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Estructuras de pecado: violencia, dinero y sexo

Este ensayo histórico-doctrinal debe ser completado con unas consideraciones sobre aquello que viene llamándose «pecado social», o si se quiere, «estructura de pecado», ya que eso es precisamente «el pecado del mundo»: un conjunto pecaminoso de estructuras mentales y conductuales, que procede del pecado y al pecado inclina.

Esta Nota la he tomado de mi libro El matrimonio católico (Pamplona, Fundación Gratis date, 1989), hoy agotado, y sustituido por otra obra mía, El matrimonio en Cristo (ib. 1996).

Pecados personales y pecados sociales

Resumo la enseñanza que da Juan Pablo II sobre «el pecado social» y «la estructura de pecado» en la exhortación apostólica Reconciliatio y pænitentia (16; 1984) y en la encíclica Sollicitudo rei socialis (36; 1987):

El pecado, en sentido estricto, es siempre un acto de la persona, un acto libre, cuyo sujeto activo es la persona, no el grupo o la sociedad. Aunque es verdad que el hombre se ve presionado por muchos factores externos e internos, que influyen establemente en su condición personal y social, y que pueden, en no pocos casos, atenuar más o menos esa libertad y responsabilidad personal, también es verdad -verdad de fe y de razón- que la persona humana es libre. Y por tanto no se puede diluir su responsabilidad personal en culpabilidades colectivas, anónimas, muy difícilmente identificables. Si no afirmáramos esto, se desvanecería la libertad -y con ella la dignidad- de la persona humana, que también se expresa -aunque sea miserablemente- en la responsabilidad culpable del pecado.

Sin embargo, puede y debe hablarse de pecado social en diversas acepciones legítimas.

La expresión pecado social nos hace entender que todo pecado, por muy íntimo y secreto que sea, hace su daño no sólo en el pecador, sino que influye maléficamente en todo el cuerpo social. Y de este modo, si hay una comunión de los santos, también existe y actúa una comunión del pecado. Además, la suma de pecados personales, acumulados, cristalizados en situaciones estables -mentalidades, costumbres, sistemas, instituciones-, forma sin duda unas estructuras de pecado, que proceden del pecado, y al pecado inclinan. Y por otra parte, estas estructuras del mal pueden estar vigentes en los comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de naciones o incluso grupos de naciones, en un cierto momento histórico, o quizá en una larga época.

Ya se comprende, pues, que estas estructuras de pecado, que oscurecen las conciencias y atan las voluntades a ciertos males [el pecado del mundo], sólo pueden ser superadas mediante esfuerzos personales, asistidos por la gracia, muy lúcidos e intensos, pues es harto difícil para personas e instituciones obrar el bien cuando la mayoría no sólo sigue el mal, sino que llega a considerarlo como un bien.

Formación de una estructura de pecado

Analicemos, a modo de ejemplo, en algunos siglos ya pasados, la violencia caballeresca y la brutalidad popular, es decir, un pecado social, un pecado del mundo, que, dejando a un lado la suavidad y la paz del Evangelio, unía estrechamente honor y espada, fama y guerra, nombre y sangre. Y observemos cuáles son las notas características de este pecado colectivo y, en general, de toda estructura de pecado:

-EI pecado social se forma por acumulación de pecados personales cometidos por la mayoría (la plebe) o por una minoría muy significativa, que viene a ser grupo de referencia (los caballeros).

-Todas las circunstancias sociales colaboran después a su perduración: la mentalidad, las costumbres, la fama social, la literatura.

(Tirant lo Blanc [1490], por ejemplo, espejo de caballeros cristianos, tan piadoso como valiente, antes y después de innumerables duelos sangrientos -verdaderos homicidios, realizados a veces por motivos mínimos-, eleva a Dios oraciones de conmovedora sinceridad y belleza).

-La doctrina del Evangelio sobre el tema, por muy evidente que en sí sea (amar a los enemigos, poner la otra mejilla, imitar a Cristo, suave y humilde de corazón), queda completamente ignorada o malentendida, como si no existiera. O para ser más exactos, queda relegada al Magisterio apostólico, a los santos y a unos pocos teólogos, que logran guardar su mente libre del mundo que les envuelve: la inmensa mayoría participa del error generalizado.

-El violentismo pseudoheroico, al ser un pecado social (violencias, guerras absurdas, duelos de honor), ya no escandaliza a nadie, pues aunque no todos incurren en él, está al menos en todos los espíritus.

-Más aún, el vicio es entonces considerado como virtud (se confunde la prepotencia cruel y temeraria con el honor, la crueldad con la autoridad, la venganza con lo exigido por la justicia).

-Dentro de la estructura de pecado, es posible pecar con buena conciencia; es decir, se producen muchos pecados materiales que no son formales, propiamente culpables, pues se ha generalizado una conciencia errónea frecuentemente invencible. Esta es una de las notas más características del pecado social (San Ignacio de Loyola, ya converso, cabalgando hacia Manresa, anduvo pensando en ir a alcanzar a un moro al que le había oído hablar mal de la Virgen, con la piadosa intención de acuchillarlo).

