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«Dáos cuenta del momento en que vivís» (Rm 13,11).
La Bestia apocalíptica
El Apocalipsis del apóstol San Juan es una teología de la historia, un libro de consolación dirigido a las Iglesias perseguidas por el mundo, y -no es ocioso decirlo- forma parte de la Escritura sagrada. Más adelante hemos de estudiarlo con algún detenimiento, pues en este libro hallamos, sin duda, la más elaborada teología espiritual del mundo. Es decir, la más profunda reflexión neotestamentaria sobre cómo se forma en la cruz del mundo secular la perfección de los cristianos fieles.
Pues bien, a finales del siglo XX, no es un juicio temerario ver esa larga serie de Estados monstruosos, totalitarios o liberales, que usurpando el poder de Dios y de su Cristo, mandan sobre la mente y la conducta de los individuos, y crean un orden perverso, como una encarnación histórica más de la Bestia del Apocalipsis.
¿Podrá haber, pues, educación familiar cristiana o ascesis de perfección que no enseñe a resistir a la Bestia mundana, negándose a recibir su marca en la frente o en la mano, aunque esa resistencia impida a veces «comprar y vender» en el mundo (Ap 13,16)? ¿Podrán los cristianos de hoy ser fieles a su vocación y llegar a la bienaventuranza celeste si, viviendo en la Gran Babilonia, ignoran, desoyen o incluso desprecian la voz de Cristo, que les manda: «Salid de ella, pueblo mío, no sea que os hagáis cómplices de sus pecados y os alcancen sus plagas» (Ap 18,4)?
De rodillas ante el mundo
La muchedumbre de cristianos mundanizados no sólamente no mira con horror la Bestia moderna ateizante, cuyas cabezas visibles están siempre adornadas de «títulos blasfemos» (Ap 13,1), sino que «sigue maravillada a la Bestia» (3). Y aquí prefiero ceder la palabra a Jacques Maritain, en su obra, escrita en 1966, Le paysan de la Garonne. Un vieux laïc s’interroge à propos du temps présent. Extracto algunas páginas (85-90), y los subrayados normalmente son míos.
«La crisis presente tiene muchos aspectos diversos. Uno de los más curiosos fenómenos que apreciamos en ella es una especie de arrodillamiento ante el mundo, que se manifiesta de mil maneras». Que eso sucede, es cosa cierta. En cambio, «de qué mundo se trate exactamente, o en otras palabras, qué es lo que los cristianos tienen en la cabeza, qué es lo que ellos piensan al comportarse así, eso es mucho más oscuro, pues la mayoría de ellos piensan poco, y confusamente».
El caso es que «en amplios sectores del clero y del laicado, aunque es el clero el que da el ejemplo, apenas la palabra «mundo» es pronunciada, brilla un fulgor de éxtasis en los ojos de los oyentes». Palabras como presencia en el mundo, o mejor aún, apertura al mundo, suscitan estremecimientos de fervor. Por el contrario, «todo lo que amenaza recordar la idea de ascesis, de mortificación o de penitencia es naturalmente apartado. Y el ayuno está tan mal visto que más vale no decir nada de él, aunque por el ayuno se preparó Jesús a su misión pública»...
El sexo, en cambio: he ahí un tema grandioso. «Es curioso ver qué interés, llevado hasta la veneración, muestran por él una muchedumbre de levitas dedicados a la continencia. La virginidad y la castidad tienen mala prensa. El matrimonio, en cambio, es fervientemente idealizado». Y con el sexo, otra gran realidad que afrontamos en el mundo, lo social-terrestre... «En la práctica al menos, y en su manera de actuar, e incluso -para los más resueltos y decididos a llegar hasta el fin- en doctrina y en su manera de pensar (de pensar el mundo y su propia religión), el gran asunto y la sola cosa que importa, es la vocación temporal del género humano... En lugar de comprender que es preciso entregarse a la tarea temporal con una voluntad tanto más firme y ardiente cuanto que se sabe que el género humano jamás llegará a librarse completamente del mal sobre la tierra -por las heridas de Adán y porque su fin último es sobrenatural-, se hace de estos fines terrestres el verdadero fin supremo de la humanidad. En otras palabras, no existe más que la tierra. Completa temporalización del cristianismo».
Reflejos en el lenguaje espiritual
De la actitud referida se siguen muchas consecuencias de lenguaje, que implican posiciones mentales de gran consecuencia en la espiritualidad. Me fijaré en algunos ejemplos.
