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La vida monástica, modelo universal

Vida monástica, vida cristiana perfecta

El Evangelio es norma de vida para todos los cristianos. Ahora bien, los monjes regulan su vida toda por el Evangelio; en cambio los laicos se rigen en parte por el Evangelio y en parte por el mundo, sintiéndose autorizados a hacer a éste muchas concesiones, al menos en la práctica, y así están «divididos» (+1Cor 7,34). Por tanto, los monjes andan un camino perfecto, en tanto que los laicos siguen un camino imperfecto.

Este planteamiento, atención aquí, se lo hacen no sólo los monjes, sino también los laicos mejores, aquellos que buscan la perfección, pues éstos son los que se dan más cuenta de la imperfección de su camino. Y de ahí les viene esa veneración hacia los monjes (+I. Hausherr, Vocación cristiana y vocación monástica según los Padres).

Verifiquemos este planteamiento, recordando las normas de vida dadas por Cristo y sus Apóstoles. -El cristiano debe vivir de la Palabra divina: los monjes hacen de ella su pan de cada día; mientras que los laicos, cebados en otros alimentos -noticias y curiosidades-, de tarde en tarde, apenas toman algo de ese alimento celestial. -Todos hemos de buscar principalmente el Reino y su santidad, esperando lo demás como añadiduras: y eso es justamente lo que hacen los monjes, pero la mayoría de los laicos se dedica principalmente a las añadiduras. -No debemos dedicarnos a atesorar riquezas: eso lo evitan los monjes, pero es la dedicación más generalizada entre los laicos. -La pobreza es una bendición, y las riquezas deben ser temidas y rehuídas: así piensan los monjes, pero los laicos suelen vivir esta norma al revés. -Hemos de ser sobrios en alimentos y vestidos, lo mismo que en diversiones y espectáculos: en la vida monástica eso es norma cumplida; pero los laicos buscan con entusiasmo gustos y diversiones, vanidades y placeres, teniendo por malo sólo lo que es muy malo. -El Señor nos manda orar siempre, para no caer en la tentación: y ésa es la dedicación principal de los monjes, en tanto que muchos laicos, como no se vean en apuros, rezan de tarde en tarde. -Antes que pecar, hemos de arrancarnos ojos, pies o manos: eso es lo que hacen los monjes, en muchos aspectos, y de modo habitual, clausurando sus miradas, sus pasos y sus actividades respecto del mundo; en tanto que se considera normal que los laicos den suelta inmoderada a ojos y oídos, pies y manos, aceptando apenas en estas cosas límite alguno, como no sea el del pecado cierto y grave. -No conviene resistir el mal: los monjes prefieren verse despojados de lo poco que tienen antes que andar entre litigios; pero los laicos, en cambio, suelen defender lo suyo con uñas y dientes, incluso cuando no conviene al bien común. -Los ojos en lo invisible, y el corazón arriba, donde está Cristo: eso es lo que viven los monjes, pero los seglares están centrados, casi siempre, en lo visible y en lo de abajo. -Hemos de buscar ser perfectos como nuestro Padre celeste: eso es «lo único necesario» para los monjes, que «lo dejan todo» y todo lo disponen en su vida para mejor conseguirlo; en cambio, los laicos, al menos en general, distraídos por tantas y tantas añadiduras, se toman con mucha calma la búsqueda de su perfección espiritual...

Así podríamos seguir, con estas comparaciones, indefinidamente. No es preciso, sin embargo. La conclusión es evidente: los monjes intentan ser verdaderos cristianos, pero la mayoría de los laicos no. Esta convicción -atención aquí- no es tanto de orden doctrinal como de orden práctico. La experiencia lleva a esas comprobaciones, e igualmente la experiencia conduce a la convicción de que la santidad, entre los cristianos, suele florecer especialmente en los monasterios. «Por sus frutos los conoceréis». En ellos es donde el pueblo cristiano ha conocido sus más grandes santos. Ahora bien, camino de perfección es aquél que de hecho conduce a la perfección.

A este respecto, San Juan Clímaco (579-649), célebre abad del monasterio del Sinaí, en su obra La Escala, contesta a los laicos que le preguntan cómo ellos, casados y con negocios temporales, podrán llevar una vida perfecta: «Todo lo que podáis hacer, hacedlo... Y si obráis así, no estáis lejos del Reino de los cielos» (MG 88,640c). Sin embargo, no parece tener muchas esperanzas de que alcancen grandes alturas por el camino de la perfección. En efecto, se dice, «¿quién entre ellos ha obrado jamás milagros? ¿Quién ha resucitado muertos? ¿Quién ha arrojado demonios? Todas éstas son cosas propias de los monjes, a las que el mundo no alcanza. Pues si lo alcanzara, sería entonces supérflua la ascesis y la anacoresis» (657b).

Nótese, insisto en ello, que en estas primeras aproximaciones a la relación perfección y mundo no hay apenas un trasfondo ideológico, ni se ha llegado ha hacer tema teológico de los estados de perfección. No; hay una simple comprobación real de las cosas. Así es la cosa.