-La conducta virtuosa resulta inasequible en general para los laicos (la humilde bondad queda relegada a los frailes). En tales circunstancias, para poder vivir en ese tema el Evangelio, es preciso entonces dejar el mundo secular y hacerse religioso. La virtud así queda incluso desprestigiada (la humildad y el perdón pueden ser una vergüenza, indigna de un caballero de honor, que debe exigir reparaciones, si no es un cobarde).

-Todo este oscurecimiento, toda esta degradación específica (en una materia) del pueblo cristiano, no puede producirse, evidentemente, si no es por la complicidad y el silencio de pastores y teólogos, que no denuncian -al menos suficientemente- el pecado social, es decir, que no predican sobre este tema las verdades tan claras del Evangelio y de los Concilios de la época -se avergüenzan de ellas-, y que no se atreven a llamar a conversión, a un cambio de mentalidades y costumbres, pues ni lo consideran necesario, ni posible. (¿Cómo podrán llamar a conversión, si muchos de ellos mismos, a pesar de ser clérigos, llevan armas -cosa prohibida tantas veces en los cánones conciliares de su tiempo- y se meten en disputas y violencias, alegando en conciencia [?] razones de justicia=avaricia y de honor=soberbia?).

Destrucción de una estructura de pecado

Conocemos también perfectamente las notas que caracterizan la lucha victoriosa de Cristo y de los suyos contra un pecado social, que invade un mundo concreto. El proceso histórico, siempre el mismo, tiene estas notas fundamentales:

-En primer lugar es necesario que haya hombres, aunque sea unos pocos, que «se extrañen» de la situación imperante, y que logren «ver» la verdad del Evangelio. (Ellos ven todo el horror del violentismo caballeresco: lo ven, no se dejan engañar por la mentalidad común. Son unos pocos).

No es posible superar las tinieblas de una estructura de pecado sin la mediación decisiva de algunos hombres que vean la luz, que comprendan la falsedad y maldad de ese pecado; es decir, sin algunos que se atrevan a dejarse iluminar por la verdad, creyendo en la Palabra de Dios. Jesús es el «Salvador del mundo», antes que nada, como Verdad. El aparta «el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones» (Is 25,7).

-Será necesario, en seguida, que éstos que ven tengan el valor de predicar la verdad del Evangelio, pues si esconden su luz, el mundo seguirá tenebroso. Pero aún más; no basta con que den testimonio valiente de la verdad con la palabra y la vida; han de hacer también algo que es todavía más peligroso: han de atreverse a denunciar ese pecado social generalizado, que tiene plena vigencia indiscutida, como incompatible con la verdad del Evangelio. Y aquí precisamente es donde se juegan la vida. Y la pierden: ya es sabido que el genuino profetismo y el martirio van siempre unidos. (Llamar soberbia al falso sentido del honor, reclamar el perdón y la paz como valores evangélicos necesarios, todo eso es «una locura» suicida en una sociedad violentista. Muy pocos se atreverán a hacerlo).

-Misión profética tan alta y peligrosa, tan hermosa y benéfica, corresponde en primer lugar a los Obispos (episcopoi = vigilantes), enviados al mundo a predicar el Evangelio, y a sus colaboradores inmediatos, presbíteros y doctores. Puede, sin embargo, permitir en ocasiones el Señor que todos ellos, o los más, demasiado implicados en la situación pecaminosa por hondas y complejas complicidades, no vean, o no prediquen la verdad; o prediquen la verdad (el perdón y la paz), pero sin denunciar el error (sin condenar las guerras codiciosas, los duelos de falso honor, etc.) -es decir, sin vigor alguno-. El Señor entonces suscita en su pueblo personas o grupos, que inician el combate contra el pecado social: éstos predican la verdad y combaten el error. Ahora bien, en tal combate se dan normalmente tres fases:

-Primera fase.

Son unos pocos quienes inician el asalto contra las murallas del pecado social, aparentemente inexpugnables. Éstos son personas que han creído en la gracia de Dios y en la fuerza del hombre. Casi todos ellos morirán en el empeño, pues están solos y desasistidos. Incluso aquellos que más debieran ayudarles -pastores y doctores-, viéndose denunciados por ellos en su silencio y complicidad, les desamparan y perjudican. Estos pocos que arremeten contra el pecado social son los que -quizá ignorando la peligrosidad de su audacia- se han atrevido a pensar y a decir: «No debemos seguir así». El enfrentamiento profético que entonces se produce entre estos pocos y la mayoría de los que piensan según el mundo de su época, traerá necesariamente sobre aquéllos marginaciones y sufrimientos increíbles, persecuciones absolutamente escandalosas. Así se ve en la historia de la Iglesia. (Estos pacíficos, concretamente, serán tildados de «cobardes», de «ilusos», de personas «sin sentido del honor»).