-La expresión «hay que partir de la realidad», que estuvo de moda en ambientes pastorales, entiende, más o menos, que la realidad es el mundo visible, con sus cosas, vicisitudes y problemas. Las prioridades reales serían, pues, aquéllas que reflejan lo que los hombres del mundo piensan y hacen, sienten y quieren. Partir de Cristo, de su Evangelio, en el pensamiento y la acción, llevaría a planteamientos completamente irreales.
Todo en eso está falseado. La realidad es Dios, es su Palabra, es Jesucristo, es la acción del Espíritu Santo. El único mundo real es el que se va construyendo según Cristo, sobre el fundamento divino. Todo lo hecho al margen de Cristo o contra él es vano, es falso, es pura locura, algo irreal y alucinatorio, que sometido a la prueba escatológica del fuego, será reducido a polvo: es la nada, el absurdo, el pecado (+1Cor 3,10-15; 2Pe 3,7). El mundo visible, indeciblemente efímero, contingente y falseado, es pasando, y dominado en tantos aspectos teóricos y prácticos por la mentira, de tal modo resulta irreal, que roza la aniquilación, la nada. Para Santa Catalina de Siena el mundo pecador es pura vanidad, es nada, es menos que nada. De este tema he tratado en otra ocasión (Sacralidad y secularización 72-74).
-Los que tanto dicen amar al mundo, no quieren que se siga diciendo que «hay que amar a las criaturas en Dios, es decir, por el amor de Dios», sino que exigen que las criaturas sean amadas por sí mismas. Así es como serán amadas de verdad, y no en un amor sublimado e ilusorio. Ellos estiman, y no pierden ocasión de manifestarlo, que arraigar el amor a la criatura en la suprema Amabilidad de Dios, viene a desprestigiar y a perjudicar a la criatura.
Es todo lo contrario. Amar a la criatura partiendo del amor que Dios le tiene, y amando en ella a Dios, o como dice Maritain, «no detenerse en la criatura es la garantía para ella de ser amada sin desfallecimiento, fija en la raíz de su amabilidad por la flecha que la atraviesa» (73). La esposa, por ejemplo, amada en Dios por su marido, será amada y guardada para siempre. Aquélla, en cambio, que sea amada en sí misma, y sin referencia alguna a Dios, de quien procede toda la amabilidad que hay en ella y todo el amor que impulsa al esposo hacia ella, acabará más fácilmente vejada y abandonada. ¿Hay que partir de la realidad? Pues miremos las estadísticas del divorcio allí donde apenas hay fe.
-Los amadores del mundo, por otra parte, exigen una ruptura violenta, agresiva, con el lenguaje tradicional evangélico y cristiano del «menosprecio del mundo» o de la «fuga del mundo». Estos cristianos, arrodillados ante el mundo, lógicamente, sufren y se indignan cuando ven decir que todo el mundo «está sujeto al Maligno», que «está lleno de las tres concupiscencias», que es como «una farsa vana, pésimamente concertada», y que para creer en «la vieja locura del mundo», hace falta estar tan loco como él... Temen, por lo visto, que quienes así piensan y hablan -Cristo, Pablo, Juan, Clemente, Teresa, Monfort- maltraten al mundo, se desinteresen por él, y le pierdan el respeto y amor que le son debidos.
Puros prejuicios sin fundamento alguno, ni en la teoría ni en la experiencia histórica real. En la verdad de las cosas, son los santos, aquéllos precisamente que más han menospreciado el mundo y han huído y rehuído sus redes -un San Francisco de Asís, un San Juan de Dios, un San Ignacio de Loyola-, los que mejor han sabido amarlo y consolarlo, beneficiarlo y embellecerlo. Son los falsos amadores del mundo presente, aquellos «cuyo dios es el vientre, que no piensan más que en las cosas de la tierra» (Flp 3,19), los que lo adulan y sirven, o lo explotan y lo oprimen, hasta hacerlo odioso e inhabitable.
Éstas son las paradojas del Evangelio, con las que cualquier creyente debe estar familiarizado y connaturalizado por su propia experiencia de la vida. Cuando habla Cristo de que el hombre debe negarse a sí mismo, y matar el hombre carnal que habita en él, resulta ridículo eliminar esa terminología, por temor a que dé lugar a un gran número de suicidios. Todos entendemos perfectamente qué es eso de mortificar la carne, y matar al hombre viejo. Y también sabemos que los suicidios se producen, y por cierto en número creciente, precisamente entre aquéllos que con más empeño califican el Evangelio como negativo y pesimista. ¿Es o no es ésa la experiencia real?... Así son las cosas, pues «quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará» (Lc 9,24). Igualmente, mirando otra cuestión, nadie ha envilecido tanto el sexo, ni ha hecho de él ocasión de tantas degradaciones y sufrimientos, como quienes le prestan adoración. Por el contrario, la dignificación feliz de la vida sexual se produce, ya en este mundo, precisamente entre los cristianos, que guardan hacia ella, en el lenguaje y la conducta, la medida conveniente.
