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Falsificación de la historia cristiana

El paso del Evangelio a la Ilustración, de la fe a la mera razón, se cumple en los incrédulos calumniando los tiempos anteriores de Cristiandad. En efecto, los que pretenden hacer sin Cristo un mundo nuevo, lógicamente necesitan desacreditar el mundo que venía realizándose con Cristo: «Ahora es cuando pasamos del oscurantismo al siglo de las luces»... Y también los católicos mundanizados, poco a poco, interiorizan ese mismo planteamiento universal. Esto ha exigido, por supuesto, una enorme y sistemática falsificación de la historia cristiana.

Pues bien, aquí nos interesa especialmente conocer la actitud de estos católicos mundanos, que se suman con fervor de neófitos a esa siniestra descalificación de la Cristiandad.

La condena del pasado (del pasado cristiano)

«Cualquier tiempo pasado fue peor». El cristiano mundanizado, que ve la paja en el ojo del cristianismo antiguo y no ve la viga del actual, deseoso de integrarse a fondo en el mundo moderno, está constreñido a la necesidad de repudiar el pasado, de cortar, en todo lo que venga exigido, con la tradición de la Iglesia. Y en el mejor de los casos, decide simplemente ignorar, o si se quiere, olvidar la miserable historia del pueblo cristiano, desentendiéndose de ella. Borrón y cuenta nueva. No tenemos por qué cargar con la vergonzosa historia de la Iglesia. Vivamos el cristianismo, pero sin lastres de tradición, partiendo de un Evangelio entendido a la luz del mundo moderno, no de los Padres antiguos, y menos aún del Magisterio apostólico.

Se da en esto una paradoja muy curiosa. Muchos que prestan apasionado interés a la historia sagrada de Israel, y ven continuamente en ella las intervenciones del «fuerte brazo de Yavé», consideran, por el contrario, con una visión secularizada la historia sagrada de la Iglesia, dirigida continuamente por el Cristo glorioso, Señor de la historia, a quien ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Es decir, no quieren en modo alguno entender la historia de la Iglesia como historia de Cristo, porque ello les enfrentaría con el mundo. Y, por lo demás, suelen mostrarse convencidos de que, si queremos proceder seriamente, debemos prescindir de toda intervención histórica de la Providencia divina, y explicarlo todo en términos culturales, ideológicos o economicistas. En pocas palabras: «debe negarse toda acción de Dios sobre los hombres y sobre el mundo» (Pío IX, 1864, Syllabus 2).

La condena del pasado -la condena, se entiende, del pasado cristiano-: éste es el pasaporte que a los cristianos hoy se les exige para circular libremente por el mundo. Sin él quedan hundidos en la masa irrecuperable de los retrógrados, es decir, de los nostálgicos del pasado. Por tanto, para adquirirlo están dispuestos a pasar por todos los trámites que se les exijan. He aquí algunos:

-Ignorar o devaluar la obra de Cristo en la historia de los pueblos de Occidente. Ésta es una exigencia sistemática de los modernos incrédulos, que con fervor asumen los cristianos mundanizados -liberales, socialistas, liberacionistas, etc.-. Y así, por ejemplo, podemos ver cómo hacen éstos la historia de España o de Europa o de Hispanoamérica, bajo la secreta censura de aquella exigencia sistemática. Siendo la verdad que en esa historia todo lo mejor viene directamente de la Iglesia, prescinden de ésta, o le dedican un capítulo aparte, bastante hostil. Resulta patético, pues la verdad es que escribir así la historia de esos pueblos viene a ser como escribir la biografía de Beethoven olvidando decir que era músico, o diciéndolo en una nota a pie de página. Es un fraude, es una falsificación total. Eso explica, por ejemplo, que haya autores sinceramente católicos que al propugnar hoy la unidad de los países de Iberoamérica se remiten no a los tres siglos confesionales hispánicos, XVI, XVII y XVIII, en que estuvo efectivamente unida en un sólo espíritu católico, ¡sino a los sueños del general Bolívar, el que con otros partió el mapa de América en más de veinte trozos!...

-No es bastante, sin embargo, ignorar o devaluar el pasado histórico cristiano, es preciso pisotearlo, calumniarlo. He aquí un ejemplo. Un periodista católico, corresponsal en Roma de un gran diario nacional, dando la noticia de una venganza odiosa sucedida en Palermo, se despacha así sobre la Edad Media: «Un gesto de bárbaros. Algo indigno de una sociedad civilizada. Un acto medieval, propio de cierta cultura retrógrada, basada en conceptos absurdos... Una cosa medieval, salvaje, cruel» (17-11-1992). El milenio europeo cristiano -el de las catedrales y las Summas, el del ideal caballeresco, el que eliminó la esclavitud y suavizó las costumbres de romanos y bárbaros, el que produjo la unidad europea en una fe, una lengua y una cultura- es un tiempo oscuro y bárbaro, indigno y cruel, salvaje y basado en fundamentos absurdos...