Quedan entonces dos posibilidades:

1ª. Esos pocos que ven la verdad, se escandalizan de la cruz de Cristo, y se bajan de ella, abrumados por tantas persecuciones y burlas, y amargados porque su testimonio del Evangelio no da fruto alguno. «Razones» para tomar esta determinación no han de faltarles: «Podremos servir mejor a la verdad si nos mantenemos vivos, y guardamos activo el prestigio de nuestro nombre», «Si los que deben hacerlo no dicen nada, sería soberbia que habláramos nosotros», «Diciendo la verdad, se armaría una gran guerra y división, y es más fácil edificar en la paz, siquiera sea en una paz precaria»... Incluso algunos de ellos, ante resistencias sociales tan unánimes, llegan a cambiar «humildemente» su pensamiento, renunciando a la verdad, y vienen a pensar que estaban equivocados. Lo cual les permite callarse con buena conciencia. Pero todas estas «razones» se reducen a una: «La Cruz no es históricamente fecunda, y debe ser rechazada en conciencia».

2ª. Es posible, sin embargo, que esos pocos perseveren en su servicio a Cristo y a los hombres, y que, dando sus vidas por perdidas, tengan el valor de decir a sus hermanos, como Jesús: «¡Hombres de poca fe! Arrepentíos, y creed en el Evangelio». A lo que el pueblo responde -si es que responde algo, porque muchas veces prefiere reducirlos con un obstinado silencio a ser «una voz que clama en el desierto»-: «No puede ser malo lo que hacemos, pues todos lo hacen, incluso hombres muy dignos, y nuestros pastores no nos lo prohiben. Y en todo caso, siempre ha sido así, es inevitable, no podemos dejar de hacerlo». Entonces esos pocos arguyen: «Eso es ilícito, aunque lo haga la mayoría. Podemos y debemos convertirnos. Con la gracia de Cristo, se hace posible lo que para los hombres es imposible. Siempre es posible perdonar y respetar la vida de los otros» (+Mc 4,40;10,27).

Estas tensiones, a veces muy duras y amargas, producen inevitablemente división y confusión en el pueblo. Y así se cumplen las palabras de Jesús: «Yo he venido a prender fuego al mundo, y ojalá estuviera ya ardiendo... ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos, y dos contra tres» (Lc 12, 49-53)... Ésta es la Cruz, el único árbol que da frutos de vida eterna.

-Segunda fase, supuesto que la primera haya ido adelante:

El pueblo sigue pecando, apresado por inercias sociales todavía muy poderosas; pero al menos no lo hace ya con buena conciencia, es decir, distingue ya el bien del mal, y se reconoce pecador (sabe que el perdón y la paz son mejores que la venganza y la guerra). Aumenta entonces mucho el número de predicadores de la verdad y de los denunciadores del pecado, pues ya apenas hay peligro personal en cumplir esta misión. El combate está ya casi decidido, y la victoria ha sido para la verdad de Dios.

-Tercera fase:

Finalmente, la estructura de pecado se viene abajo y prácticamente desaparece, estableciéndose la verdad del Evangelio. (La mayoría rechaza la violencia injustificada, y la considera absurda e inadmisible; y ya cualquier persona decente, aunque no sea fraile, puede ser pacífica). El pecado vuelve a ser visto como tal, el vicio ya no goza de ningún prestigio. El Evangelio se hace en ese tema de nuevo inteligible y viable, y resulta entonces incomprensible que en otros siglos estuviera en ello tan ignorado. Todos ahora -hasta los no creyentes- exhortan a la paz evangélica con unánime entusiasmo, incluso a veces pasándose al otro extremo falso (por ejemplo, llegando a profesar un pacifismo egoísta y vergonzoso).

Y adviértase que este proceso, según de qué pecado social se trate, puede cumplirse en una generación, o quizá en un tiempo muy largo (por lo que se refiere a la violencia, fue un pecado social que duró muchos siglos y se mantuvo durante varias épocas).

Sólo el martirio vence el pecado del mundo

El Cordero de Dios solo vence el pecado del mundo en la Cruz. No hay otro modo, como hemos visto, de vencer una estructura de pecado, un pecado social generalizado, asimilado completamente en una cierta época y cultura. Esto pertenece a la sabiduría cristiana más elemental, pero ¡cuántas veces se olvida! ¡Cuántas veces hoy, despreciada y olvidada la Cruz de Cristo, el cristiano renuncia a combatir un pecado social porque prevé que implicaría martirio propio y martirio ajeno! «Dejémoslo estar. Es un mal irremediable»... En efecto, es un mal que «sin Cruz» es irremediable.

Habría que transcribir aquí todo el número 93 de la encíclica de Juan Pablo II Veritatis splendor (1993), en la que se relaciona el martirio con aquellas situaciones morales extremas, en las que no es posible la honestidad sin un heroismo de Cruz. Ahora bien, el martirio forma parte de la vocación cristiana común y, llegado el caso, es necesario «para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad», es decir, en los pecados sociales o estructuras de pecado. «Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios».