Vida monástica, vida plenamente evangélica

Por lo demás, es cosa cierta que las Reglas monásticas son fundamentalmente colecciones de normas de vida evangélica, a las que se añaden, es verdad, ciertos ejercicios peculiares de la vida monacal. Los maestros del monacato primitivo no piensan, pues, tanto en formular una espiritualidad monástica en cuanto tal, sino que más bien pretenden hacer viable una espiritualidad cristiana perfecta, ateniéndose para ello a las normas del Evangelio y de los apóstoles, que están vigentes para todos los cristianos. Éste fue, sin duda, el intento de San Pacomio, San Basilio, San Juan Crisóstomo, Evagrio Póntico, Casiano.

Léase, por ejemplo, la Regla de San Benito (+547), que desde el principio expresa su intención: «Sigamos sus caminos [los del Señor], tomando por guía el Evangelio» (pról.21). Es el Evangelio, el simple Evangelio, la Regla fundamental de los monjes. En efecto, cuando hace San Benito en el capítulo IV un elenco de «los instrumentos de las buenas obras», se limita a señalar 74 normas tomadas de la Escritura: preceptos, pues, y consejos que fueron dirigidos a todos los cristianos. La diferencia mayor entre laicos y monjes no está, por tanto, en los deberes peculiares que éstos asumen. Está más bien en que los monjes hacen profesión firmísima de las normas del Evangelio, y se comprometen a vivirlas, con el auxilio de la gracia, de tal modo que, si no las viven, podrán incluso ser corregidos, castigados y, si es preciso, expulsados del monasterio. En esto reside la diferencia.

Y aún puede también por otro lado comprobarse que el monje es un «simple cristiano perfecto»: atendiendo a los mismos nombres que recibe. El nombre más clásico de los cristianos es el de hermanos: y ése es el nombre que prefieren y usan los monjes entre sí. Los discípulos de Cristo son cristianos: y San Basilio, por ejemplo, no quiere para los que se acogen en sus monasterios el nombre de monjes, sino precisamente el de cristianos; eso es el monje, eso simplemente y nada menos. Jesús nos dice: «todo aquel de vosotros que no renuncie a todo lo que tiene no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33); y los monjes son llamados renuntiantes, porque de verdad cumplen aquella renuncia al mundo, a todas sus pompas y vanidades (apotaxis), que ya en el bautismo es hecha por todos los cristianos.

Estos planteamientos de la época reflejan bien la doctrina y la vivencia que anima la vida monástica primera. Los monjes no se ven, pues, como innovadores, sino como simples restauradores de la genuina vida evangélica, muy imperfectamente vivida por la mayoría de los cristianos. No se tienen por atrevidos inventores de una nueva manera de vida cristiana, sino por simples realizadores de lo que Cristo y sus Apóstoles enseñaron a los discípulos.

Imitación laical del ejemplo monástico

Los Padres, fieles a la doctrina y al lenguaje del Nuevo Testamento, enseñan que todos los cristianos están muertos al mundo y vivos para Dios. Esa «muerte al mundo», en tiempos más modernos, se referirá sólamente a los monjes. Este error es muy significativo, y explica en buena parte tanto la enorme diferencia actual entre religiosos y laicos, como la extrema escasez de vocaciones religiosas y sacerdotales. Pero la doctrina bíblica y tradicional es clara y unánime: entiende que esa muerte al mundo corresponde a todos los bautizados.

San Agustín, por ejemplo, afirma: «el hombre es verdadero sacrificio cuando está consagrado a Dios por el bautismo y está dedicado al Señor, ya que entonces muere al mundo y vive para Dios» (Ciudad de Dios 10,6).

Eso explica también, por la misma razón, que antiguamente el pueblo cristiano vea comunmente a los monjes como modelos perfectos de vida cristiana. Por eso los venera, busca su consejo y su santa conversación, imita en lo posible sus evangélicas costumbres, dota con generosidad sus monasterios, les confía los hijos para que los eduquen, y quizá, en la viudez o la ancianidad, se acoge a sus claustros, para consumar en ellos la ofrenda religiosa de la propia vida laical (+Casiodoro, In Ps. 103, 16-17). Esta actitud sigue viva en toda la Edad Media, y perdura hasta el Renacimiento, y aún más tiempo, sobre todo en el Oriente cristiano.

Un texto de Filoxeno de Mabbug (+523), monofisita, autor clásico entre los sirios, da idea del aprecio que el monje suscita en el pueblo cristiano: «Se le llama renunciante, libre, abstinente, asceta, venerable, crucificado para el mundo, paciente, longánime, espiritual, imitador de Cristo, hombre perfecto, hombre de Dios, hijo querido, heredero de los bienes de su Padre, compañero de Jesús, portador de la cruz, muerto al mundo, resucitado para Dios, revestido de Cristo, hombre del Espíritu, ángel de carne, conocedor de los misterios de Cristo, sabio de Dios» (Homilía 9).