Acomodaciones prudentes del lenguaje
Otra cosa son las acomodaciones prudenciales del lenguaje cristiano, más o menos acertadas, que no proceden del error, sino de la caridad. Estas variaciones terminológicas procuran siempre en la Iglesia guardar la verdadera doctrina, que es la bíblica y tradicional.
La Iglesia hoy, por ejemplo, en atención caritativa hacia los incrédulos y los cristianos de poca fe -unos y otros ajenos al sentido tradicional del lenguaje evangélico y cristiano-, ha retirado en un buen número de las oraciones de su liturgia las expresiones usuales del menosprecio del mundo.
Puede comprobarse esto revisando, por ejemplo, en un Misal antiguo las oraciones propias de los santos Pedro Damián (23-II, terrestrium rerum contemptum, hoy 21-II), Casimiro (4-III, terrena despiciant), Hermenegildo (13-IV), Pedro Celestino (19-V), Paulino de Nola (22-VI, terrena despicere et sola cælestia desiderare), Enrique (15-VII; hoy 13), Felipe Benicio (23-VIII), Luis de Francia (25-VIII), Hermes (28-VIII), Dionisio (9-X), Francisco de Borja (10-X), Eduvigis (16-X), Margarita María (17-X) o Isabel de Hungría (19-XI). Las oraciones nuevas son con frecuencia muy bellas y profundas. Antes pedíamos, por ejemplo, imitar a San Luis de Francia, quien, «despreciados los halagos del mundo (spretis mundi oblectamentis), procuró agradar sólamente a Cristo Rey». Hoy pedimos por su intercesión «buscar ante todo tu reino en medio de nuestras ocupaciones temporales».
Permanecen, sin embargo, en la liturgia actual oraciones que se expresan con fuerza sobre el mundo, sea en su aspecto efímero, o en su condicion pecadora y peligrosa, y que mantienen expresiones que otras veces han sido suprimidas. Sólo un ejemplo: «Señor, que la comunión del Cuerpo y de la Sangre de tu Hijo nos aparte de las cosas caducas, para que a ejemplo de Santa N., crezcamos a lo largo de la vida en caridad sincera, y podamos gozar en el cielo de la visión eterna» (postcom. común Vírgenes). Pero en fin, no olvidemos en todo esto, que si bien el lenguaje es importante, nuestro estudio es de re, non de verbis.
Mundanización y apostasía
Está claro. El arrodillamiento ante el mundo presente significa aceptar, en una u otra medida, la marca de la Bestia en la frente o en la mano; y equivale, también en uno u otro grado, a la apostasía. Los cristianos mundanos ya no ven el mundo como una rampa inclinada hacia el precipicio, por la que se debe ascender con gran cuidado y esfuerzo, y en el que es imposible avanzar rectamente sin la gracia de Cristo; lo ven más bien como un plano horizontal, es decir, neutro, por el cual se puede o bien ascender a lo alto de una torre, o bien descender a lo profundo de un pozo, según elija, con toda libertad, la fuerza de la sola voluntad.
Los cristianos mundanizados son, pues, hombres que no conocen, no ven la Bestia del mundo, la que recibió toda su seducción y poder del «enorme Dragón rojo» (Ap 13,2), sino que la consideran un animalito inofensivo, si se le sabe tratar, con el que puede jugarse sin ningún peligro especial. En este gremio de cristianos vemos, por supuesto, que uno está tuerto y el otro manco, que al otro le fueron arrancadas las dos piernas, y que todos están llenos de terribles mutilaciones y cicatrices. Pero ellos siguen pensando del mundo lo mismo que antes de ser destrozados por él.
Estos pobres cristianos mundanizados no están en el mundo «como ovejas entre lobos» (Mt 10,16), pues ya se han hecho lobos ellos mismos. No le temen al mundo, pues ellos mismos son mundo. Son, en efecto, mundanos, cristianos apóstatas, que poco a poco, muy insensiblemente quizá, aceptaron en la mente y la conducta el sello de la Bestia. ¿Qué otra cosa podrían hacer, si no están dispuestos a sufrir por Cristo «en la paciencia y la fe de los santos»? (Ap 13,10; 14,12).