Dinero y sexo

Con el ejemplo de la violencia hemos visto cómo se forma y cómo se destruye un pecado social, una estructura social de pecado. Veamos ahora ese mismo argumento, aplicado, también a modo de ejemplo, a dos cuestiones concretas: la cuestión social y la cuestión sexual.

Dios nuestro Señor aprecia como cosas «muy buenas» la posesión de la tierra y la vida sexual, pues es Él quien, al crear a los hombres, puso en ellos la tendencia posesiva («dominad la tierra») y la inclinación sexual («creced y multiplicáos»). Ahora bien, cuando los hombres, alejándose de Dios, dieron culto al Dinero y al Sexo, entonces vinieron a quedar apresados en unas estructuras de pecado cristalizadas en torno a esos ídolos.

En efecto, aunque hay también otros ídolos posibles -la Libertad, la Sabiduría, el Poder, etc.-, los dos ídolos que sin duda reciben un culto popular más generalizado, en todos los tiempos y culturas, son el Dinero y el Sexo. Pues bien, la redención que Cristo trae a los hombres implica una liberación plena de todos los ídolos, para que así puedan dar culto al único Dios vivo y verdadero. Y concretamente trae a los hombres, como gracia, la posibilidad de vivir de una manera nueva su relación con el Dinero y con el Sexo, de una manera llena de gracia y libertad.

La lucha por la justicia en la cuestión social

Hubo siglos en que la mayoría del pueblo cristiano veía como normal el abismo entre ricos y pobres, y desoyendo no sólo las terribles predicaciones de los Padres, sino la voz del mismo Evangelio, consideraba conforme al orden natural que se dieran esas diferencias tan gravemente injustas.

Piadosos cristianos que se acusaban, quizá, de distracciones en la oración, trataban miserablemente a sus servidores sin hacerse problema alguno de conciencia. Tales conductas, participadas en mayor o menor grado por muchos pastores y doctores, no eran denunciadas sino consentidas, y en ciertos casos aconsejadas en nombre del honor y del respeto a un orden justo y jerárquico. No había dificultad para hallar moralistas que justificaran, e incluso elogiaran, las riquezas más desmesuradas e injustas. El mismo pueblo veía a los ricos como honorables, y a los pobres como gente menospreciable. Y los que intentaban, a veces por medios muy brutales, cambiar la situación -sin cambiar previamente el espíritu de las gentes- terminaban fácilmente en la horca.

Sin embargo, esa oscuridad no ofuscaba la doctrina de la Iglesia, y los santos, con minorías caritativas más o menos amplias, no participaban de ese pecado social: creían en el peligro de las riquezas, administraban justamente sus propiedades, honraban a Cristo en los pobres, e incluso no pocos fieles -también de la aristocracia más alta- dejaban todos sus bienes, y elegían para siempre a la pobreza y a los pobres.

Y así pasaron muchos siglos. Cuando León XIII escribe la encíclica Rerum novarum (1891), sobre la justicia social, aunque no estaba del todo solo (Ketteler, Manning, Gibbons y otros pocos le precedieron o acompañaron), halla no pocas resistencias, y en algunos lugares recusaron o demoraron publicar su documento magistral. Les parecía «inaceptable».

Pero sigue pasando el tiempo, y la doctrina social de la Iglesia, junto a muchos otros movimientos sociales cristianos o profanos -éstos más o menos procedentes del cristianismo-, se va haciendo un río caudaloso. Los predicadores y escritores enseñan ya la buena doctrina y denuncian la injusticia social incesantemente. Se forman organismos, secretariados, se impulsan campañas, se instituyen Días (del amor fraterno, contra el hambre, contra el paro, en favor del extranjero), se lleva el tema a la catequesis, a los cantos religiosos y a toda la literatura cristiana. El pueblo -realmente, no sólo a nivel verbal- no por eso se hace demasiado entusiasta de la pobreza y de la solidaridad, pero al menos va cobrando un cierto nivel de conciencia moral sobre el tema, y ya no es fácil -al menos si de verdad se vive en la Iglesia- gozar de riquezas injustas con tranquila conciencia. Incluso algunas minorías, amando de verdad a los pobres y a la pobreza, entran realmente en el camino evangélico de la austeridad y de la solidaridad fraterna: son fermento en la masa. No faltan, en fin, teólogos que se pasan al extremo opuesto, y que vienen a hacer lamentables simbiosis de Evangelio y marxismo, increíbles llamadas a la violencia revolucionaria en el nombre de Jesús de Nazaret, etc.

Y sigue adelante la historia de la Iglesia.