Complicidades oscuras, muchas veces inconscientes

¡A qué mentiras y degradaciones puede llegar un cristiano semipelagiano, que para entrar en el mundo, en el mundo cultural y político sobre todo, «y así poder influir sobre él» cristianamente (!), está dispuesto a pagar el peaje que se le exija!... Pero no pensemos que estas actitudes miserables suelan ser conscientemente oportunistas, y por tanto perversas. No. La mentira de los cristianos que reniegan del pasado cristiano está fabricada de ignorancia y de virtudes falsas.

Muchos de los cristianos que se hacen cómplices del mundo en la condenación de la historia de la Iglesia lo hacen sin mala intención, más aún, en contra de sus convicciones personales. Ellos, simplemente, por superficialidad, por ligereza, por falta de advertencia, se dejan llevar en la ocasión por una forma mentis mundana, que condiciona fuertemente los juicios y más aún el lenguaje de nuestro tiempo. Y así vienen a dar en el axioma: «antes íbamos mal, ahora vamos bien». Si se les hace pensar un poquito, reconocen con facilidad que antes no íbamos tan mal, y que ahora, en todo caso, vamos peor.

Los católicos mundanos, que aceptan cualquier calumnia contra la cristiandad pasada o presente sin el menor sentido crítico o histórico, creen aceptar estas calumnias del mundo en el nombre de la veracidad y de la humildad, virtudes tan eminentemente evangélicas. Según estos pseudo-cristianos, dejándonos de prepotencias salvadoras, hemos de reconocer que «la fuerza de progreso está en el mundo». Es el mundo el que descubre y progresa; más aún, que descubre y progresa «en la medida en que se independiza del yugo oscurantista de la Iglesia», que esclavizó el pensamiento durante tantos siglos de Cristiandad. La Iglesia, en efecto, ha sido siempre «la última en enterarse de las cosas»; y ahora, «si no quiere perder una vez más el tren de la historia», debe «reconciliarse con el mundo moderno», deponiendo ante él toda confrontación, toda actitud belicista o de fuga mundi. Sólo así podrá «recuperar el tiempo perdido», tan neciamente perdido durante tantos siglos... Desde el Calvario, para ser exactos, donde Cristo entabló combate abierto contra el pecado del mundo y contra su Príncipe satánico, y «venció al mundo» (Jn 16,33).

La aprobación del presente (del presente pagano)

El actual cristiano mundanizado, no sólo ha de repudiar el pasado cristiano, sino que ha de mostrarse de acuerdo con el mundo moderno en sus planteamientos generales. Podrá mostrarse crítico en puntos concretos -ciertas injusticias sociales, esta guerra, aquella marginación de un grupo-; pero en modo alguno le será permitido poner en duda las tesis fundamentales de un mundo que quiere autoconstruirse sin Dios. Y por consiguiente, él mismo no se lo permitirá, ni siquiera en el pensamiento. Juzga que debe proteger ante todo su misión como cristiano en el mundo, evitando el martirio como sea (!).

A ver si en tema tan grave consigo expresarme con claridad. El cristiano mundano, descristianizado, de hecho, considera los errores y maldades que abundan en el mundo sinCristo con una benignidad que sólo puede compararse con la dureza de su juicio hacia el pasado cristiano. No es que no vea los males del mundo moderno, es más bien que ignora que el rechazo de Cristo y de su Iglesia es la causa principal de todos esos errores y males. Intentaré explicarme con un ejemplo.

Imaginemos que un grupo de cristianos llega a vivir en una región en la que todos los ciudadanos acostumbran vivir cabeza abajo, es decir, sobre las manos y con los pies en alto. Los inconvenientes de tal postura, tan absolutamente contraria a la naturaleza, son patentes: dolores de cabeza insoportables, malformaciones de la columna, enfermedades de la vista, ineficiencia en el trabajo, hambre, privaciones, enfermedades, etc. Y supongamos que esos cristianos, participando en una asamblea de tal región que trata de remediar alguno de estos males, entran como los demás en los debates, apoyan o rechazan las soluciones concretas ofrecidas, etc., pero no dicen nunca: «Hermanos, no sigan engañados: pónganse de pie, con la cabeza a lo alto, y verán cómo se les pasan todos los males». ¿Qué habría que pensar de esos cristianos?...