Adoraron a la Bestia, y no dieron culto al Señor, y así dejaron de ser cristianos sin darse apenas cuenta. Ya dejaron la misa o van sólo si algún día les apetece. Ya aceptaron en varios graves asuntos ciertas conductas inmorales que la Iglesia prohibe -no les faltó quien les ayudó a realizar este giro «con buena conciencia»-. Son cristianos que se han mundanizado sin advertirlo: ellos, y sobre todos sus hijos, dejarán de ser cristianos sin enterarse. Mundanización y apostasía. Van a morirse sin saber que están enfermos, sin que nadie les advierta de su gravísima enfermedad. Se enterarán de todo en la otra vida... En ellos se cumplen las palabras del Apóstol: no supieron «guardar el misterio de la fe en una conciencia pura» (1Tim 3,9). Tendrían que haber vivido «con fe y buena conciencia. Pero aquéllos que perdieron ésta, naufragaron en la fe» (1,19).
Cristianos mundanizados en un mundo apóstata
El mundo actual de Occidente es para los cristianos mucho más hostil que en los siglos del Imperio romano. Resabiado contra el cristianismo que ha rechazado, es mucho más agresivo contra el Evangelio, mucho más cerrado a su llamada. Y mucho más seductor y peligroso. La misma grandeza que adquirió Europa en sus siglos cristianos le ha llenado de soberbia, y ahora desde sus riquezas económicas y culturales, desprecia a Cristo Salvador. Es la infidelidad terrible de Israel, descrita en Ezequiel 16: «Fuiste mía, te lavé con agua, te quité de encima la sangre, te ungí con óleo, te vestí con telas preciosas... Pero te envaneciste de tu hermosura, y te diste al vicio».
Ya se comprende que, en principio, un mundo que abandona a Cristo, que habiéndole conocido, le vuelve la espalda, es mucho peor que otro que aún no le ha conocido ni recibido. «Corruptio optimi pessima»: la corrupción de lo mejor es lo peor. No estamos hoy ante una generación incrédula, sino apóstata. Y aquí se hace preciso recordar aquello de San Pedro: «Si después de haber escapado de los miasmas del mundo, gracias al conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, otra vez se dejan enredar y vencer por ellos, el final les resulta peor que el principio. Más les habría valido no conocer el camino de la rectitud, que, después de conocerlo, volverse atrás del mandamiento santo que les transmitieron» (2Pe 2,20-21).
Por otra parte, el mundo pagano antiguo era religioso, rendía culto a los dioses, e incluso perseguía a los cristianos por ateos. No se complacía, como hoy, en destrozar el orden natural -estimulando la rebeldía, la lucha de clases, los sentimientos apátridas, el enfrentamiento de los hijos contra los padres, y haciendo propaganda de la fornicación, de la droga o del nihilismo más desesperado-, sino que lo conocía mal y lo realizaba muy torpemente, «porque todavía no era creyente y no sabía lo que hacía» (1Tim 1,13). Y aunque este mundo del Imperio cayera a veces en el culto al César, divinizando una persona humana, no divinizaba, como ahora, al hombre, reconociéndolo como Señor único de la creación, ni llegaba a decirse: «el mundo es nuestro, sólo nuestro, y podemos hacer con él lo que queramos, sin sujeción alguna a los dioses».
El Poder político entonces, por lo demás, era incomparablemente menor que el del Estado moderno, totalitario o liberal. Hoy la Bestia, aunando poder y dominio, por la educación y los medios de comunicación, por la fabricación inteligente de modas y opiniones, por la directa administración política de una mitad de la riqueza nacional, es infinitamente más fuerte y seductora que la del Imperio antiguo. Los súbditos del Imperio, cada uno en su rincón, eran mucho más libres de pensar y de hacer según las tradiciones de su familia o región. El Leviatán moderno tiene un control incomparablemente mayor sobre la mentalidad y conducta de sus súbditos. En ese sentido, la persecución romana, vista con ojos actuales, se nos muestra sumamente torpe e ineficaz. En la mayoría de los casos no hacía apóstatas, sino mártires -o lapsi que se daban cuenta de que lo eran, y que muchas veces se reintegraban a la Iglesia-. Hoy en cambio, el Dragón infernal, dando poder a la Bestia, combate mucho más eficazmente a «los que guardan los mandatos de Dios y tienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17), y le ha sido concedido, en medida mucho mayor que en otros siglos, «hacer la guerra a los santos y vencerlos» (13,7).
Pues bien, éste es «el mundo» en su versión presente, apóstata y seductor, ante el que tantos cristianos permanecen arrodillados, recibiendo su marca, con orgullo y gratitud, en la frente y en la mano. «Por fin el mundo nos admite a los cristianos. Para ello, sin duda, hay que silenciar o falsear buena parte del evangelio de Cristo. Pero merece la pena».