La cuestión sexual como estructura de pecado

Durante siglos, hasta hace poco tiempo, el pueblo cristiano ha reconocido el valor de la castidad. No significa esto, por supuesto, que no hubiera pecados en esta materia; los había, sin duda, y muchos. Pero, al menos, los pastores y los fieles valoraban el pudor, la pureza, la virginidad y la castidad conyugal, reconocían con facilidad el impudor cuando se hacía presente, inculcaban la castidad en la educación de los hijos -pasándose, incluso a veces, en el rigorismo-, y se acusaban de sus pecados en la confesión sacramental.

Todo esto hoy, en ciertos pueblos descristianizados, que han perdido casi del todo la conciencia moral de la castidad, apenas llega a ser un débil recuerdo, evocado siempre con ironía. Es evidente que, al menos en el Occidente rico descristianizado, la cuestión sexual es hoy un pecado que reúne todas las notas peculiares del pecado social.

El mundo actual, sobre todo desde que salió de los horrores de la II Guerra Mundial, está morbosamente erotizado; y en el diagnóstico coinciden psicólogos, sociólogos y teólogos, desde Juan Pablo II hasta Harvey Cox (La ciudad secular 213-237). Grandes intereses económicos, políticos e ideológicos tienden a estabilizar esta situación. En este marco vital relajado, el pueblo cristiano ha perdido en gran medida la conciencia moral de la castidad: ya no acierta a reconocer en ella un valor importante para la dignidad humana y la vida cristiana. Apenas valora el pudor. Los abuelos, las amas de casa sencillas, con sus niños, disfrutan en la televisión viendo espectáculos que hace no mucho hubieran estado fuera de lugar en una despedida de solteros. La desvergüenza resulta simpática y no descalifica a las personas. El impudor se generaliza en las modas, playas y piscinas, igual que en las costumbres. Es posible pecar contra la castidad sin mayores remordimientos de conciencia, y por supuesto «sin tener que ir a confesarse». Hablar de la castidad, se haga como se haga, resulta casi siempre ridículo. La castidad se ha hecho tan ardua de vivir para los laicos que, fuera de ciertas familias o grupos reducidos, ya ni se intenta, de modo que va quedando relegada a los religiosos que dejan el mundo. Más aún: Desde Occidente, en los últimos decenios, los países ricos descristianizados han escandalizado al mundo largamente, proyectando sobre los países pobres, de costumbres tradicionales más austeras, la desvergüenza erótica, el aborto y la anticoncepción. Por eso esta situación recuerda no poco la del Imperio romano -ya cristiano, pero decadente-, cuando los bárbaros quedaban escandalizados de su relajación. Salviano de Marsella, presbítero, hacia el 440 afirmaba que «los bárbaros son más castos y puros que los romanos» (ML 53,152).

La situación, por supuesto, es así principalmente porque pastores y doctores apenas predican el evangelio de la castidad. La oscuridad se impone donde la luz se apaga. Es indudable que la doctrina actual de la Iglesia, partiendo del Evangelio y de la tradición cristiana, tiene preciosas y seguras verdades sobre la castidad. Pero apenas se enseñan, y muchos incluso las impugnan, sin verse por ello corregidos. Así las cosas, la culpabilidad de los fieles en lo referente a la castidad se ve no poco atenuada, hasta ser a veces, en algunas cuestiones, casi anulada por ignorancias moralmente invencibles -cuando, por ejemplo, están bajo la guía de pastores o teólogos que declaran lícitos ciertos pecados-.

La lucha por la castidad en la cuestión sexual

A modo de ejemplo, limitaré aquí mi análisis a la castidad conyugal en la regulación de la natalidad, tal como ese control se viene practicando en los países ricos descristianizados. Pues bien, el combate, todavía en sus inicios, contra esta indudable estructura social de pecado, se plantea según los términos habituales:

Unos pocos -Pablo VI en la Humanæ vitæ, Juan Pablo II en la Familiaris consortio, algunos pastores y fieles, ciertos grupos laicales, muy pocos centros académicos, escasas editoriales y librerías- constituyen una minoría profética que señala con firmeza el camino de la castidad conyugal. Son pocos y desamparados. Se estrellan contra una muralla que parece hoy por hoy inexpugnable. Pero no ceden en su empeño.

Otros hay en contra, más en número, con la mayoría de las editoriales, revistas y centros académicos a su alcance, y con el aplauso de grandes fuerzas mundanas, que menosprecian o que incluso desprestigian la lícita regulación natural de la natalidad, y que aconsejan en cambio, siquiera sea como mal menor, los métodos ilícitos de la anticoncepción, intrínsecamente deshonestos. Éstos son a veces -aunque no siempre- los mismos que ven la masturbación o las relaciones prematrimoniales como fases hasta cierto punto normales -al menos en determinadas circunstancias- en el proceso de maduración sexual de la persona; los mismos que declaran lícito el aborto terapéutico o eugenésico en ciertas situaciones, por supuesto, en las que se dan graves conflictos de valores; y los mismos, en fin, que protestan con energía -incluso en formas públicas colectivas, «recogiendo firmas»- cuando el Magisterio apostólico comete la osadía de predicar la castidad conyugal y de denunciar los pecados que la profanan.