Los horrores del mundo sinCristo

He dicho que los cristianos mundanos ven con una benignidad cómplice los males concretos del mundo sinCristo, aunque ignoran las premisas perversas de las que proceden. Pero quizá fuera más exacto decir que no ven esos males. Y es que los males del mundo moderno son tan abrumadores que, finalmente, por el estupor y la costumbre, resultan casi invisibles.

El siglo XX se ha mostrado el más homicida de cuantos conoce la historia: cientos y cientos de millones de hombres muertos por violencia humana en guerra -I y II Guerra Mundial, matanzas nazis de judíos, Biafra y Uganda, Vietnam y Camboya, Bosnia y Ruanda, etc.-.

Según informa en 1995 una comisión universitaria hispano-rusa, cincuenta y seis millones de personas murieron a causa del comunismo de Stalin. Cuarenta y dos millones de rusos, según un informe de la KGB (1994), fueron asesinados entre 1928 y 1952. Un estudio estadístico realizado en 1992 afirma que desde 1945 se han combatido más de 149 guerras llamadas locales, con un total de más de veintitrés millones de muertos, que viene a ser la mitad, o quizá menos, de las víctimas de la II Guerra Mundial. En 1995, según un informe de las Naciones Unidas, había en el mundo cincuenta conflictos armados, y veintisiete millones de personas desplazadas de sus hogares...

A todas estas muertes y violencias innumerables hay que añadir la matanza continua de millones de niños abortados, muchos de ellos legalmente y a cargo de los contribuyentes. Un estudio de la Universidad Católica de Roma afirma en 1997 que el aborto legal acaba con la vida de cuarenta millones de niños al año en todo el mundo -110.000 al día-, y que en algunos países el número de abortos llega a triplicar al de nacimientos.

Junto a eso, cientos de millones de personas mueren de hambre, de miseria, de enfermedades evitables, sin que el Occidente opulento pueda remediarlo. No puede, es decir, no quiere, o quiere con una voluntad absolutamente ineficaz, porque no parte de Dios.

Pero fijémonos sobre todo en los mismos pueblos ricos descristianizados. En la medida en que el naturalismo va pisoteando en Occidente las tradiciones cristianas, se rompen cada vez con más frecuencia los matrimonios, crecen las enfermedades psíquicas y el suicidio, y aunque se multiplica más y más el número de policías, aumenta la delincuencia juvenil y la criminalidad general, desbordando completamente las posibilidades procesales de los juzgados. Crece el uso de las drogas, la prostitución infantil, las sectas destructivas, el sida, la pornografía, el divorcio y el número de hijos ilegítimos. Disminuye en cambio la nupcialidad y la natalidad, y pueblos antes vigorosos son hoy naciones de ancianos. Baja la calidad de la enseñanza, los delitos ecológicos son enormes, a veces irreversibles, van desapareciendo las variedades regionales y nacionales, y se impone a escala general una uniformidad a la baja. La televisión, por su parte, que es vista cada día durante dos o tres horas como media, termina de embrutecer al pueblo.

El espíritu del mundo moderno, consumando una deliberada ruptura con la tradición, hace que muchas veces los padres vean con dolor que no pueden educar a sus hijos, que no logran comunicarles su espíritu y transmitirles su fe y sus valores. Por otra parte, la libertad real se reduce, se angosta, viéndose la persona sometida a presiones mentales y conductuales cada vez más eficaces. El culto al cuerpo, al sexo y a la riqueza, así como la adoración de cantantes o de atletas nos retrotrae a tiempos de Roma o de Grecia. Los Estados muestran una y otra vez su impotencia ante el narcotráfico criminal y la tragedia de la drogadicción.

Y hay abismos criminales de distancia creciente entre la miseria de los pueblos más pobres y la opulencia de los más ricos (Vat.II, GS 9b). La Conferencia sobre Comercio y Desarrollo de las Naciones Unidas informa en 1996 que la diferencia entre países ricos y pobres, que a comienzos de los 60 era del 13,3 % ha aumentado al 18 %. Mientras muchos seres humanos mueren de hambre, se destruyen grandes cantidades de alimentos, para mantener altos los precios. Y hay países ricos que gastan más en adelgazar que otros pobres en comer.