Ahora bien, si es en los monasterios donde viven los bautizados más ejemplares, los que con más libertad y empeño hacen del Evangelio su regla diaria de vida, lógicamente los Padres ponen a los monjes como modelo para los demás fieles.

El Crisóstomo, por ejemplo, insiste en que esta imitación no es imposible, sino necesaria. «La prueba de que esto no es hablar por hablar está en que cuando referimos a los infieles la vida de los que moran en el desierto, nada tienen que replicarnos; sólo se afirman en lo suyo argumentando por el escaso número de los que alcanzan esta perfección. Pero si en las ciudades sembráramos también esa semilla, si la disciplina del bien vivir se convirtiera en ley y costumbre, si enseñáramos a los niños antes de todo a ser amigos de Dios, y los instruyéramos en las enseñanzas espirituales, en lugar de las otras y antes que todas las otras, entonces todas nuestras miserias se desvanecerían, la presente vida se vería libre de infinitos males, y desde ahora empezaríamos a gozar todos lo que se dice de la vida en el cielo» (Contra impugnadores III,19).

No se perderían, no, de este modo las cosas del mundo secular. Es justamente al revés: «el que pone lo terreno por encima de lo espiritual, perderá lo espiritual y lo terreno; mas el que codicia lo celeste, alcanzará también ciertamente lo terreno. Y esto no lo digo yo, sino el mismo que ha de procurarnos lo uno y lo otro, el Señor: «Buscad el reino de Dios, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,33)» (III,21).

Cuando Dios manda a todos los cristianos imitar a Cristo y a los Apóstoles (Jn 13,15; 1Pe 5,3; 1Cor 4,16;11,1; Flp 3,17; 1Tes 1,6; 2Tes 3,7.9), nadie entiende que con eso se mande que todos sean célibes, que todos renuncien a sus bienes o que todos se dediquen, dejando sus familias y trabajos, a predicar el Evangelio. Lo que se les manda -y todos lo entienden así, si tienen buen sentido-, es «que tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5), y que le sigan e imiten en todo. Pues bien, esto mismo ha de entenderse de la imitación de la vida monástica. La imitación de la vida monástica no ha de ser en los laicos, por supuesto, una copia servil de los modos concretos de la vida de los monjes, sino una imitación profunda de su espíritu y de sus normas de vida.

Juan Pablo II observa hoy que «en Oriente el monaquismo no se ha contemplado solo como una condición aparte, propia de una clase de cristianos, sino sobre todo como punto de referencia para todos los bautizados, en la medida de los dones que el Señor ha ofrecido a cada uno, presentándose como una síntesis emblemática del cristianismo... [Y por eso mismo] el monaquismo ha sido, desde siempre, el alma misma de las Iglesias orientales» (Cta. apost. Orientale lumen 9, 1995).

Los laicos están llamados a la perfección

Considero muy importante la siguiente afirmación: los Padres primeros, estimando que los laicos deben imitar a los monjes, están expresando su convencimiento de que los laicos están llamados a la perfecta santidad. Están confesando que también en el mundo puede alcanzarse la perfección evangélica, aunque sea con mayores trabas. Están afirmando de forma implícita que, en un marco de vida menos perfecto, un laico puede ser más santo que un monje, aunque éste profese un camino perfecto.

San Juan Crisóstomo, por ejemplo -y es en esta cuestión un ejemplo muy significativo-, el mismo que de joven monje defendía la vocación monástica, alegando que en el siglo era imposible la perfecta virtud, una vez Obispo, cambia ciertamente su modo de ver el asunto, y afirma con insistencia la llamada de los laicos a la santidad. Y esto por dos causas: una, porque conoce en la vida secular laicos que de hecho llevan una vida realmente santa; y otra, porque se da cuenta de que si todos los que de verdad tienden a la perfección abandonan el mundo, esto tendría desastrosas consecuencias para la Iglesia en pueblos y ciudades, que no serían sino reuniones de cristianos mediocres y malvados.

En efecto, «aquellos que llevan una vida derecha y que vienen a ser unos santos se van a lo más alto de los montes o se retiran del pueblo, como si se separaran de un mundo de enemigos y extranjeros, cuando ellos se separan de su propio cuerpo. Y al contrario, los malos, gentes llenas de mil vicios, ésos son los que se echan sobre las Iglesias. Y así las funciones jerárquicas han venido a ser venales» (In Ep. ad Eph. hom. VI, 4).

Convencido, pues, el Crisóstomo de que es posible la perfección en la vida secular, estimula ahora con entusiasmo la vida de perfección en los laicos, y continuamente les exhorta a vivir la plenitud del Evangelio, es decir, a imitar los planteamientos fundamentales de la vida monástica. En el marco de esta gran crisis del siglo IV, el Señor le ha mostrado una nueva verdad. Y ahora él, como pastor al frente de su diócesis, se empeña en inculcar en los laicos lo contrario de lo que antes había predicado: que las virtudes heroicas que viven los monjes en el desierto pueden y deben ser también vividas por los laicos en el mundo (In Ep. ad Hebr. hom. XXXIV,3). No es el lugar lo que puede transformar al hombre, sino la gracia y su propia voluntad (In Gen. 43,1).