Por último, una mayoría de pastores y laicos no se compromete abiertamente en la lucha, no toma posiciones claras, se mantiene discretamente a distancia de tan espinoso tema; quizá enseña la verdad, pero sin rechazar los errores, pues prefiere mantenerse en una actitud «abierta». Estos hombres ponderados se estiman a sí mismos como «de centro», y consideran, eso sí, de «extrema derecha» a quienes no sólo enseñan la doctrina de la Iglesia, sino que impugnan a los que la niegan o la ponen en duda.

Ésta es la situación actual en esta cuestión. No parece excesivamente alentadora. Pero podemos estar ciertos de que, una vez más, con tiempo y mucha cruz, el Espíritu de Cristo santificará en la verdad al pueblo cristiano. La Iglesia Católica es «columna y fundamento de la verdad» (1Tim 3,15), y los errores en ella no pueden arraigar. Los moralistas que autorizan la anticoncepción acabarán muriéndose y callándose, y cada vez será más improbable que sus descendientes -si los tienen- permanezcan en la Iglesia Católica; pero la voz de Pedro, y de quienes están en plena comunión con él, seguirá enseñando la verdad en el nombre de Cristo. Más aún, la doctrina de la Iglesia sobre la castidad, al verse tan impugnada, se afirmará en proclamaciones públicas cada vez más enérgicas y apremiantes. Y esto producirá, como siempre, dos efectos contrarios. Unos creerán y se convertirán. Otros se cerrarán en su incredulidad y abandonarán la Iglesia. Y ambas cosas, aunque de modos muy diversos, serán providenciales.

Contradicciones actuales inadmisibles

Por el momento, y quizá todavía por unos años, habremos de ser testigos de ciertas contradicciones clamorosas en los tratamientos completamente asimétricos que se dan a la cuestión social y a la cuestión sexual, siendo los dos pecados sociales, pecados del mundo, estructuras de pecado:

-León XIII, enseñando en la cuestión social la doctrina de la Rerum novarum, solo contra todos, fue un gran profeta. En cambio Pablo VI, enseñando la Humanæ vitæ, solo contra todos, se excedió inadmisiblemente en su ministerio docente, al no contar con el «nosotros» del pueblo cristiano total, pastores y laicos, y al ignorar concretamente la realidad fáctica de los matrimonios cristianos.

-Juan Pablo II, publicando la Sollicitudo rei socialis frente a una inmensa estructura de pecado social, es un valiente progresista, que se atreve a denunciar el pecado del mundo, y a promover una conversión profunda en personas e instituciones. Pero enseñando la Familiaris consortio, frente a una estructura generalizada de pecado sexual, es un conservador impresentable, a quien conviene ignorar: es un hombre ya anciano, y además formado de joven en Polonia.

-Por mucho que el Papa hable e insista en la cuestión social nunca será demasiado, pues el pecado social subsiste en forma abrumadora. Pero si, con mucha menor frecuencia, aunque sí con énfasis, llama el Papa a la castidad cristiana, será pública y seriamente reconvenido por un buen número de teólogos de esos países ricos descristianizados, morbosamente erotizados, que dirán: «Nos molesta que el Magisterio pontificio se haya centrado tan insistentemente sobre esta clase de problemas» (es lo que dijo el Manifiesto de Colonia 1989, que tuvo adhesiones de teólogos de otros países, igualmente ricos y erotizados).

-El Magisterio apostólico, interpretando la ley natural según el Evangelio, tiene luz y misión para enseñar con toda firmeza y contundencia en cuestiones morales de la vida social, económica y política. Pero al dar doctrina sobre la castidad matrimonial debe ser sumamente cauto, pues apenas tiene luz en estas cuestiones de moral natural, tan relativas y cambiantes. Y si, a pesar de todo, se extralimita y enseña con una seguridad que no tiene base ni en la razón ni en la fe, «debe, entonces, esperar contestación» (Id.).

-Aunque se admite que, por ejemplo, en el siglo XIX, por ignorancia invencible, muchos pecados contra la justicia social serían sólo materiales y no formales, se insiste, con toda razón, en el inmenso daño que a la Iglesia hacían -y hacen- esos pecados materiales generalizados. Pero a los pecados materiales generalizados en la vida sexual, si la conciencia de las personas queda a salvo -cosa no difícil con la ayuda de tantos moralistas-, no se le da ninguna importancia, ni se tiene mayor temor a las terribles repercusiones que necesariamente traen sobre la salud, la vida espiritual de los esposos, la educación de los hijos, las vocaciones, el desarrollo de la Iglesia y del mundo. Ni tampoco parece que importe demasiado que el matrimonio cristiano logre o no ser para el mundo un signo, un sacramento, una revelación constante del plan original de Dios sobre la familia. Si los esposos, en la intimidad inviolable de su conciencia, no pecaron formalmente, todo va bien.