La filosofía desfallece hasta perderse, prácticamente, en meras consideraciones psicológicas y políticas, sociales, ecológicas y literarias. Dieron la espalda a la Verdad divina, y «alardeando de inteligentes, se hicieron necios» (Rm 1,12). En contra del principio de subsidiariedad, crece como un tumor canceroso el Estado moderno -marxista, socialista o liberal-, y acumulando un enorme poder cultural y económico, fácilmente genera corrupción en los políticos, al mismo tiempo que en las ocasiones más urgentes se muestra impotente para ayudar a países agonizantes, que son remitidos más bien a la ayuda de organizaciones no gubernamentales, de escasos medios... El siglo de los derechos humanos y del respeto a la dignidad de la persona termina, por ahora, con los horrores de Bosnia, o con la imagen espantosa de las palas mecánicas que en Ruanda acarrean miles de cadáveres hasta las fosas comunes.

¿Hasta qué punto tienen que estar ciegos aquellos cristianos ilustrados y liberales, modernos «amatores mundi», que se niegan a ver, y más aún a reconocer los terribles males que han ido creciendo en un mundo sinDios? Los cristianos normales ven esa abundancia de males y hablan de ellos con toda naturalidad, pues no están inhibidos ni para ver ni para hablar. ¿Pero será posible que en los juicios, indeciblemente pedantes, de esos teóricos cristianos pueda más su ideología de gabinete que la realidad del mundo, patente a cualquier cristiano sencillo? ¿Será posible que, para «estar al día» y para «ser del mundo» moderno, estos cristianos estén dispuestos a renunciar a la filosofía, arte, derecho, pedagogía, doctrina social y política, etc., de la cultura cristiana -más aún, a condenar todo ello, cumpliendo así con las exigencias del mundo secular-, y a aceptar a cambio lo que el moderno mundo ateo o agnóstico va imponiendo en filosofía, arte, derecho, pedagogía, doctrina social y política, etc.?... Es posible, es un hecho.

La estética de la fealdad

El rechazo de Dios, y más concretamente de Cristo y de su Iglesia -el mismo espíritu que en Occidente ha maleado la vida social y política, ha roto las familias, ha imbecilizado la filosofía, y en general ha deshumanizado a los pueblos-, lógicamente, ha degradado la estética moderna, hundiéndola en la fealdad. Es un mismo impulso descendente.

Ya sé que Beethoven y otros músicos fueron en sus principios enérgicamente reprobados, o que Van Gogh apenas consiguió vender en su vida un solo cuadro; y que como ellos, muchos otros artistas, que no fueron apreciados en su tiempo, son hoy patrimonio glorioso de la humanidad. Y el saberlo, me obliga a expresarme en este punto con especial cautela; pero no me hace callar. No nos hace callar. Cada vez, en efecto, son más las voces, incluso fuera del cristianismo, que venciendo eficacísimas constricciones del mundo, se atreven a denunciar la fealdad del arte actual, enfrentándose a la excomunión fulminante de los círculos estéticos vigentes.

En efecto, el arte moderno extiende la fealdad en innumerables campos de la producción estética. Hoy, sin duda, hay artistas modernos -pues viven actualmente- que siguen produciendo bellísimas obras de arte. Pero lo que suele llamarse arte moderno suele ser congénitamente feo. Al pueblo, ajeno a la pedantería estética, no le gusta aquel arte moderno que, queriendo partir de cero y liberarse de toda referencia a la naturaleza o a los lenguajes estéticos de la tradición, pretende autoafirmarse en un solipsismo arbitrario y subjetivo. Pero, como digo, incluso los intelectuales críticos, cada vez con mayor frecuencia, se van atreviendo a denunciar la invasión de la fealdad en la pintura o la arquitectura, en la poesía, el teatro o la música, y en tantos otros campos.

En el año 1995, Francisco Nieva denuncia «una estética trufada de feísmo voluntario». En efecto, «ha habido en todas las artes, a través del siglo XX, una rara atracción por el mal, por el gusto de una vida a la inversa, en que lo bello tiene que ser feo para ofrecernos más picante y más "profundidad". Ésa es la demoníaca tentación de los que se creen tan exquisitos que se sienten por encima de la belleza y el placer, y quieren imponer esa suerte de salvación a la inversa, para ver el mundo acoplarse a ellos, en ese área de insatisfacción y de carencia resignada».

En 1994, Miguel Fisac, medalla de oro de la Arquitectura Española, afirmaba sin rodeos: «La arquitectura española es tan desastrosa como la del resto del mundo. La arquitectura que se hace en estos momentos es la peor de toda la Historia. Pero es, a la vez, la que mejor expresa la sociedad en la que vivimos. Tenemos la arquitectura que nos merecemos».

