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San Francisco de Asís y los mendicantes

Nuevos caminos de perfección religiosa

Los monasterios primero y con ellos los conventos religiosos, más tarde, son el alma del milenio medieval cristiano, forman la trama no solo religiosa, sino también cultural de la Cristiandad, y dan forma, incluso física, a Europa y al Asia cristiana. Del viejo tronco monástico, en efecto, nacen nuevas y pujantes ramas, siempre caracterizadas por su devoción a la pobreza y a la vita apostolica.

-Los Canónigos regulares, en el siglo XI, añaden a la espiritualidad monástica el acento sacerdotal, y dan nuevo impulso a la vita communis, a la antigua y venerable vita apostolica, irradiando también a los laicos su impulso de vida perfecta.

Este movimiento tenía antiguos precedentes, como la Regla de Crodegango de Metz (755) o la Regula canonicorum de Aixla-Chapelle (816), que ya fueron configurando un ordo canonicus, como estado de perfección, diverso del ordo monasticus. «El que vive como buen laico hace bien, mejor el que es canónigo, y aún mejor el que es monje» (De vita vere apostolica III,23).

-El Císter nace en 1098 del tronco benedictino, como ya vimos, y sobre todo a partir de San Bernardo (1112) difunde con gran fuerza un modelo de vida monástica más sencilla y pobre. La carta (Apologia) que San Bernardo dirige a Guillermo de Saint Thierry, abad de Cluny, expresa bien la inspiración del Císter naciente.

-El nuevo monacato eremítico. También en esa época resurge la vita eremítica, la de los monjes solitarios, de algún modo asociados, con figuras como San Bruno de Colonia, fundador de los cartujos (+1101) o San Pedro Damián (1007-1072). Ellos reafirman el ideal de la oración continua, solus cum Solo, y logran la bienaventuranza de la aurea solitudo por una renuncia total al mundo:

«Alegráos, hermanos míos -escribe San Bruno-, por vuestro feliz destino y por la liberalidad de la gracia divina para con vosotros. Alegráos, porque habéis escapado de los múltiples peligros y naufragios de este mundo tan agitado. Alegráos, porque habéis llegado a este puerto escondido, lugar de seguridad y de calma», al que muchos no llegan, «porque a ninguno de ellos le había sido concedida esta gracia de lo alto» (Carta de S.Bruno a sus hijos 1-3). San Bruno entiende la vida de los consejos, ante todo, como un don de Dios, como una gracia especial, que abre a muchas otras gracias preciosísimas.

San Francisco de Asís

San Francisco de Asís, para vivir dentro del mundo -no fuera de él, como los monjes-, establece una Regla (1209) por la que, con sus nuevos hermanos, «quiere vivir según la forma del santo Evangelio y guardar en todo la perfección evangélica» (Leyenda de los tres compañeros 48; +1 Celano 84). La Regla, pues, está compuesta por las normas del santo Evangelio o de los Apóstoles. Y una inspiración semejante, como es sabido, sigue Santo Domingo de Guzmán (+1221) con sus hermanos de la Orden de predicadores, los dominicos.

Recordaré ahora, con brevedad, los rasgos más característicos de la pobreza, o si se quiere, de la renuncia al mundo franciscana, ejemplo precioso de la espiritualidad medieval. Pueden consultarse las obras: San Francisco de Asís. Escritos, biografías, documentos, Madrid, BAC 399,1978; I. Omaechevarría, Escritos de Santa Clara y documentos contemporáneos, ib. 314,1970; Santo Domingo de Guzmán visto por sus contemporáneos, ib. 22,1966.

Amor a las criaturas

Nunca la renuncia al mundo en el cristianismo ha venido impulsada por un dualismo ontológico, que viera el mundo creado como de suyo malo. Por el contrario, en movimientos tan netamente cristianos, tan evidentemente católicos como el franciscanismo, el amor por «la hermana madre tierra», con todas sus criaturas (Himno al hermano Sol), tiene expresiones conmovedoras.