-La lucha contra el pecado social de la injusticia se desarrolla con un voluntarismo idealista y entusiasta: se predica y escribe incesantemente que es necesario cambiar las mentalidades, las costumbres y las instituciones, se establecen organismos dedicados a sostener campañas contra el hambre, el paro y la injusticia, se lleva el tema sin cansancios y con toda clase de recursos -carteles, folletos, cintas, reuniones, congresos- a parroquias, escuelas y catequesis, y se propugna con toda verdad que «la solución está en compartir». Y todos estos esfuerzos, a juzgar por los resultados, son todavía insuficientes.

Por el contrario, aunque los Papas insisten repetidas veces en impulsar campañas semejantes en la pastoral matrimonial, y concretamente en la cuestión sexual (Humanæ vitæ 22-31, casi un tercio de la encíclica; Familiaris consortio 65-76; VI Sínodo de los Obispos, 26-10-80), apenas vemos que en los países ricos descristianizados (de los que depende, dicho sea de paso, más de tres cuartas partes de cuanto se publica en el mundo católico) se movilicen personas, instituciones y recursos. Lo poco que se hace, suele estar reducido a las iniciativas de pequeños grupos, tolerados, pero muy insuficientemente apoyados. No se ve aquí ese voluntarismo entusiasta e idealista, que intenta remover montañas. Se piensa, por el contrario, que en lo referente a las costumbres sexuales la dinámica histórica del mundo es irresistible, y que para la Iglesia en esto -como se ha escrito, hablando de la revolución sexual- «es mejor ponerse al frente que en frente de la revolución» (!).

Dos medidas diversas

Ésta es una cuestión muy grave, que requiere un análisis más detenido. Cuando se propone a los hombres que ciertos problemas demográficos y familiares se pueden y deben solucionar acudiendo a la abstinencia sexual, aunque sea periódica, suelen dar como respuesta: «Imposible, esa solución no vale, pues es irrealizable». Y, en cierto sentido, tienen razón: en efecto, para hombres que, desde niños, respiran un ambiente erotizado, que han sido enseñados a dar culto al Sexo, que desconocen la verdad de la castidad, y que viven lejos de la oración y de los sacramentos, esa solución es imposible. Hay que ser realistas.

En cambio, cuando para solucionar graves y complejísimos problemas de los pobres y de los pueblos hambrientos se propone como solución compartir los bienes con ellos, la respuesta -verbal, se entiende- es afirmativa -¿cómo podrían negar lo evidente?-, pero luego es negativa -en la respuesta real-: dan ayudas mínimas, ridículas, mil veces menores de lo que se gasta en juegos o en tabaco.

Si estos hombres tuvieran capacidad de conocer y decir la verdad de sí mismos, deberían responder: «Compartir nuestros bienes con los pobres, para remediar su miseria con nuestra relativa riqueza, no es una solución, porque es perfectamente irrealizable. Nosotros, quede claro, desde chicos, hemos sido educados en el culto al Dinero, y no estamos dispuestos a dejar esa idolatría, fuente de tantos gozos y beneficios. Nosotros, ni siquiera en favor de personas que se están muriendo de hambre, aceptaremos privarnos de nada, como no sea de algo mínimo -el equivalente, por ejemplo, de una taza de café al mes o al año-. Convénzanse de que todas esas campañas, por muy bien intencionadas que estén, sólo van a conseguir resultados mínimos. No está mal que las hagamos, porque algún efecto consiguen, y en todo caso ayudan indirectamente a la tranquilidad de nuestras conciencias, pues nos permiten decirnos: "Ya estamos haciendo algo". Pero sepan bien que lo que nosotros queremos con todas las fuerzas de nuestra alma es proteger los sagrados intereses económicos nuestros y de nuestros hijos; mantener, desde luego, el actual nivel material de vida, y acrecentarlo tanto y tan rápidamente como sea posible, tenga esto las consecuencias que tenga en los países subdesarrollados. Estamos dispuestos, para conseguir esto, a los mayores sacrificios, y acudiremos a todos los medios a nuestro alcance. ¿Está claro?»... Y con un poco más de cultura escriturística, podrían incluso alegarnos las mismas palabras de Jesús: «Nadie puede servir a dos señores. Nosotros, pues, no podemos servir al mismo tiempo al Dinero y a ese Dios que es amor. Es sencillamente imposible». Y tienen toda la razón.

Ahora bien, volviendo a nuestro tema, conviene afirmar aquí dos verdades complementarias.

-Primera. Los hombres, sin Cristo, son tan incapaces de compartir sus bienes, privándose de Dinero, como de abstenerse en la vida sexual, privándose de Sexo. ¿Qué autoriza, entonces, a esperar que la misma persona que no tiene libertad real para moderar su pasión sexual, la tenga para moderar su pasión adquisitiva y consumista? ¿Acaso se piensa que aquella pasión es más indomable que ésta? No sería cierto: la pasión por el Dinero es más universal y más duradera en la vida del hombre que la pasión por el Sexo. ¿Por qué entonces un voluntarismo idealista y entusiasta en procurar entre los hombres la moderación de la posesión económica, y un pesimismo falsamente realista en la moderación de la posesión sexual?