Según refiere Paladio, San Juan Crisóstomo «prefería un seglar virtuoso a un monje flojo» (Diálogo 19: MG 47,69). En efecto, el Crisóstomo, recordando figuras del Antiguo Testamento, o del Nuevo, como Aquila y Priscila, canta la santidad posible en el matrimonio, argumentando además: «Si el matrimonio y el cuidado de los hijos fueran un obstáculo en el camino de la virtud, el Creador de todas las cosas no habría instituído el matrimonio» (Hom. in Gen. XXI,4) Y los que viven su matrimonio según el Evangelio «no serán muy inferiores a los monjes» (In Ep.ad Eph. hom. XX,9).

Notemos que este proceso de pensamiento del Crisóstomo se halla también en la literatura monástica antigua. Casiano (+435), por ejemplo, reconoce que «las grandezas de la perfección convienen a toda edad, a todo sexo; todos los miembros de la Iglesia están invitados a escalar las alturas de las virtudes más sublimes» (Colaciones XXI,9). Así pues, puede haber un laico más santo que un monje (XIV,7). Hay, por tanto, laicos que sobrepasan en perfección a los monjes. Se vincula, pues, en esta época con frecuencia vida perfecta y vida monástica; pero también se señala que no por ser monje se es perfecto, si no se avanza per viam perfectionis. Más aún, si no se avanza por ella, se retrocede (VI,14).

Idealismo cristiano de los Padres

Que los Padres de esta época pretenden sostener al pueblo cristiano en el alto idealismo evangélico de los siglos precedentes se comprueba también por el celo pastoral con el que luchan implacablemente contra la paganización del pueblo cristiano. Aquí se ve que de verdad creen en la vocación de los laicos a la santidad, y que de verdad la procuran. En efecto, al tiempo que estimulan en los laicos las más altas virtudes, les prohiben con gran energía las malas costumbres del mundo. Así, por ejemplo, se conducen en lo referente a los espectáculos.

El Crisóstomo, volvamos a él, sobre todo en las homilías sobre San Mateo, carga furibundo contra teatros, circos, carreras de caballos... Son adúlteros los cristianos que se entregan a estas diversiones diabólicas. No saben recitar un salmo o un texto de la Escritura, pero saben de memoria «los cantos que el diablo inspira, poesías impúdicas y lascivas» (Hom.2,5). «¿Qué mal hay en ver correr a los caballos?», objetan algunos; pero el mal no está en eso, sino en que ahí «se escuchan gritos de furor, blasfemias, mil palabras ofensivas. Las cortesanas se muestran sin pudor al público, mientras jóvenes afeminados rivalizan con ellas» (Hom. 6 in Gen. 2) En estas cosas el pastor combate una verdadera pelea con su pueblo, para librarlo del mal. «Si se os invita al circo o a espectáculos licenciosos, corréis en muchedumbre; pero si es a la iglesia, son pocos los que responden a la llamada» (Sobre el salmo 121,1)...

Estas predicaciones del Crisóstomo, tanto las que hace en Antioquía como en Constantinopla, dos o más veces por semana, atraen fieles de toda la ciudad y aún de pueblos vecinos, y suscitan verdadero entusiasmo -aplausos, vítores-. Y de ellas surgen ascetas y vírgenes, monjes y hogares santos. Pero también hay muchos que mantienen hacia ellas una resistencia pasiva y cortés, en aquella población que, sin rehusar las promesas de la vida eterna, no quería renunciar a los placeres de la vida presente. «Este santo varón quiere hacer de nuestra ciudad un monasterio...»

Homogeneidad entre el monasterio y el hogar cristiano

El convencimiento de que los laicos deben imitar a los sagrados pastores y a los religiosos, perteneciendo a la mejor tradición católica, es sin embargo en nuestro tiempo, en el siglo XX, una idea que resulta chocante. Y esto sucede, entre otras cosas, porque la mundanización hoy frecuente de la vida laical, establece entre ella y la vida religiosa un abismo tal de diferencia, que esa imitación parece absurda e imposible.

Pero en aquellos siglos la situación es frecuentemente otra. En efecto, entre el hogar cristiano y el monasterio hay una relativa homogeneidad práctica en planteamientos y costumbres. También hoy podemos comprobar esta realidad en algunos hogares cristianos santos, donde se vive con orden y proporción, con laboriosidad y sin ocios y entretenimientos excesivos, donde hay espacio para la oración, la lectura espiritual y la limosna, donde, evitando lo supérfluo, se vive en todo con una gran sobriedad alegre, donde los hijos obedecen de buen grado a los padres, porque les aman y se saben amados; donde, en cambio, no hay lugar para el desorden, para la pereza interminable en el sueño, para la vanidad y el gozo ávido e ilimitado del mundo presente, ni para las indecencias en el vestir, en la televisión o en otras costumbres paganas.