Por su parte, en 1990, el profesor de estética Pedro Azara, con el mismo atrevimiento de los antes citados, y entrando en el fondo de la cuestión, declara: «Nunca como en el siglo XX había proliferado tanto la fealdad en el arte. Se manifiesta en todos los campos. Adopta las formas más variadas y sorprendentes», hasta el punto que puede afirmarse que «la fealdad es consustancial a la modernidad» (De la fealdad del arte moderno 13, 33). Y esta fealdad ha de explicarse ante todo en clave de i-rreligiosidad. Los artistas modernos, dice el profesor Azara, emancipándose de los dioses, más aún, «como venganza» más o menos consciente contra ellos, pisotean las formas naturales, y pretendiendo ser como Dios, afirman sobre el mundo un poder divino, sin límite alguno (14-16). Más aún, exigen, aunque rara vez lo consiguen, que el pueblo les acompañe en su extraviada aventura; en efecto, «el arte del siglo XX es un arte de fanáticos que buscan imponerlo, desprestigiando el arte de los que no son fieles a la nueva religión del arte moderno» (190).

Otros autores, con unos y otros matices, han afirmado en los últimos decenios apreciaciones semejantes (R. Polin, Du laid, du mal, du faux; K. Rosenkranz, Estetica del brutto; F. Colomer, La mujer vestida de sol; reflexiones sobre el cristianismo y el arte; especialmente H. Graf Huyn, Seréis como dioses, cps. iv-v).

Verdad, bondad y belleza se exigen y posibilitan mutuamente («verum, bonum et pulchrum convertuntur»). El milagro de una belleza perfecta no puede darse si no va unida a la verdad y la bondad. Un poema que exhorta al racismo nacionalista extremo, aunque tenga aciertos parciales de gran hermosura, no puede tener profundidad ni grandeza. Una danza como la de Salomé, impregnada de seducción maligna y de finalidad homicida, no puede ser perfectamente bella. Ese poema y esa danza no pueden tener una gran belleza, pues implican una perversión de la verdadera condición humana, una falsificación de la verdad y una ofensa al bien.

Los escritos de un ateo -que escribe «como si Dios no existiese» o «como si no hubiera otra vida tras la muerte»- no pueden menos de expresar un pensamiento vano, falso, alucinatorio, en el que no puede darse una plenitud de belleza. Una novela de un autor que cree que «el hombre no es libre», sino que está interna o externamente determinado, de tal modo desfigura la verdadera condición humana, que se hace vacía de interés, por grandes que sean sus sutilezas psicológicas o sus aciertos expresivos. Por eso, un adulterio de un personaje de François Sagan no puede transmitir al lector ninguna vibración profunda, pues no hay en ese relato persona, ni hay realmente libertad, ni menos aún responsabilidad o posibilidad de premio o de castigo eternos: todo es trivial, la persona, sus actos, la vida entera, todo carece absolutamente de profundidad y grandeza. El conjunto entero es un inmenso malentendido de la realidad humana verdadera. Por eso nos da igual que ese personaje adultere o decida no hacerlo, mate al amado o él mismo se pegue un tiro. ¿Qué más da? De esta suprema trivialidad vacía padece irremediablemente la literatura actual, en su mayor parte agnóstica... El que quiera contemplar un «hermoso» adulterio literario tengrá que buscarlo en un mundo espiritual, donde haya personas y libertad transcendente, en Anna Karenina, por ejemplo.

En este sentido, el escritor franco-ruso Andrei Markine, que hace poco recibió los premios Goncourt y Médicis, declara: «No hay grandes novelas en Occidente porque hoy el hombre se olvida de los grandes interrogantes, porque disponemos de veinte tipos de yogur para no tener que hablar ni de Dios ni de la muerte. Si no se habla de eso, si no hay angustia ante lo desconocido, no hay filosofía ni gran creación artística posible» (1997).

El ateísmo produce un hombre de interioridad anímica fea y vacía, oscura, contradictoria y trivial, intranscendente, que no puede producir obras profundamente bellas. Un artista egoísta y amargado, que prefiere el mal al bien, la mentira a la verdad, el caos al orden armonioso, que estima absurda la vida, que está desesperado y que acabará probablemente suicidándose, es incapaz de producir una obra de arte llena de luminosidad y armonía, pletórica de fuerza y alegría, profundidad y transcendencia. Del mismo modo, una cultura muy alejada de la verdad y del bien, es decir, de Dios, se hace incapaz de producir obras verdaderamente bellas. Por eso, el arte del mundo descristianizado, en cuanto que pretende realizarse sin Dios, y concretamente, rechazando a Cristo, está a priori condenado a la fealdad, como se puede comprobar a posteriori.