En efecto, Francisco «en cualquier objeto admiraba al Autor, en las criaturas reconocía al Creador, se gozaba en todas las obras de las manos del Señor. Y cuanto hay de bueno le gritaba: «El que nos ha hecho es mucho mejor»... [Cita implícita de San Agustín, Confesiones I,4; II,6,12; III,6,10]. Abrazaba todas las cosas con indecible devoción afectuosa, les hablaba del Señor y les exhortaba a alabarlo. Dejaba sin apagar las luces, lámparas y velas, no queriendo extinguir con su mano la claridad que le era símbolo de la luz eterna. Caminaba con reverencia sobre las piedras, en atención a Aquél que a sí mismo se llamó Roca... Pero ¿cómo decirlo todo? Aquél que es la Fuente de toda bondad, el que será todo en todas las cosas [+1Cor 15,28], se comunicaba a nuestro Santo también en todas las cosas» (2 Celano 165).

Nadie, en efecto, ama al mundo con un amor tan grande como quien ha renunciado totalmente a él por el amor a Dios. En San Juan de la Cruz volveremos a destacar esta verdad.

Dejar el mundo y seguir a Cristo

«Si quieres ser perfecto, déjalo todo y sigue a Cristo»... La conversión de San Francisco es el paso de un amor desordenado al mundo a un enamoramiento de Dios, que ordena, intensifica y hace salvífico ese amor al mundo. Francisco, joven rico, alegre y con muchos amigos, no inicia el camino de la perfección hasta que el Señor le muestra la vanidad de todas esas cosas, y le hace ver que el camino de la perfección se inicia precisamente en venderlo todo, para después seguirle.

Y así sucedió que «en tanto que crecía en él muy viva la llama de los deseos celestiales, por el frecuente ejercicio de la oración, y que reputaba en nada -llevado de su amor a la patria del cielo- las cosas todas de la tierra, creía haber encontrado el tesoro escondido, y, cual prudente mercader, se decidía a vender todas las cosas para hacerse con la preciosa margarita [Mt 13,44-46]. Pero todavía ignoraba cómo hacerlo; lo único que vislumbraba era que el negocio espiritual exige desde el principio el desprecio del mundo, y que la milicia de Cristo debe iniciarse por la victoria de sí mismo» (Leyenda mayor 1,4). En efecto, todavía en el mundo, y todavía comerciante, «buscaba despreciar la gloria mundana y ascender gradualmente a la perfección evangélica» (1,6).

Pronto el Señor dispone la vida de Francisco de modo que pueda dejarlo todo y seguirle. Y «desembarazado ya el despreciador del mundo de la atracción de los deseos terrenos, abandona la ciudad», y sale al bosque, cantando al Señor (Leyenda menor 1,8). Inicia Francisco el camino de la perfección evangélica, soltando todos los dulces lazos del mundo, hasta entonces para él tan fascinante. «Despreciando lo mundano, marcha hacia bienes mejores» (1 Celano 8).

Primeros compañeros

En seguida Francisco comienza a recomendar la renuncia a todo y el seguimiento de Cristo. Y muy pronto, como hemos visto, se le juntan compañeros, que quieren compartir este camino. Bernardo, el primero que decide «renunciar por completo al mundo», consulta a Francisco cómo hacerlo. Abren tres veces el Evangelio, y leen: 1º, Si quieres ser perfecto, vende todo... 2º, No toméis nada para el camino... 3º, El que quiera venirse conmigo, que cargue con su cruz y me siga... «Tal es -dijo el Santo- nuestra vida y regla, y la de todos aquellos que quieran unirse a nuestra compañía. Por tanto, si quieres ser perfecto, vete y cumple lo que has oído» (Leyenda mayor 3,3). Y así lo hizo Bernardo.

El mismo camino toma el sacerdote Silvestre, que «abandonó el mundo», y siguió a Cristo (2 Celano 3,5). Y muy pronto «muchísimos hombres buenos e idóneos, clérigos y laicos, huyendo del mundo y rompiendo virilmente con el diablo, por gracia y voluntad del Altísimo, le siguieron devotamente en su vida e ideales» (1 Celano 56). Así se reunieron más de cinco mil hermanos en diez años.