El concilio Vaticano II desarrolla la doctrina tradicional sobre el mundo
La doctrina espiritual católica sobre el mundo, como hemos visto, tuvo antes del Vaticano II muy numerosos y amplios desarrollos. Partiendo de la doctrina de Cristo y de los Apóstoles, a través de los Padres y los santos, hemos podido comprobar una tradición continua en la Iglesia católica, que enseña la necesidad de vigilancia y lucha ante el mundo secular, tal como está configurado en ideas, costumbres e instituciones, para poder mejorarlo y transformarlo. Y esa misma tradición continúa expresándose en los manuales de espiritualidad más usados en la primera mitad del siglo XX, sea cual fuera el autor o la escuela espiritual.
Podemos recordar a autores como Tanquerey, Compendio de teología ascética y mística (1923); Royo Marín, Teología de la perfección cristiana (19685); Albino del Bambino Gesù (Roberto Moretti), Compendio di Teologia Spirituale (1966); Gustavo Thils, Santidad cristiana (19685); C. V. Truhlar, Structura theologica vitæ spiritualis (19663); Ch. A. Bernard, Compendio di Teologia Spirituale (19732), y también Teología Espiritual (1994); J. Rivera - J. M. Iraburu, Síntesis de espiritualidad cristiana (19944). Todos ellos, en la parte en que tratan de los enemigos de la vida cristiana que han de ser superados, incluyen siempre, junto a la concupiscencia o «la carne», un capítulo sobre «el mundo» y otro sobre «el demonio». Puede decirse que, hasta el Vaticano II y aún años después, es ésta una distribución común en las obras de espiritualidad más conocidas.
Pues bien, como es sabido, el Concilio Vaticano II trata largamente del mundo, particularmente en la constitución sobre Iglesia y mundo (Gaudium et spes). El Cardenal Danièlou, en su estudio Mépris du monde et valeurs terrestres d'aprés le Concile Vatican II, resumía así la doctrina conciliar:
1º.-El Concilio afirma el valor del mundo, es decir, de las realizades terrestres seculares, y «reconoce los valores de la civilización contemporánea». Concretamente, el Vaticano II valora altamente la cultura científica y técnica, el progreso social y económico, el matrimonio y la sexualidad, las diversidades culturales de la humanidad, etc. (421-424). Y es en este aspecto en el que el Concilio desarrolla la tradición cristiana anterior, marcando ciertos énfasis nuevos. En efecto, ante ciertas actitudes espiritualmente defectuosas de desconfianza o suspicacia excesivas ante el mundo visible, el Vaticano II hace notar cómo el aprecio supremo de las realidades eternas en forma alguna debe conducir al desprecio o a la indiferencia hacia las realidades temporales. Éstas, por el contrario, muestran precisamente toda su dignidad cuando son consideradas en relación a la vida eterna.
2º.-El Concilio, junto a eso, rechaza toda forma de idolatría del mundo y de los valores temporales. Esta idolatría, según Danièlou, toma actualmente dos formas principales: «un primer rasgo del mundo moderno consiste en hacer de la producción de bienes materiales el fin último de la existencia. Viene a ser el "materialismo práctico". L abundancia de satisfacciones terrrestres insensibilizan a las realidades divinas». Éste es «el pecado del mundo», cuyo culmen histórico es el ateísmo de masas. Y como segundo rasgo, «la otra perversión del mundo moderno es la pretensión del hombre de bastarse por sí mismo, limitándose a sus propias posibilidades». También es ésta una forma de ateísmo (426).
Pues bien, entre lo que el Concilio afirma y lo que niega en referencia al mundo secular, y concretamente al mundo actual, sigue diciendo Danièlou, no hay contradicción alguna:
«Si los valores terrestres son la creación de Dios, el pecado del hombre ha hecho de ellos ídolos. Si el mundo moderno es el desarrollo de la creación, es también al mismo tiempo su perversión. Por eso el diálogo de la Iglesia con el mundo moderno es doble: total comunión con todo lo que en este mundo es desarrollo de la creación de Dios; y total denuncia de todo lo que en este mundo moderno está falsificado por el pecado del hombre» (424; subrayados míos).