El materialismo soviético dará lugar en el arte a un realismo estólido, a veces grotesco en su grave solemnidad. ¿Y cómo podría ser de otro modo? El materialismo capitalista engendrará monstruos arquitectónicos, en homenaje principal al poder del dinero y de la fuerza técnica. ¿Y qué se esperaba de él? El nihilismo occidental filosófico y religioso no podrá menos de glorificar el absurdo en poemas y teatros, y derivará por su propia negatividad hacia feísmos, a veces perversamente bellos, pero nunca, por eso mismo, perfectamente bellos, en pintura y literatura, escultura y música. El subjetivismo lleno de soberbia, primando estúpidamente la originalidad, menospreciará la historia precedente de la belleza, e irá a dar en un arte escuálido, feo y pedante. Y es que la fealdad interior irradia necesariamente una fealdad exterior. Aquí sí que estamos ante una necesidad histórica.

Y el arte moderno religioso de los pueblos ricos descristianizados, para ser fiel al mundo secular y «estar al día», asumirá no pocas veces fealdades del arte moderno, aunque con ello renuncie a desarrollar la inmensa belleza de las tradiciones estéticas cristianas.

El gran fracaso del mundo moderno

¿Cómo es posible no ver este mundo con horror? ¿Por qué no atreverse a pensar y a decir serenamente, sin agresividad y con toda compasión, que el mundo moderno sinDios es una monstruosidad, es un espantoso fracaso? ¿Hasta cuándo los cristianos descristianizados, para ganarse el derecho de ciudadanía en un mundo sinDios, le prestarán el homenaje sacrílego de una admiración beata o al menos de un silencio cómplice?

El mal del mundo actual es, a un tiempo, patente e invisible. Pero es sobre todo invisible. En efecto, el sistema vigente exige una «auto-censura» mental implacable. El naturalismo moderno, empeñado en organizar y dar forma al mundo sin Dios, prohibe en absoluto pensar y más aún decir que «vamos mal». Y esto pase lo que pase. Aunque se multiplicaran por diez o por cien los males actuales descritos. Es lo mismo.

Se podrá decir, sin mayores perjuicios, que «hay problemas», que hay incluso «grandes males» concretos. Esto lo autoriza el sistema, e incluso lo fomenta, como desahogo y como justificación de conciencias -no hay más que ver la tendencia de la prensa y televisión del mundo a culpabilizar a los países más desarrollados de todas y de cada una de las calamidades que afligen a los países más pobres-. Pero, atención, esas denuncias pueden ser hechas sin problemas, con tal de que jamás se ponga en tela de juicio, ni de lejos, el naturalismo del mundo moderno, cerrado a Dios, que es la causa de todos esos males espantosos, abrumadores, innumerables.

Por otra parte, el mundo sinDios se dice capaz de remediar esos inmensos males, simplemente, «mejorando la educación», «concienciando más a la población», «aumentando en las calles la presencia de la policía», «enviando tropas que separen a los contendientes», «tomando las medidas oportunas», «dictando estrictas leyes y reglamentos» sobre el asunto, aplicando «una mayor severidad en los controles», «aumentando las inversiones presupuestarias» sobre el tema, ««formando una comisión» -acompañada de otra de seguimiento-... Y los cristianos mundanizados, un día y otro día, dan crédito a estas falsas esperanzas. Unos y otros están ciegos, están locos.

«Los que guían al pueblo lo extravían,

y los guiados perecen...

Hace mucho tiempo que

somos los que Tú no gobiernas,

los que no llevan tu Nombre...

¡Ojalá rasgases el cielo y bajases,

derritiendo los montes con tu presencia!»

(Is 9,15; 63,19; 64,1).

Lo peor del mundo: construirse sin Dios y contra Dios

Ante el mal del mundo pecador, por otra parte, no basta cualquier género de denuncia, no: es necesario denunciarlo señalando su causa. Si no, no se hace nada. Ya he dicho que el mundo tolera que se denuncien sus males; lo que no permite es que se señale la causa principal de ellos.

Es preciso, pues, que los cristianos no sólamente afirmen la monstruosidad del mundo secularizado, sino también que atribuyan la causa de esa monstruosidad a que deliberadamente está construido sin Dios. Volviendo a un ejemplo anterior: no basta en la tierra de los hombres cabeza abajo denunciar sus evidentes males. Eso ellos mismos lo saben. Es preciso allí decirles que sus males vienen precisamente de andar con la cabeza abajo y los pies arriba. No basta, pues, con hacer notar que los frutos del mundo moderno están dañados; hay que atreverse a afirmar que el árbol está gravemente enfermo y por qué. El Maestro nos ha enseñado a juzgar un árbol por los frutos que da (Mt 7,16-20).