Pues bien, en la época que nos ocupa, esta homogeneidad entre hogar laico y monasterio, estaba al parecer relativamente generalizada -digamos al menos que cuando se daba, no causaba excesiva extrañeza entre los cristianos-. Los escritos de los Padres sobre las vírgenes o sobre las viudas cristianas dan a unas y a otras una fisonomía que hoy sería la propia de la vida religiosa. También las familias de santos -como Santa Mónica y San Agustín, o más tarde, hacia el 600, los santos hermanos Leandro, Fulgencia, Isidoro y Florentina-, nos hacen pensar en la calidad monástica, es decir, evangélica de los mejores hogares cristianos. Algunos de estos santos, procediendo de hogares plenamente cristianos, vienen más tarde a ser monjes, y de entre ellos, algunos serán Obispos, pastores que exhortan a sus fieles a imitar la vida de los monjes. Veamos sobre esto un par de ejemplos.

San Basilio el Grande (329-379), nacido en una familia noble y rica del Ponto, estudia en Cesarea, Constantinopla y Atenas. Su santo abuelo cristiano había sufrido por la fe la confiscación de sus bienes y tuvo que vivir huído en las montañas. De él, pues, y también de su abuela, Santa Macrina, aprende Basilio ya de niño a admirar a aquellos que están dispuestos a dejarlo todo por el amor de Cristo. Es más tarde, sin embargo, y a ruegos de su hermana Macrina, cuando se retira con ella, con su madre y con varias mujeres de servicio, para llevar en una finca de la familia una vida dedicada a la virtud. Pronto se le une su compañero de estudios Gregorio, que será después obispo de Nazianzo, y crece la comunidad. Finalmente Basilio, que vendrá a ser para los monjes orientales lo que Benito para los de occidente, es elegido obispo de Cesarea. Pues bien, con estos antecedentes, no es raro que San Basilio, ya de pastor, igual que el Crisóstomo, dé a monjes y laicos una doctrina espiritual común, centrada siempre en el Evangelio, sin ver en los monjes otra cosa que cristianos que siguen perfectamente las enseñanzas de Cristo. Tampoco extraña nada que Basilio exhorte a los laicos a que se vean siempre en el espejo evangélico de los monjes. Él mismo vivió así con los suyos antes de ser monje. Los laicos, en efecto, así lo manda Cristo, deben guardarse del mundo, alimentarse asiduamente de la Palabra divina, practicar la oración continua, llevar vida austera y penitente, renunciando a todo lujo y vanidad, a toda avidez de consumo y diversión, prontos a compartir sus bienes con los necesitados. ¿Pero no es ésa, precisamente, la vida de los monjes?

San Juan Crisóstomo, su mejor amigo, sigue una trayectoria semejante. Nacido en Antioquía, lleva en su propia casa una vida de austero ascetismo con su madre Antusa, que ha quedado viuda a los veinte años. Más tarde se retira al desierto con los monjes, hace después vida apostólica en Antioquía, y finalmente es hecho patriarca de Constantinopla. El gran Crisóstomo, ya de Obispo, mantiene siempre que todos los cristianos deben vivir como los monjes, es decir, evangélicamente; por tanto, todos deben orar y meditar asiduamente las Escrituras, todos han de ser sobrios en comida, bebida, vestido, diversiones o habitación, todos deben estar dispuestos a comunicar sus bienes con los necesitados.

Ventajas de imitar a los monjes

Tres ventajas principales hay en que laicos y pastores tomen como modelos a los monjes.

-1. Humildad. La imitación de los modelos más altos de vida mantiene siempre, por contraste, en la humildad. Y si esa imitación no es fiel, y los seculares se abandonan a la vida mundana, al menos son conscientes de estar lejos del Evangelio, y sienten mala conciencia, paso previo a la conversión y perfección.

-2. Perfección. Si los que se mantienen en el siglo, por voluntad de Dios, imitan a los monjes, entonces viven santamente en el mundo, en sus hogares y tareas, y por este camino secular llegan a la perfección. Ellos son los que dan de verdad la imagen del laico perfecto.

-3. Vocaciones. De un ambiente grandemente apreciador de la vida religiosa, la que sigue más de cerca los consejos evangélicos, proviene lógicamente un gran número de vocaciones sacerdotales y monásticas. En ocasiones van al monasterio familias enteras -ya he aludido algún ejemplo-, como lo veremos también en la Edad Media y Moderna.

La gran trampa permanente

Los laicos relajados siempre han tratado de justificar su alejamiento del Evangelio alegando que ellos no son monjes. Los monjes llevan una vida sobria y penitente, dedicada al trabajo y a la oración, son asiduos a la Palabra divina y a los sacramentos, y tan unidos en caridad y menospreciadores de la riqueza, que no tienen pobres entre ellos. Pero todo eso, por lo visto, les conviene a ellos, es decir, no por ser cristianos, sino por ser monjes. Los demás bautizados, puesto que Dios los quiere en el mundo, estarían autorizados a vivir muy lejos de ese modelo de vida «monástica»; es decir, ellos podrían mantenerse carnales y mundanos, ya que, obviamente, «no son monjes».