Interpretaciones falsasde la doctrina del Vaticano II sobre el mundo moderno
Las enseñanzas del Concilio sobre el mundo secular son amplias, profundas y armoniosas, plenamente fieles a una tradición católica que desarrollan. Sin embargo, fueron muy pronto mal interpretadas. Para no pocos, como dice A. Sigmond, «la primera impresión después del Concilio fue que la Iglesia quería redefinir su postura frente al mundo, al que ya no consideraba como adversario. No mostraba ya desconfianza hacia las realidades de este mundo. No se sentía amenazada por este mundo; al contrario, se sentía capaz de ayudarle con su contribución, y en consecuencia, podía reconquistar [en el mundo] un puesto digno de ella. Se habló, pues, de una nueva relación Iglesia-Mundo» (Dialogue dans un monde sécularisé 329).
Esta primera impresión fue bastante duradera y extendida, y para muchos supuso un gran alivio. Por fin se había entendido que las pesimistas prevenciones de Cristo al enviar sus discípulos al mundo -«el mundo os odiará y os perseguirá» (+Jn 15,19-20); «yo os envío como corderos en medio de lobos» (Lc 10,3)- eran completamente injustificadas, y sólo podían explicarse por una concepción triunfalista de la Iglesia y sumamente pesimista del mundo secular. Pero aunque sea muy tarde, tras veinte siglos de historia, por fin la Iglesia había logrado superar ese planteamiento erróneo, causa de tantos malentendidos y sufrimientos inútiles para los cristianos.
Esta nueva actitud, concretamente, hizo que de una gran parte de los manuales recientes de espiritualidad desapareciera el tema del mundo -al mismo tiempo, por cierto, que desaparecía también el demonio-. Algunos, es cierto, siguen hablando del mundo, pero ahora ya sólamente en términos de colaboración y de diálogo con él, silenciando por completo o minimizando la parte más central de la doctrina bíblica y tradicional sobre el mundo; o incluso rechazándola, como felizmente superada.
Pues bien, que esa interpretación del Vaticano II es falsa se puede demostrar a priori: un Concilio católico no puede cambiar o suprimir una doctrina importante de la Escritura revelada, unánimemente enseñada por la tradición de veinte siglos. Y también, sin duda, ha de ser rechazada a posteriori: el Vaticano II no es en modo alguno infiel a la enseñanza bíblica y tradicional respecto al mundo, como realidad marcada por el pecado y necesitada de una salvación procedente del «Salvador del mundo». Los «amatores mundi», sin embargo, tratan de justificar su mundanización mental y conductual -ya realizada de hecho en buena medida para los años conciliares-, alegando falsas interpretaciones de la doctrina del Vaticano II.
El Concilio, como ya hemos visto, considera al mundo secular con toda verdad y libertad. La Gaudium et spes, por ejemplo, la gran constitución conciliar sobre el tema, es sumamente consciente de los graves males del mundo actual. Ella señala los efectos devastadores causados «con frecuencia» por el pecado en el mundo de hoy, que abruma al hombre con «muchos males» (13a). Hace ver que los hombres «con frecuencia fomenta [la libertad] en forma depravada» (17). Atestigua la difusión del ateísmo en proporciones nunca antes conocidas (19-20), así como la distancia «cada día más agudizada» entre los pueblos ricos y los pobres (63). Etc. Enseña, en fin, consiguientemente que, desde los orígenes de la humanidad, se combate continuamente «una dura batalla» entre las fuerzas del bien y del mal (13b; 37b). El documento, pues, lejos de toda falsa positividad pelagiana, profesa con firmeza la esperanza cristiana, la necesidad de Cristo Salvador, el verdadero Hombre nuevo (22), el único que por su cruz y resurrección puede salvar a la humanidad de sus males (38), el Alfa y la Omega de la historia del mundo (45).
El Catecismo recoge y cita esta doctrina del Vaticano II: «Esta situación dramática del mundo, que "todo entero yace en poder del Maligno" (1Jn 5,19; +1Pe 5,8), hace de la vida del hombre un combate: "a través de toda la historia humana se extiende una dura batalla contra los poderes de las tiniables que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo" (Vat. II, GS 37b)» (Catecismo 409).
Por otra parte, incluso aquellos textos del Vaticano II más frecuentemente aducidos por los partidarios de cambiar la doctrina bíblica y tradicional sobre el mundo, no dan en modo alguno base real para ese intento.
Pienso, por ejemplo, en este texto: «La Iglesia tiene ante sí al mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación» (GS 2).