Los males y pecados que enumera largamente San Pablo en la carta a los Romanos ya eran conocidos, mejor o peor, por todos los que conservaban un mínimo de conciencia (Rm 1,18-32). Pero la fuerza salvífica de la denuncia del Apóstol está precisamente en que les muestra la causa de donde proceden: lo peor de todo, aquello de lo que proceden todos los otros males, es que «sirvieron a la criatura en lugar de al Creador» (Rm 1,25; +18-32). San Pablo, y lo mismo que él todos los Padres antiguos, no insiste demasiado en los males del mundo pagano, no se regodea en señalarlos una y otra vez -y bien que hubiera podido hacerlo-, no se cansa en un empeño tan triste, y en definitiva tan estéril. En lo que insiste es en que una vida personal o comunitaria edificada sin Dios o contra él necesariamente da lugar a verdaderas monstruosidades. Y en que sólo en Cristo tienen salvación males tan terribles.

Es lo que el Magisterio apostólico ha repetido una y otra vez en el siglo XIX, y hasta nuestros días. Así, Pío XI, al comienzo de su encíclica Quas primas (1925), recuerda que en su primera encíclica (Ubi arcano, 1922), «analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano». El diagnóstico no puede ser sino éste: «allí afirmamos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra porque la mayoría de los hombres se había alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y la gobernación del Estado, sino también [aseguramos] que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador» (+Juan Pablo II, 6-IV-1980).

El arzobispo Agustín García-Gasco mantiene una actitud apostólica semejante cuando denuncia los males presentes del mundo, por ejemplo, las violencias, señalando sus causas más profundas. La trayectoria de la humanidad al paso de los siglos, dice, está sembrada de guerras y matanzas, «pero los hechos más horribles de la historia pasada son muy poca cosa frente a lo ocurrido en el siglo XX» ... «Nunca como en este siglo se ha matado y torturado tanto, ni ha existido tal desprecio a la vida humana». Pensemos sobre todo en el aborto. Y en seguida señala la causa de ése y de tantos otros males: «No podía ser de otra manera»... «Cuando en el corazón de una sociedad muere Dios, el hombre está condenado y herido de muerte», pues «lo que constituye el espíritu del hombre es su relación con Dios», y si Dios le falta, viene a reducirse a «un animal más perfeccionado en la escala de la evolución biológica, y nada más» (Iglesia en Valencia 23-VIII-1995)

Cristianos que no entienden nada del presente

Los católicos mundanos asimilan la universal auto-censura que viene exigida por el mundo moderno, para ser así aceptados por el mundo. Si se atrevieran a pensar, y más aún a decir, que el moderno mundo sinDios es un fracaso espantoso, estarían dando la razón a los Papas antili-berales que, desde mediados del XIX, denuncian y anuncian terribles males sobre la humanidad que se rebela contra Dios y contra su Cristo. Con esa actitud reconocerían la verdad del Syllabus nefando, vergüenza de católicos ilustrados y progresistas. Cometerían, en fin, algo impensable en un católico cultivado, que aspire a ser y a hacer algo en el mundo actual. Ya se ve que el celo evangelizador les prohibe aceptar la verdad (!).

Pues bien, se hace cómplice objetivo de los mundanos sinDios aquel cristiano que no reconoce los males del mundo actual en su raíz claramente antirreligiosa, y piensa así que esos graves daños se producen a pesar de los justos y razonables planteamientos de nuestra época moderna, caracterizada por su afán de justicia y de libertad, así como por su respeto a los derechos humanos. Los ejemplos en esto son innumerables...

-Un Obispo, lamentando recientemente ciertos daños muy graves de la actual convivencia cívica, confesaba públicamente: «A pesar de que habíamos puesto tantas y tan elevadas esperanzas en el nuevo orden democrático»... Por lo visto él había puesto elevadas esperanzas de paz y convivencia en un orden democrático concreto que prescinde de Dios por tesis (!). Al parecer este Obispo ignora que el pueblo que deja a un lado a Dios -sea bajo el régimen político que sea-, ciertamente, con toda certeza, ha de sufrir muy pronto inmensos daños espirituales y materiales. Esperar otra cosa es algo que ronda con la apostasía: es creer que el hombre, prescindiendo deliberadamente de la guía de Dios, puede por sí mismo caminar derechamente, sin caerse, sin hacerse graves daños y sin dañar a nadie.

