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1. Qué es la paz: la tranquilidad en el orden

¿Qué es, pues, la paz? No se trata aquí de la paz exterior, que se obtiene con la soledad y el silencio. Ciertamente ésta es importantísima, porque el silencio y el recogimiento ayudan a concentrarse para dirigirse a Dios; pero sería inútil intentarlo si anda la imaginación divagando o el corazón inquieto y turbado. De esta paz interior es precisamente de lo que nos proponemos ocuparnos. ¿En qué consiste? Sabida es de todos la definición que de ella da san Agustín: «La paz – dice– es la tranquilidad en el orden» [La ciudad de Dios, l. XIX, c. 13. P. L., XLI, col. 640].
Para comprender la fuerza de esta sentencia, recordemos la creación de Adán, formado por Dios, perfecto según la naturaleza: «Dios hizo al hombre recto» (Ecl 7,29); añadiéndole, además, la gracia santificante y la justicia original. Todas sus facultades eran perfectas y armónicamente organizadas. En su naturaleza virgen había una completa subordinación de las potencias inferiores a la razón, de ésta a la fe y de todo el ser a Dios: armonía que era como la irradiación divina de la justicia original. Como el orden era perfecto en esta criatura, había una concordia completa entre todas las facultades, cada una de las cuales descansaba en su objeto, de lo cual provenía una paz inalterable. «La paz es resultado –dice santo Tomás– de la unión de los diversos apetitos, que tienden a un solo objeto» [II-II, q. 29, a. 1].
Pero sobrevino el pecado, y este orden admirable se trastocó; ya no hay unión de los diversos apetitos, por el contrario, tendencias diversas y contrarias, que se combaten mutuamente: la carne conspira contra el espíritu, y éste contra la carne: de aquí la turbación [Ibid., a. 1 y 2].
Para recobrar la paz, menester es desde entonces reducir al orden y a la unidad los deseos, de modo que los sentimientos sean dominados por la razón y ésta se someta a Dios. Mientras no se restablezca este orden no habrá paz en el corazón. «Nos has creado, Señor, para ti –dice san Agustín–, y nuestro corazón estará inquieto mientras no repose en ti» [Confes., l. I, c. 1. P. L., XXXII, col. 661].
Pero, ¿cómo reposaremos en Dios, si somos sus enemigos por el pecado? A consecuencia del pecado –el de Adán y los nuestros–, Dios nos rechaza; no podemos acercarnos a Él, porque nos separa un abismo. Así, pues, ¿habrá sido siempre arrebatada la paz a la pobre humanidad, y serán vanas las afirmaciones del hombre para conseguir el bien perdido? No; el orden será restablecido, la paz nos será devuelta; y ya sabéis de qué modo tan admirable. Encontraremos lo uno y lo otro en Cristo y por Cristo. «Oh Dios –decimos en una oración de la misa–, que has creado al hombre de un modo admirable, y después del pecado lo has renovado de forma aún más maravillosa». Esta maravilla consiste en haberse hecho carne el Verbo, tomando sobre sí el pecado para ofrecer al Padre una digna expiación del mismo, y en habernos devuelto así la amistad de Dios, donándonos, para conservarla, sus méritos infinitos.
San Pablo escribía a los de Éfeso: «Estabais alejados de Dios; mas ahora os acercasteis a Él por la sangre de Cristo, que es vuestra paz» (Ef 2,13-14). «Dios nos reconcilió consigo por mediación de Jesucristo –dice también el Apóstol–, porque en Jesucristo se reconcilió Él con el mundo, dejando de imputar a los hombres sus pecados» (2 Cor 5,18-19). «Cristo es la hostia santa, sumamente agradable a Dios, que nos valió el perdón» (Ef 4,32). Como dice muy bien el Salmista: en Él «se reconciliaron la justicia y la paz» (Sal 84,11).
Jesús es «el príncipe de la paz» (Is 9,6), que vino a combatir al príncipe de las tinieblas y desbaratar su dominio, para concertar la paz entre Dios y los hombres. Y este rey pacifico es tan magnánimo en su victoria que nos hace partícipes de sus méritos, para que conservemos siempre la paz adquirida con su sangre. Anunciando la venida del Mesías, el Salmista da como señal característica el que la justicia y la paz aparecerán el día de su visita y permanecerán mientras duren los astros: «Florezca en sus días la justicia, y haya mucha paz mientras dure la luna» (Sal 71,7).