A esto los Padres, como el Crisóstomo, responden:

Los que vivimos en el mundo, «aprendamos a cultivar la virtud y a procurar con todo empeño agradar a Dios. No pretextemos ni el gobierno de una casa, ni los cuidados que ocasiona una esposa, ni la atención a los niños, ni ninguna otra cosa, y no se nos ocurra pensar que ésas son excusas suficientes para autorizar una vida negligente y descuidada. No profiramos esas miserables y estúpidas palabras: «Yo soy un laico, tengo una mujer, estoy cargado de hijos». «Ése no es asunto mío. ¿Acaso he renunciado yo al mundo? ¿Va a resultar que soy un monje?» -¿Qué dices tú, querido mío? ¿Es que sólo los monjes han recibido el privilegio de agradar a Dios? Él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, y no quiere que nadie descuide la virtud» (Hom. in Gen. XXI,6).

Las virtudes perfectas de los monjes son posibles a los laicos, con la gracia de Dios. «Si es imposible al seglar practicarlas, ... si con el matrimonio no es posible hacer todo eso que hacen los monjes, todo está perdido y arruinado, y la virtud se queda en nada» (In Ep. ad Hebr. hom. VII,4). Por el contrario, en el mundo son innumerables las obras buenas, de misericordia, de apostolado, que pueden y deben ser realizadas por los laicos (In Act. Ap. hom. XX,3-4).

«Mucho te engañas y yerras si piensas que una cosa se exige al seglar y otra al monje... Si Pablo nos manda imitar no ya a los monjes, ni a los discípulos de Cristo, sino a Cristo mismo, y amenaza con el máximo castigo a quienes no lo imiten, ¿de donde sacas tú eso de la mayor o menor altura [de vida de perfección]? La verdad es que todos los hombres tienen que subir a la misma altura, y lo que ha trastornado a toda la tierra es pensar que sólo el monje está obligado a mayor perfección, y que los demás pueden vivir a sus anchas. ¡Pues no, no es así! Todos -dice el Apóstol- estamos obligados a la misma filosofía» (Contra impugnadores III, 14).

Para precisar más esta cuestión, es preciso añadir que en el Crisóstomo, como en otros autores de la época, la misión propia de los laicos y los modos de santificación peculiares de una vida secular tienen aún escaso desarrollo en el pensamiento teológico. Otra cosa es en el plano práctico. En efecto, es precisamente el pueblo cristiano de estos siglos el que venció al mundo pagano, y comenzó la transformación del mismo en el pensamiento y las artes, la cultura, las leyes y las costumbres, poniendo las bases para la Cristiandad del milenio medieval. Éste es el dato histórico: los laicos cristianos más admiradores de la vida religiosa, han sido los renovadores más eficaces del mundo secular, aunque todavía la espiritualidad laical careciera de especiales desarrollos teóricos.

Oración, ayuno y limosna

Los Padres antiguos llaman, pues, a los laicos a la perfección. Ahora bien, ¿por qué prácticas concretas fundamentales orientan los Padres la via perfectionis de los laicos? Por el camino de la sagrada tríada penitencial: oraciones, ayunos y limosnas. Por estas tres santas obras orientan no sólo la predicación, sino también la misma disciplina de la Iglesia. En efecto, padres y concilios organizan la vida del pueblo cristiano principalmente mediante las oraciones (Horas, Eucaristía dominical), los ayunos (días penitenciales) y las limosnas (diezmos, primicias y colectas).

Es éste un camino de perfección muy antiguo: «Buena es la oración con el ayuno, y la limosna con la justicia» (Tob 12,8; +Jdt 8,5-6; Dan 10,3; c 2,37;3,11), reiniciado por Cristo en el desierto (Mc 1,13; +Ex 24,18), y enseñado por él en el Sermón del Monte (Mt 6,2-18). Es el camino de perfección seguido por los laicos en la Iglesia primera (Hch 2,44; 4,32-37; 10,2.4.31; 13,2-3; 14,23; 1Cor 9,25-27;2Cor 6,5; 11,27) y en la disciplina de la Iglesia antigua (Dídaque 1,5-6; 7,4; 8; 15,4; Pastor de Hermas, comp.5,3; +S.Justino, 1Apolog. 61,2).

Así San León Magno (+461): «Tres cosas pertenecen principalmente a las acciones religiosas: la oración, el ayuno y la limosna, que se han de realizar en todo tiempo, pero especialmente en el tiempo consagrado por las tradiciones apostólicas», adviento, cuaresma, etc. (Hom. 1ª sobre el ayuno en diciembre 4; +4ª,1; Hom. 10ª en cuaresma; S.Juan Crisóstomo: MG 51,300). Como hace notar Juan Pablo II, «no se trata aquí sólo de prácticas momentáneas, sino de actitudes constantes, que imprimen a nuestra conversión a Dios una forma permanente» (14-3-1979; +21-3-1979).