Se trata, en efecto, de un texto en el que, como puede advertirse fácilmente, se yuxtaponen varias acepciones distintas del término mundo (mundo-cosmos, conjunto de criaturas; mundo-pecador, esclavizado bajo el pecado y el demonio; mundo-liberado por Cristo), y se usan participios verbales (sub peccati servitute positum, sed a Christo liberatum) temporalmente indefinidos. En parte el mundo, según ese texto, está todavía sujeto al pecado y al demonio, y necesita salvación; y en parte se va viendo ya liberado por la gracia de Cristo Salvador. Y entre esas partes enfrentadas hay una «dura batalla» (37b), una «lucha dramática» (13b) entre «los que son del mundo... y los que somos de Dios» (1Jn 4,5-6), o si se quiere, entre «los hijos de Dios y los hijos del Diablo» (1Jn 3,10; +Jn 8,44). Es ésta, en efecto, la doctrina bíblica y tradicional.
Quienes pretenden cambiar la doctrina de la Iglesia sobre el mundo enseñada por la Iglesia durante veinte siglos no pueden hallar fundamentos doctrinales en los textos del Vaticano II. Eso sí, al rededor del Concilio, entre algunos teólogos, en campañas de la prensa religiosa y profana, e incluso en no pocos Padres conciliares, pueden hallar una efectiva «apertura al mundo» -a sus modos de pensar y de obrar-, que ya desde el XVIII, y aún antes, y más aceleradamente después de la II Guerra Mundial, venían realizando los países ricos de Occidente, y que ya he descrito. Pero todo eso, también «el talante anímico» de un buen número de Padres -dato, por lo demás, difícilmente verificable-, es sólamente anécdota histórica pasajera, que está muy lejos de constituir Magisterio apostólico. Éste lo hallamos en los documentos conciliares.
Rectificaciones posteriores
Por otra parte, ya el mismo Pablo VI, al final de su pontificado, hubo de denunciar esa falsa doctrina sobre el mundo, que procedente de una presunta escuela del Concilio, no era fiel a la doctrina de los propios textos conciliares.Y así confiesa que, en la escuela del Concilio «hemos sido educados para contemplar el mundo en que vivimos con optimismo, con respeto, con simpatía» (17-7-1974), es decir, con una «nueva actitud espiritual» (3-7-1974) -nueva, se entiende, respecto de la antigua enseñanza ascética bíblica y tradicional-...
Pues bien, «hemos sido quizá demasiado débiles e imprudentes en esa actitud a la que nos invita la escuela del cristianismo moderno: el reconocimiento del mundo profano en sus derechos y en sus valores; la simpatía incluso y la admiración que le son debidas. Hemos andado frecuentemente en la práctica fuera del signo. El contenido llamado permisivo de nuestro juicio moral y de nuestra conducta práctica; la transigencia hacia la experiencia del mal, con el sofisticado pretexto de querer conocerlo para sabernos defender luego de él...; el laicismo que, queriendo señalar los límites de determinadas competencias específicas, se impone como autosuficiente, y pasa a la negación de otros valores y de otras realidades; la renuncia ambigua y quizá hipócrita a los signos exteriores de la propia identidad religiosa, etc., han insinuado en muchos la cómoda persuasión de que hoy aun el que es cristiano debe asimilarse a la masa humana como es [algunos dirán que esto viene exigido por la ley de la encarnación], sin tomarse el cuidado de marcar por su propia cuenta alguna distinción, y sin pretender, nosotros cristianos, tener algo propio y original que pueda frente a los otros aportar alguna saludable ventaja».
«Hemos andado fuera del signo en el conformismo con la mentalidad y con las costumbres del mundo profano. Volvamos a escuchar la apelación del apóstol Pablo a los primeros cristianos: "No queráis conformaros al siglo presente, sino transformaos con la renovación de vuestro espíritu" (Rm 12,2); y el apóstol Pedro: "Como hijos de obediencia, no os conforméis a los deseos de cuando errábais en la ignorancia" (1Pe 1,14). Se nos exige, pues, una diferencia entre la vida cristiana y la profana y pagana que nos asedia; una originalidad, un estilo propio. Digámoslo claramente: una libertad propia para vivir según las exigencias del Evangelio». Actualmente es necesaria una ascesis fuerte, «tanto más oportuna hoy cuanto mayor es el asedio, el asalto del siglo amorfo o corrompido que nos circunda. Defenderse, preservarse, como quien vive en un ambiente de epidemia» (Aud. gral. 21-11-1973).
Este lenguaje de Pablo VI, autorizado intérprete del Caoncilio, es el lenguaje bíblico y tradicional, el de Cristo y sus apóstoles, el de todos los santos. Y también, por ejemplo, sigue Pablo VI ese mismo espíritu cuando previene a la XXXII Congregación General de la Compañía de Jesús ante ciertas actitudes peligrosas, que «pueden degenerar en relativismo, en conversión al mundo y a su mentalidad inmanentista, en asimilación al mundo que se quería salvar, en secularismo, en fusión con lo profano» (3-XII-1974).
