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4. Cristo, modelo de pobreza: carácter íntimo de su vida

Para llegar a este sumo grado de unión con Dios, debemos dejar el mundo y renunciar a toda posesión; conviene que nos mantengamos constantes en el primer fervor que nos hizo abandonarlo todo por amor de Dios. Procuremos, pues, observar íntegramente el voto de la pobreza; hagamos frecuentemente, por ejemplo, el inventario de lo que usamos, y examinemos si nos hemos aficionado a algo, si tenemos algún objeto sin permiso del abad. Si así fuese, restituyámoslo cuanto antes al uso común, «apartémoslo de nosotros» (Mt 5,29-30), porque puede ser un obstáculo a la perfección prometida. Para obrar así, es necesario un esfuerzo, un acto generoso: pero si tenemos viva fe en Cristo, esperanza sincera, amor ferviente, encontraremos en Él fuerza y generosidad, mediante la oración. Hemos hecho grandes sacrificios por darnos a Dios en la profesión monástica: no nos dejemos esclavizar por bagatelas que detienen el impulso de nuestra alma hacia Dios.
No perdamos de vista a Jesús, nuestro modelo en todo, y al que queremos seguir por amor.
Veamos lo que nos enseñó en toda su vida: se desposó, por decirlo así, con la pobreza.
Era Dios: «No usurpó el hacerse igual a Dios» (Flp 2,6): legiones de ángeles son sus servidores; con una sola palabra sacó de la nada el cielo y la tierra, adornándolos de riquezas y bellezas, que son un pálido reflejo de sus infinitas perfecciones: «¡Señor, y cuán admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2). Es tan potente y magnífico que, dice el Salmista, «le basta abrir la mano para colmar de bendiciones a todo viviente» (Sal 146,16). Y he aquí que este Dios se encarna para llevarnos a Él. ¿Qué camino sigue? El de la pobreza.
Cuando el Verbo, rey del cielo y de la tierra, vino a este mundo, quiso, en su divina sabiduría, disponer los detalles de su nacimiento, vida y muerte, de tal modo que lo que más se manifestara fuese su pobreza y desprecio de los bienes terrenales. Aun los más pobres nacen por lo menos en una casa; Él nace en un establo, sobre paja, in praesepio, pues «no había albergue para su Madre en el mesón» (Lc 11,7). En Nazaret lleva la vida de un pobre «hijo de artesano»: «¿No es por ventura éste el hijo del artesano?» (Mt 13,55). Más tarde, en su vida pública, no tiene donde reclinar su cabeza, «cuando aun las zorras tienen madrigueras donde cobijarse» (Lc 9,58).
Y en la hora de su muerte quiso ser despojado de sus vestidos y morir desnudo en la cruz, pues la túnica tejida por su Madre fue repartida entre los verdugos (Cfr. Mt 27,35); sus amigos le han abandonado; de los Apóstoles no ve junto a sí más que a san Juan. Le queda, al menos, su Madre; mas no; la cede a su discípulo: «He aquí a tu Madre» (Jn 19,27). Su desprendimiento es absoluto. Pero aún va más allá: renuncia a los goces celestiales con que el Padre inunda su Humanidad, y en total abandono, exclama: «¡Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?» (Mt 27,46). Queda solo, suspendido entre el cielo y la tierra.
He aquí el ejemplo que cubrió el mundo de monasterios y pobló los monasterios de almas enamoradas de la pobreza. Cuando se contempla a Jesús, pobre en el pesebre, en Nazaret, sobre la cruz, alargando las manos y diciéndonos: «Por ti lo he hecho», se comprenden las locuras de los amantes de la pobreza.
Tengamos, pues, los ojos fijos en el divino pobre de Belén, de Nazaret, del Gólgota, y, si sentimos las molestias de las privaciones, aceptémoslas generosamente; no las consideremos como una calamidad mundial. No olvidemos que nuestra pobreza no ha de ser convencional sino efectiva, ya que prometimos de verdad a Cristo dejarlo todo por seguirle. Sólo a este precio encontraremos en Él todas las riquezas, «pues cargó con nuestras miserias para enriquecernos –dice san Pablo– con sus perfecciones». La pobreza de su Humanidad le sirve de medio para acercarse a nosotros y para inundar nuestras almas de las riquezas de su divinidad: «Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre para que su pobreza nos enriqueciese» (2 Cor 8,9).
He aquí el admirable intercambio verificado entre nosotros y el Verbo divino: el de sus riquezas infinitas; pero sólo los pobres: Esurientes implevit bonis (Lc 1,58), y los más desprendidos son los que más reciben.
Nunca iremos demasiado lejos en este desprendimiento voluntario. Hay un aspecto de la vida interior de Cristo que san Juan pone bien de relieve y cuya imitación constituye un ejercicio de perfecta pobreza. Para comprenderlo, elevémonos a meditar el misterio de la adorable Trinidad; pero con fe y reverencia, pues estas verdades se comprenden bien sólo en la oración.