Ayuno que libera del mundo, y que no es sólo apartamiento del mal, sino también continua austeridad de vida, que evita un consumo ávido de mundo visible, con todas sus variedades y fascinaciones. Oración que vuelve a Dios en la liturgia, la lectura de la Palabra divina, la meditación silenciosa. Limosna que vuelve al prójimo en la ayuda y la donación.

Por lo demás, fácilmente se entiende que oración-ayuno-limosna se posibilitan y potencian entre sí. Así lo afirma San Pedro Crisólogo (+450): «Tres son, hermanos, tres las cosas por las cuales dura la fe, subsiste la devoción, permanece la virtud: oración, ayuno y misericordia. Oración, misericordia y ayuno son tres en uno, y se dan vida mutuamente» (Sermo 43). Ésta es la clave para el perfeccionamiento de la vía laical, y por ahí se orienta también la espiritualidad seglar en la Edad Media (+STh Sppl. 15,3).

Los sacerdotes y la perfección evangélica

La Iglesia conoció desde el principio la necesidad de que los pastores sagrados, representantes de Cristo, se revistieran de especial santidad de vida.

Esta verdad se revela claramente, por ejemplo, en las exhortaciones que hace San Pedro, para que los pastores sean «modelos del rebaño» (1Pe 5,3), o en las que hace San Pablo, sobre todo en sus cartas pastorales (+C. Spicq, Spiritualité sacerdotale d’après Saint Paul; P.H. Lafontaine, Les conditions positives de l’accession aux Ordres dans la première législation ecclésiastique, 300-492; F. Rodero, El sacerdocio en los Padres de la Iglesia).

Ahora, en el siglo IV, ante el peligro de que el clero secular se mundanice, debido a su nuevo prestigio social, una vez más los Padres tienen en cuenta la referencia ascética de los monjes. Por lo demás, muchos de los Obispos más notables de la época fueron monjes y, siendo ya pastores, siguieron viviendo como tales: Ireneo, Atanasio, Basilio, Crisóstomo, los dos Gregorios, Hilario, Martín.

También aquí acudiremos al ejemplo de San Juan Crisóstomo. En él, concretamente, «el conflicto entre la concepción contemplativa y solitaria y la concepción apostólica de la perfección cristiana termina con el triunfo de la vida apostólica» (Meyer 249). Él, personalmente, ya Obispo, sigue viviendo en oración y penitencia, con la austeridad de un monje (Paladio, Diálogo 12; 17). Procura en ocasiones persuadir con gran empeño a algunos monjes para que acepten las órdenes sagradas y, dejando su soledad, vengan a santificar al pueblo. Y reprocha a otros que, permaneciendo lejos de la ciudad, esconden su luz bajo el celemín, y rechazando obstinadamente las órdenes, no quieren colocar su lámpara sobre el candelabro, para que ilumine a todos los de la casa (+Mt 5,15).

Los seis libros Del sacerdocio, obra compuesta por él hacia el 386, antes de recibir la ordenación presbiteral, son un altísimo canto a la santidad excelsa de este ministerio sagrado, tanto por su consagración a la divina liturgia, como por su dedicación a la caridad pastoral. El siervo fiel y prudente, el que de verdad ama a Cristo, es el que entrega toda su vida y amor a cuidar de su rebaño eclesial (De sacerdotio II,4; +Mt 24,45; Jn 21,15). Los peligros que acechan al sacerdote en el mundo son muchos, pero la gracia del Cristo glorioso le asiste poderosamente, y actúa a través de él, aunque no siempre el sacerdote viva conforme a lo que es. En efecto, «la gracia lo hace todo», y a través del sacerdote «es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo el que dispensa (oikonomei) todas las cosas; el sacerdote no hace sino prestar su lengua y ofrecer su mano» (In Joann. hom. LXXXVI,4).

Por todo ello, «el sacerdote ha de tener un alma más pura que los rayos mismos del sol, a fin de que nunca le abandone el Espíritu Santo, y pueda decir: «Vivo yo, mas no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20)... Y así es que mucha mayor pureza se exige del sacerdote que del monje. Y es el caso que a quien mayor se le exige, está expuesto a mayores riesgos en que forzosamente la manchará, si con asidua vigilancia y fervor extraordinario no hace su alma inaccesible a ellos» (De sacerdotio VI,2).

La condición de embajador de Dios, y aún más, la dedicación a la Eucaristía, el contacto con el sagrado cuerpo de Cristo, exigen del sacerdote la más alta santidad. Y así «el alma del sacerdote ha de brillar como una luz que alumbra a toda la tierra». Por una parte, ha de conocer bien los asuntos seculares, y por otra, ha de estar libre de ellos. «Ha de ser multiforme», sabiendo hacerse a personas de muy diversa condición. Ha de ser a un tiempo «benigno y severo» (ib.). Y todo esto entre tormentas, y sufriendo a un tiempo el ataque de tantas bestias feroces (VI,12). «Si con esos ojos de la cara te fuera concedido ver el tenebrosísimo ejército del diablo, y la furia con que nos acomete, comprenderías que es más terrible esta guerra del espíritu que la otra guerra material» (VI,13). Y en ese combate están metidos diariamente los pastores sagrados...

