que uno tiene es poco, pero dejar lo que uno es constituye la donación suprema».
[«A veces no es muy costoso para el hombre el renunciar a lo suyo; pero lo es, y mucho más, renunciar a sí mismo. Ciertamente, es cosa pequeña sacrificar lo que tenemos, pero es cosa muy grande sacrificar lo que somos». Homil. 32 sobre el Evang. P. L. LXXVI, 1233. Cfr. santa Matilde, Libro de la gracia especial, IV parte, c. 18. De cómo estrecha el Señor entre sus brazos a los que se consagran a la obediencia].
Sin esta donación, el sacrificio sería incompleto. «No lo abandona todo –decía otro gran monje– el que a sí mismo no se entrega; antes de nada le sirve dejarlo todo si se reserva a sí mismo» [San Pedro Damiano, In natale S. Benedicti, P. L. CXLIV, 549].