Extraños al mundo, pobres peregrinos

Francisco es visto por sus contemporáneos como un «hombre celestial» (+1Cor 15,48): «A los que lo contemplaban, les parecía ver en él a un hombre de otro mundo, ya que, con la mente y el rostro siempre vueltos al cielo, se esforzaba por elevarlos a todos hacia arriba [+Col 1,1-3]» (Leyenda mayor 4,5). El gozo de Francisco es la oración, que por unas horas le saca de este mundo oscuro y engañoso, para introducirlo en el mundo celestial, luminoso y verdadero. Y así, «ausente del Señor en el cuerpo [+2Cor 5,6], se esforzaba por estar presente en el espíritu en el cielo; y al que se había hecho ya conciudadano de los ángeles, le separaba sólo el muro de la carne» (2 Celano 94)...

Y como Francisco, muchos otros hermanos van a ser también para los hombres verdaderos espejos evangélicos. Hombres así, en efecto, salvan el mundo, exiliándose de él. Y los mismos hombres mundanos ven a estos frailes tan metidos ya en el cielo, que no se atreven a tratar con ellos si no es de las cosas que conducen a la vida eterna.

Y siempre la clave primera es la pobreza. Aquellos frailes de Francisco, «tan animosamente despreciaban lo terreno, que apenas consentían en aceptar lo necesario para la vida, y, habituados a negarse toda comodidad, no se asustaban ante las más ásperas privaciones» (1 Celano 41). Eran, pues, realmente exiliados del mundo, al tiempo que eran los hermanos más próximos a todos los hombres, especialmente a los más necesitados. Quería Francisco que la pobreza evangélica pusiera su huella en todo, expresando continuamente que los hermanos «no eran de este mundo». Y por eso «detestaba profundamente que hubiese muchos y exquisitos enseres. Nada quería, en las mesas y en las vasijas, que recordase el mundo, para que todas las cosas que se usaban hablaran de peregrinación, de destierro» (2 Celano 60).

El recogimiento en el mundo mantiene la renuncia al mundo

El mundo no se deja de una vez por todas, aunque se vaya a un monasterio. Y menos si, como los franciscanos y dominicos, su vida, al menos en buena parte, va a transcurrir en compañía de los hombres seculares. Pues bien, como si estuvieran viviendo en el más alejado monasterio, ha de ser el recogimiento el que guarde en clausura a los frailes, en medio de los hombres: un perfecto recogimiento en el hablar, en el oír, en el mirar. Así es como los frailes renuncian al mundo, consumando la renuncia bautismal, y prolongando de un modo nuevo la renuncia monástica.

-Hablar poco. No quería Francisco que los hermanos que vivían con él «buscasen, por ansia de novedades, el trato con los seglares, no fuera que, abandonando la contemplación de las cosas del cielo, vinieran, por influencia de charlatanes, a aficionarse a las cosas de aquí abajo. A nadie permitía decir palabras ociosas, ni contar las que había oído» (2 Celano 19). Y ése era, igualmente, el planteamiento de Santo Domingo, que manda a sus frailes «hablar con Dios o de Dios» (Libro de las costumbres 31).

-Ver poco. Un día iba a pasar el emperador Otón, con su espectacular y elegante comitiva, por el camino en que estaba la choza de Francisco y sus compañeros; pero éste «ni salió a verlo ni permitió que saliera sino aquél que valientemente le había de anunciar lo efímero de aquella gloria». Ni vana curiosidad ni adulación a los grandes: «Él estaba investido de la autoridad apostólica, y por eso se resistía en absoluto a adular a reyes y príncipes» (1 Celano 43)

-No mirar mujeres. Queriendo evitar toda tentación de mirar a una mujer con mal deseo (+Mt 5,28), San Francisco, con suma humildad, y prefiriendo no tener a tener como si no se tuviera, era sumamente prudente y modesto, hasta el punto que pudo decir a un compañero: «Te confieso la verdad, si las mirase, no las conocería por la cara, si no es a dos» (2 Celano 112), quizá su madre y Santa Clara. Y este mismo cuidado humilde recomendaba a los suyos que guardaran: «os doy ejemplo para que vosotros hagáis también como yo hago» (205). También Santo Domingo, en ese mismo tiempo, incluye en el elenco de culpas graves la costumbre de «fijar la mirada donde hay mujeres» (Libro de las costumbres 21; +Constit. de las monjas 11).