Así pues, si grande ha de ser la fortaleza del monje para sobrellevar los trabajos de la ascesis en la soledad, ¿cuál será la fortaleza requerida por el sacerdote?... «No admiremos, pues, como cosa del otro mundo al monje, porque viviendo para sí solo no se perturba ni comete muchos y grandes pecados, como quiera que tampoco tiene grandes ocasiones que le azucen y despierten el alma. Pero el que entregado a muchedumbres enteras y obligado a llevar sobre sí los pecados de todos, permanece inconmovible y firme, llevando el timón de su alma en medio de la tormenta como si estuviera en la calma del puerto, ése sí que merece justamente los aplausos y la admiración de todo el mundo» (VI,6). De hecho, muchos que pasan de la paz del desierto a la guerra de la vida pastoral, no crecen en la virtud, y pierden la que trajeron de la soledad (VI,7).

Por todo ello, ha de extremarse el cuidado en la selección de los candidatos a las ordenes sagradas. «El que aun tratando y conviviendo con todo el mundo es capaz de conservar intactas e inconmovibles, y hasta con más cuidado que los mismos monjes, la pureza y la paz, la castidad y mortificación y vigilancia y demás virtudes propias de los monjes, ése es auténtico candidato al sacerdocio» (VI,8). Éste sí, santificando a otros, se santifica él. Y la verdad es que «no consigo creer que pueda salvarse quien nada trabaja por la salvación de su prójimo» (VI,10).

Valgan estos textos del Crisóstomo para comprobar cómo está viva en la época de los Padres la convicción de que los sacerdotes seculares pueden y deben aspirar a la perfección espiritual, en medio del mundo, en el que permanecen urgidos por su caridad pastoral.

Disciplina eclesial

Los pastores de estos siglos celan vigorosamente por la santidad del pueblo cristiano. Principalmente por la predicación y los sacramentos, pero también aplicando, cuando es preciso, la disciplina penitencial de la Iglesia o incluso la excomunión.

En Efeso, reunido San Juan Crisóstomo con otros setenta obispos, destituye a seis obispos; en el Asia Menor depone a catorce... Ciertos errores o abusos no deben tolerarse en la Iglesia. Y él no los tolera.

Gracia y libertad

La Iglesia, poco después de haber superado el error terrible del pelagianismo (Pelagio, 354-427), que negaba el pecado original y la necesidad que el hombre tenía de la gracia para ser bueno y salvarse, hubo de enfrentar el error más oscuro e insidioso del semipelagianismo, difundido por Fausto de Riez (+490?) y otros monjes de las Galias, en especial los de Marsella (massilienses).

El semipelagianismo procede, como el pelagianismo, de un optimismo antropológico falso. En su modo de ver la vida cristiana, Dios ama igual a todos, y a todos ofrece su gracia igualmente. A la parte de Dios ha de añadirse la parte del hombre, y es ésta, lógicamente, la que determina, por su mayor o menor generosidad, la altura alcanzada en la perfección cristiana. El hombre, por tanto, puede prestar su asentimiento a la gracia desde sí mismo, sin el auxilio de la misma gracia. En definitiva, pues, es el hombre quien lleva la iniciativa de su vida espiritual, y es él mismo quien se diferencia de los otros por su mayor o menor respuesta a las invitaciones de la gracia.

La reacción de la Iglesia, encabezada por San Agustín, contra esta falsificación del Evangelio, no se hace tardar. Y especialmente en el concilio de Orange, en las Galias (a.529), bajo la guía sobre todo de San Cesáreo de Arlés, se rechaza el semipelagianismo con energía. La Virgen María o Jesús no son los más amados de Dios porque son los más buenos, sino que son los más buenos porque son los más amados de Dios. Y si no, ¿qué méritos previos tenían María o Cristo para nacer exentos del pecado original? Pues bien, esa misma primacía causal del amor de Dios sobre la libre respuesta humana ha de aplicarse a todos y cada uno de los hombres. En efecto, «en toda obra buena no empezamos nosotros y luego somos ayudados por la misericordia de Dios, sino que él es quien nos inspira primero -sin que preceda merecimiento bueno alguno de nuestra parte- la fe y el amor a él» (Denz 397). Por tanto, como afirma Bonifacio II haciendo suyo el Concilio arausicano, «no hay absolutamente bien alguno según Dios que alguien pueda querer, empezar o acabar sin la gracia de Dios» (ib. 399).

Éstos son unos siglos en los que, como en los precedentes, todavía la vida espiritual cristiana irradia un esplendor alegre, el que procede de una doctrina de la gracia verdaderamente católica. La predicación de los Padres, sobresaliendo entre ellos la de San Agustín, cuya autoridad en la época es máxima, y también las mismas oraciones litúrgicas -paráfrasis líricas, muchas veces, de las definiciones de los Concilios de estos años-, sumergen continuamente al pueblo cristiano en una atmósfera de gracia, haciéndole intuir continuamente que la vida cristiana es ante todo un don magnífico y gratuito del Cristo glorioso.