No. Los documentos del Magisterio apostólico, y concretamente del Vaticano II, jamás han estado en el origen de la mundanización de los cristianos actuales de Occidente. La mundanización, es decir, la apostasía de los países ricos, viene de mucho más atrás, y tiene unas raíces intelectuales y morales que ya hemos descrito suficientemente.
«Nunca ha estado el mundo tan corrompido como hoy»
El Occidente descristianizado ha consumado en la práctica -y a veces incluso en la teoría- una conciliación pacífica entre los cristianos y el mundo moderno vigente, tal como es. Por eso justamente es por lo que se ha descristianizado. Y en muchas Iglesias locales, esa mundanización generalizada del pueblo cristiano ha ido adelante en formas graduales apenas perceptibles, siendo incluso estimulada con frecuencia por la intelligentsia eclesial, que la interpreta como una superación del cristianismo anterior.
Ya los cristianos no quieren seguir siendo ni un día más de la historia «corderos entre lobos»: prefieren ser lobos entre lobos, y no sufrir más persecución alguna de éstos. Y esta conversión al mundo, como ya he señalado, ha sido realizada por los cristianos precisamente cuando el mundo de Occidente se halla más corrompido que nunca, en su pensamiento y en sus costumbres. Y en ello no ha de verse ninguna paradoja inexplicable, pues la pésima corrupción actual del mundo en Occidente «consiste» precisamente en la apostasía de los pueblos que antes eran cristianos.
Ésta es la verdad, sin duda. Pero ¿conviene decirla abiertamente?... Más arriba hemos visto, por ejemplo, en los textos de La Colombière (+1682) o de Monfort (+1716) que ellos decían a los cristianos de su tiempo, como algo obvio, que «nunca ha estado el mundo tan corrompido como hoy». Actualmente, tres siglos más tarde, no parece dudoso que hemos de pensar eso mismo, y que incluso tenemos más fundamentos reales para pensarlo. Pero -vuelvo a plantear la cuestión- ¿conviene decir esa verdad públicamente?
Es evidente que la proposición de cualquier verdad debe ir siempre regida por la prudencia de la caridad pastoral: «yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, y no os di comida porque aún no la admitíais» (1Cor 3,1-2). Ahora bien, con todas las prudencias que sean necesarias en la afirmación de la verdad, es indudable que los cristianos de Occidente «deben hoy saber» que viven en un mundo secular muy especialmente alejado de la verdad y depravado en sus costumbres. Sería criminal mantenerles en la ignorancia de esta realidad, más aún, inducir en ellos un juicio de la situación histórica presente gravemente erróneo. Las consecuencias serían -son- extremadamente negativas.
Es el conocimiento de la verdad, también el de la verdad histórica, el que nos hace libres (Jn 8,32). Sólo conociendo la verdad del mundo en que viven podrán los cristianos mantenerse en una actitud vigilante, y no caer en sus trampas mentales o conductuales. Sólo así podrán con Cristo, Salvador del mundo, evangelizar y salvar al mundo: ésa es la forma cristiana auténtica de compadecerse de él y de vencerlo, al mismo tiempo. Sólo así podrán los laicos transformar el mundo de verdad, en sus ideas y costumbres, en sus leyes, en su cultura y su arte, en su vida social y política. Sólo así podrán evitar esa nefasta conformidad con el mundo, que haría de los hijos de Dios hijos del siglo. Y digámoslo de paso, sólo así podrán las Iglesias locales recuperar su normal fecundidad en vocaciones sacerdotales y religiosas.
Por lo demás, no hace falta decir muchas veces, con una reiteración morbosa, que vivimos en un mundo especialmente corrompido, no. Sigamos también en esto el ejemplo de Cristo y de los Apóstoles.
El Nuevo Testamento afirma, en textos breves y relativamente frecuentes, que en el mundo «abunda el pecado»; pero insiste mucho más en que a quienes «son retirados de las corrupciones del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2Pe 2,20) se les ofrece ahora «una sobreabundancia de gracia» (Rm 5,20).
Sí, hoy hace falta afirmar suficientemente, aunque sin reiteraciones enojosas, que el mundo está corrompido, y que sin Cristo no puede dejar de estarlo. Pero con decirlo muy poco, basta. E incluso a veces ni es preciso decirlo: basta saberlo, basta pensarlo, mejor aún, basta creerlo de verdad, pues las palabras y acciones que brotan de esa fe expresan ya esa convicción de modo implícito, el más eficaz a veces en estos temas.