Esta gran modestia de los ojos es enseñada en la Biblia (Eclo 9,5), por los antiguos maestros cristianos, y también por los modernos hasta nuestros días (p. ej., S. Ignacio, Regla 2ª de modestia, 1555; S. Pablo de la Cruz, +1775, en ctas. a dirigidos seglares; S. Antonio Mª Claret, +1870, Autobiografía n.394-395; A. Tanquerey +1932, Compendio 776; A. Royo-Marín, Tlga. de la perfección 238).

Y con este espíritu, se dan otras normas o consejos sobre el recogimiento. Esta gran modestia de los religiosos es, sin duda, un gran ejemplo para los laicos, que en otros modos conformes a su vocación, han de guardar también en el mundo un prudente recogimiento de sus sentidos.

Enamoramiento de Cristo

La renuncia medieval al mundo está hecha, como siempre, de santo temor a su fascinante peligrosidad, pero es mucho más todavía un enamoramiento de Jesucristo. El menosprecio del mundo no es, en efecto, sino una prolongación de aquel sentimiento de San Pablo: «por amor de Cristo... todo lo sacrifiqué, y lo tengo por estiércol, con tal de gozar de Cristo» (Flp 3,7-8).

En ésas vivía Francisco: «Si sobrevenían visitas de seglares u otros quehaceres, corría de nuevo al recogimiento, interrumpiéndolos sin esperar a que terminasen. El mundo ya no tenía goces para él, sustentado con las dulzuras del cielo; y los placeres de Dios lo habían hecho demasiado delicado para gozar con los groseros placeres de los hombres». Por eso tendía siempre a recogerse en lugares solitarios (2 Celano 94)

Enamoramiento del Crucificado

Pero más precisamente aún ese menosprecio del mundo es enamoramiento del Crucificado. La santa cruz, en efecto, está en el centro constante de la espiritualidad medieval. Quien ha «mirado al que traspasaron», quien ha contemplado la Pasión de Jesús, ¿cómo tendrá corazón para entregarse con entusiasmo al mayor goce posible de las cosas del mundo?...

Para Francisco, «los placeres del mundo le eran cruz, porque llevaba arraigada en el corazón la cruz de Cristo. Y por eso le brillaban las llagas al exterior -en la carne-, porque la cruz había echado muy hondas raíces dentro, en el alma» (2 Celano 211).

La renuncia al mundo, pues, para estos frailes, que aman al mundo más y mejor que todos, es pobreza, penitencia expiatoria, con-crucifixión con Cristo para redención del mundo. Y con este espíritu, vestidos de saco, descalzos, una cuerda por cinturón, «ostentaban vileza, para dar así a entender que estaban completamente crucificados para el mundo» (1 Celano 39); como lo estaba San Pablo (+Gál 6,14).

Muerte dichosa

Estos frailes que han permanecido muertos al mundo, y cuya vida ha estado escondida con Cristo en Dios (+Col 3,3), no habrán de sufrir mucho a la hora de pasar al Padre.

Así San Francisco: «pues tuvo por deshonra vivir para el mundo, amó a los suyos en extremo, y recibió a la muerte cantando... Ya nada tenía de común con el mundo... "He concluído mi tarea; Cristo os enseñe la vuestra"» (2 Celano 214; +Gerardo de Frachet, Vidas de los frailes predicadores, V parte, 2: De la dichosa muerte de los frailes: BAC 22).