Sabemos que Dios Padre tiene un atributo propio, que es distintivo de su persona: «es un principio que no procede de otro». Esto es cierto solamente tratándose del Padre. También el Hijo es principio; lo dijo Él mismo a los judíos: «Yo que os hablo, soy el principio» (Jn 8,25); pero no lo es más que con relación a nosotros: con el Padre y el Espíritu Santo es fuente de vida para toda criatura. Pero cuando nos referimos a las tres divinas Personas, sólo el Padre es principio que no procede de otro: de Él procede el Hijo; y de ambos procede el Espíritu Santo. Es éste un atributo personal del Padre.
El Hijo, aun como Dios, lo recibió todo del Padre: «Todo cuanto me diste, de ti viene» (Jn 17,7). El hijo, mirando al Padre, puede decir que todo cuanto es, posee y sabe, todo lo recibió del Padre, porque de Él procede, sin que por esto (y en ello está un aspecto del misterio) haya entre la primera y la segunda Personas desigualdad, ni inferioridad, ni sucesión de tiempo.
Esta sublime verdad se nos ha revelado especialmente en el Evangelio de san Juan (Jn 5,7; 8,14), en el cual leemos muchas veces que el Hijo todo lo recibió del Padre. Pero en la Encarnación reviste modalidades especiales. Contemplemos unos instantes la santa humanidad de Jesucristo. Es perfecta e íntegra; no le falta nada de lo que constituye y adorna a la naturaleza humana: «Hombre perfecto» [Símbolo atanasiano].
Y no obstante no tiene personalidad propia: porque en Cristo no hay persona humana. En Él, la persona es el Verbo, y en el Verbo es donde subsiste la naturaleza humana. Aunque en sí esta Humanidad sea perfecta, y su actividad sea auténticamente humana, no es dueña de sí sino en la persona del Verbo, al cual está unida. De Él depende enteramente en una completa y absoluta subordinación; es un misterio inefable el de esta naturaleza humana subsistente en el Verbo divino.
Encontrarnos en las palabras de Jesús algunas expresiones alusivas a este misterio. El Verbo encarnado nos dice que «la doctrina que enseña no es suya, sino del Padre» (Jn 7,16); que el Hijo «nada hace ni habla más de lo que el Padre le ha enseñado» (Jn 8,28; cfr. 14,10); y puede decir con toda verdad que no «busca su gloria, sino la del que le envió» (Jn 8,28; cfr. 17,4); gloria que consiste en referirlo todo al Padre por quien fue engendrado y del cual procede: «Padre, todo lo tuyo es mío, y lo mío tuyo» (Jn 17,10). Esto, que es verdadero respecto de la humanidad de Jesucristo, también lo es en sentido muy elevado acerca de su divinidad. El Hijo no tiene nada que no lo haya recibido del Padre: procede enteramente de Él; y cuando el Padre contempla al Hijo, nada ve que no sea suyo: por lo que todo en el Hijo es divino y perfecto, y el Hijo es «objeto de todas las complacencias de su Padre» (cfr. Col 1,13).
Este aspecto, uno de los más profundos y esenciales de la vida de Jesucristo, debe presentar a nuestra pobreza un modelo que imitar. Imitemos a Cristo, no solamente como pobres materialmente, sino pobres en el espíritu; imitémosle despojándonos de cuanto nos es propio, de lo que procede de lo más profundo de nuestro ser, de nuestro propio juicio, de nuestro amor propio, de la propia voluntad, que son otras tantas formas del «vicio de la propiedad», para no tener más que los pensamientos, deseos y querer de Dios, y no obrar más que por móviles sobrenaturales. Entonces todo en nosotros procederá, por decirlo así, de Dios; Dios verá realizado el plan divino que formó acerca de nosotros desde toda la eternidad.
Si en nuestros pensamientos o acciones mezclamos algo que no venga de Dios, que venga de nosotros mismos, el pecado o la imperfección, desfiguramos en nosotros la divina imagen. Dios ve entonces en la criatura algo propio, y como es algo que no viene de Él, no vuelve, no puede volver a Él. Gran obstáculo es a la gracia celestial y a las divinas complacencias este «vicio de la propiedad» que comprende, no solamente la posesión y disposición de bienes materiales y el simple afecto a ellos, sino también el apego desordenado a lo que nos es propio en el fondo personal de nosotros mismos. Veremos más particularmente en las dos siguientes conferencias cómo por la humildad y la obediencia llegaremos a desprendernos enteramente del amor y estimación propia, de la propia voluntad; pero es oportuno presentar el vicio de la propiedad desde todos sus aspectos, ya que constituye un obstáculo radical de las comunicaciones divinas y produce numerosos frutos de pecado y de muerte.
«El orgullo –dice nuestro Señor a la beata Ángela de Foligno– no puede encontrarse más que en aquellos que poseen o creen poseer. El hombre y el ángel cayeron por el orgullo, porque creyeron que tenían algo suyo. Ni el ángel ni el hombre poseen nada suyo: todo es de Dios» [Le livre des visions, cap. 55.]
Se comprende ahora por qué san Benito, tan ilustrado en las vías divinas, quiere en sus monjes que «sea arrancado de raíz el espíritu de propiedad» (RB 33).