En los días siguientes a su Resurrección, Jesús en todas sus apariciones da la paz a los Apóstoles. Su pasión todo lo ha expiado y saldado, y por eso de sus labios no sale ahora más que el augurio de una paz reconquistada por su gracia (Lc 24,37; Jn 20, 19. 26). ¿No es significativo el que exprese un mismo deseo en los momentos extremos de su vida acá en la tierra, al comenzar su misión salvadora y al inaugurar, después de cumplida ésta, su vida gloriosa: «La paz sea con vosotros» ?
Ved a san Pablo. Torturado por la lucha interior de la carne contra el espíritu, exclama: «¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?». Y se responde a sí propio: «La gracia de Dios por medio de Jesucristo». Porque, añade, «Cristo con su muerte nos libró de toda condenación»: su gracia nos hace vivir, no según los deseos de la carne, sino según los del espíritu; y concluye: «Los deseos y afectos de la carne producen la muerte, y los del espíritu, la vida y la paz» (Rom 7,24-25; 8,1-6).
Por lo tanto, en la gracia de Jesucristo encontraremos el principio del que se origina la paz; ella nos hace agradables a Dios y nos da su amistad; nos hace ver en los demás hombres otros tantos hermanos, calma nuestras perversas inclinaciones y nos hace vivir según la ley divina.
Empero esta gracia no nos viene sino de Jesucristo, pues éste es el orden divino y esencial. Jesucristo fue constituido Rey sobre Sión. Es Rey por derecho de conquista, porque aceptó la muerte para retornar las almas al Padre; es «Rey pacífico, que muestra su magnificencia» [Antífona de las I Vísperas de Navidad] «bajando del cielo a la tierra para traernos el perdón; a Él confirió todo poder el Padre» (Mt 28,18); «el Padre todo lo ha puesto en sus manos» (Jn 3,35) para que sea nuestra justicia, nuestra santificación, nuestra redención y, por ello, nuestra paz: «Él es nuestra paz» (Ef 2,14).
Tal es, pues, el orden admirable establecido por Dios: Cristo, como cabeza de todos los elegidos, es, para cada uno de ellos, fuente de la gracia, causa de la paz. Fuera de este orden todo es desorden, inseguridad para las almas. Los que rechazan a Dios, los que son llamados por la Escritura «impíos», éstos no pueden encontrar la paz: «No hay paz para los impíos» (Is 48,22; 57, 21).
Pueden, indudablemente, satisfacer ciertos deseos; pueden ver saciada hasta cierto punto su sed de placeres, de honores, de ambición; empero, como dice santo Tomás [II-II, q. 29, a. 2 ad 3], eso no causa más que una paz falsa y aparente; estos impíos desconocen el verdadero bien del hombre; ponen la satisfacción de sus deseos en bienes aparentes, relativos y pasajeros; pueden parecer satisfechos, pero en realidad nunca lo están: su corazón permanece vacío, aun después de agotar todas las fuentes de gozo natural que proporciona la criatura, porque las aspiraciones profundas del corazón exceden a todos los bienes sensibles. Es inútil cuanto hagamos: nuestro corazón fue creado para Dios; es éste uno de los principios del orden: el corazón humano tiene una capacidad infinita y ninguna criatura puede llenarlo completamente; fuera de Dios encontramos solamente una paz efímera e ilusoria; inútilmente se afana el corazón corriendo tras las cosas creadas.
«¿Por qué –dice san Agustín– corréis por caminos ásperos y fatigosos? No hay duda que buscáis el reposo, pero lo buscáis donde no se encuentra; lo buscáis en la mansión de la muerte y no está allí. ¿Cómo hallaréis vida feliz donde no se encuentra la verdadera vida?» Y concluye diciendo: «Aquel que es la vida, nuestra vida, descendió a nosotros» [Confes., l. IV, c. 12. P. XXXII, 701]. Solamente en Jesucristo se encuentra el principio de la vida, la fuente de la paz (RB 58).
Para gozar de verdadera paz es, pues, necesario, no sólo «buscar a Dios», sino buscarle como Él quiere, esto es, en Cristo. Tal es el orden fundamental establecido por el mismo Dios, según el beneplácito de su voluntad soberana: «Para manifestarnos el arcano de su voluntad, fundada en su mero beneplácito, por el cual se propuso… restaurar todas las cosas en Cristo» (Ef 1,9-10).
Fuera de este orden fijado por la Sabiduría infinita, no podemos encontrar ni santidad ni perfección; no tenemos paz profunda ni gozo verdadero.