-Las noticias que una y otra vez dan los diarios de nuestro tiempo son verdaderamente un museo de los horrores. Omitiendo lugares y nombres, recordaremos algunas referentes a la infancia. En un continente hay «45 millones de niños de la calle»; de los cuales, en tal país, «más de 4.000 han sido asesinados en cinco años». En tal otro, «más de medio millón de niñas y adolescentes se someten al comercio del sexo para escapar de la miseria». Se producen en el mundo «35.000 muertes diarias de niños que son evitables». «Unos 25 millones de niños son obligados a trabajar en el mundo», normalmente en pésimas condiciones laborales (informe de las Naciones Unidas, 1997). «Cientos de niños cada año, por encargo de los comerciantes a los que roban por hambre, son asesinados mientras duermen», etc. Así un día y otro día... Y todavía hay cristianos que al conocer noticias como éstas, llenos de estupor y compasión, comentan: «Que esto suceda en pleno siglo XX», o bien: «que a estas alturas de la civilización»...

Casi habríamos de decir que las perplejidades de estas conciencias cristianas ante los males del mundo moderno, vienen a ser tan horribles como los mismos hechos que las provocan. ¿A qué «alturas de civilización» estamos, pues, tras arrojar a Dios de las leyes y de la vida social? ¿Cómo se extrañan de que pasen estas cosas «en pleno siglo XX», si lo raro es que no pasen aún peores? «Oí una vez a un hombre espiritual -escribe Santa Teresa- que no se extrañaba de las cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no hacía» (1 Morada 2,5).

-Un Obispo declara que las relaciones de la Iglesia con el Leviatán monstruoso de su país son «correctas, afables; incluso cordiales»... Se ve que, con un poco de maña, se puede tratar a la Bestia.

-Un profesor de teología mundano, adicto por tanto al «vamos bien», comenta, ante los datos abrumadores de los países cristianos que se van paganizando, que la Iglesia, en los últimos decenios, «se ha hecho más minoritaria, pero sus comunidades son más vitales y comprometidas». Casos como éste son incurables.

-Un profesor de filosofía, católico notorio, augura en un importante Congreso el inicio de una nueva época «en la que es posible una conjunción entre técnicas y humanismo, entre el logro de objetivos económicos y la realización de lo más humano del hombre». Al menos la base, de arena, está ya sin duda puesta para que se alce esa grandiosa torre.

Pues bien, estos cristianos mundanizados han asimilado los esquemas históricos liberales, socialistas o marxistas, que en lo fundamental coinciden. Y habiendo dado crédito a esa inmensa falsificación de la historia, están consciente o inconscientemente marcados por el naturalismo moderno, y alejados de los juicios históricos del Magisterio, apenas entienden nada del presente en que viven. Su engaño es total: es tan perfecto, que les cierra herméticamente a la verdad histórica. Creen así que son ellos -ellos- quienes comprenden los signos de los tiempos -ellos, que se vienen equivocando sistemáticamente en todos los discernimientos históricos que han realizado en los últimos cien o doscientos años, apostando siempre por las fuerzas falsas y decadentes, contrarias a la Iglesia de Cristo-. Y consiguientemente piensan que los católicos tradicionales, es decir, los que tratamos de ver el mundo a la luz de la Biblia y del Magisterio apostólico, estamos incapacitados para entender el siglo presente. Y para actuar sobre él.

Los cristianos mundanizados -círculos cuadrados-, a pesar del cúmulo de males que cada día han de ver y oír, no cejan en su convencimiento de que vivimos en tiempos de relativa plenitud, al menos en relación con el pasado. Esta convicción muchas veces es en ellos más un sentimiento, una forma mentis, que un juicio personal; pero para las consecuencias, viene a ser como si se tratase de un convencimiento firme y consciente. Hay errores y hay miserias, es inútil negarlo, piensan; pero el mejor modo de vencerlos es seguir más adelante por el mismo camino que llevamos. Esto es algo que ni debe ponerse en duda: «vamos bien».

Necesidad de estas reiteraciones

Sea perdonada mi insistencia en estas cuestiones, por lo demás, tan desagradables de tratar. Pero las más altas consideraciones ascético-místicas sobre el consejo de renunciar afectiva o efectivamente al mundo para alcanzar la perfección evangélica, objeto del presente estudio, serían perfectamente inútiles sin estas verificaciones del mundo pasado y presente. No intento, pues, aquí ante todo restablecer una verdad histórica tan gravemente desfigurada, sino reafirmar, en forma inteligible, la verdadera doctrina espiritual. A eso se dedican estas páginas. Ya sé que son muy poca cosa frente a una selva de páginas contrarias. Pero confío en Dios y en sus elegidos. «El que pueda entender, que entienda» (Mt 19,12).