-Segunda. Los hombres, con Cristo Salvador, con la fuerza liberadora de su gracia, se hacen capaces tanto de compartir sus bienes, privándose de Dinero, como de abstinencia sexual, privándose de Sexo, cuando así conviene. Y por tanto debemos trabajar con el mismo optimismo evangelizador en la cuestión sexual y en la cuestión social.

-Es curioso, en fin, observar que el rechazo efectivo de la doctrina social de la Iglesia por parte de la inmensa mayoría de los bautizados, cuya mayor ilusión es sin duda enriquecerse, a nadie hace sospechar que aquella doctrina esté equivocada. Se piensa más bien que esa situación sólamente revela la urgente necesidad de «mentalizar» y «concientizar» al pueblo cristiano en sus deberes sociales, ignorados en proporciones abrumadoras. En cambio, cuando una mayoría de bautizados rechaza la doctrina de la Iglesia sobre la castidad, esto hace pensar a algunos en la necesidad de «abrir» más esa doctrina, quizá incluso de «cambiarla», con la ayuda de un plebiscito adecuadamente organizado.

Según todo esto, en la cuestión social la conciencia de los fieles está lamentablemente oscurecida por el egoísmo interno y los condicionamientos externos del mundo, y debe por tanto reformarse, ajustándose a las leyes morales objetivas que enseña la Iglesia, sin que nadie pueda refugiarse en el equívoco dictamen de su conciencia para eludir desvergonzadamente sus objetivos deberes sociales. Pero en la cuestión sexual sucede justamente lo contrario: aquí la conciencia, aun teniendo, sí, en cuenta las enseñanzas de la Iglesia, debe en último término seguir su propio dictamen, sin inquietarse si éste no coincide con la regla moral objetiva que la Iglesia le enseña. Más aún, debe aspirar a que la doctrina de la Iglesia sea reformada, adaptándose a la conciencia, y sobre todo a la práctica, de la gran mayoría de los bautizados.

«Escribas y fariseos hipócritas, guías ciegos»

Imaginemos que un ministro de la Iglesia, ante un grupo de ricos apegados a sus riquezas, predicase sobre la cuestión social en estos términos:

«Hermanos, ésta es la norma: vosotros, los ricos, mientras vuestro prójimo pasa hambre, no tenéis derecho a lujos; por eso, privándoos de lo supérfluo y reduciendo vuestras necesidades, debéis compartir vuestros bienes con los pobres, para que la miseria y el hambre sean por fin vencidos. Así enseñan las últimas encíclicas sociales.

«Ya comprendo, sin embargo, que esta norma que da la Iglesia suscita en vosotros, los ricos cristianos, especiales problemas de conciencia. Algunos de vosotros no véis en tal norma fundamentos convincentes de razón, ni bases claras en la Escritura. Pensáis algunos que el Evangelio exhorta al amor, no a la igualdad, y que ciertas desigualdades, incluso grandes desigualdades, son perfectamente conformes con el orden natural; y quizá no os falte algo de razón.

«Por otra parte, esa norma, así planteada, no puede decirse que sea una doctrina infalible. Es evidente que no todas las desigualdades son injustas, y que no es tan fácil discernir las desigualdades justas de las injustas, y lo necesario de lo supérfluo. Por eso, no siendo una doctrina infalible, aquel de vosotros que tenga razones verdaderamente graves para disentir en conciencia de ella, no sólo puede, sino que debe seguir el dictamen de su conciencia. Nadie, pues, se angustie al escuchar las encíclicas sociales de la Iglesia [aquí murmullos de aprobación].

«Notad, por otra parte, que en las encíclicas aludidas no se dice nunca que estas materias graven las conciencias bajo «pecado mortal». Evitan deliberadamente emplear tal expresión; no es un olvido. La Iglesia además es la primera en conocer que situaciones objetivamente ilícitas, pueden ser en ciertas condiciones disculpables o subjetivamente defendibles. Es un hecho que vosotros -no uno, ni dos, sino casi todos- sentís verdadera repugnancia a limitar una vida de riquezas a la que desde niños os han acostumbrado, para prestar a los necesitados una efímera ayuda, de la que posiblemente no hagan buen uso. Como también es un hecho que casi todos los ricos -incluso los países ricos en su totalidad-, siendo cristianos, desobedecéis estas normas sociales de la Iglesia. Y sería un pesimismo excesivo pensar que todos vosotros estáis «apartados del amor de Dios» [algunas risas]. Es verdad que la Iglesia propone la efectiva solidaridad fraterna como un ideal, pero también es verdad que hay grados de crecimiento en la vida cristiana que deben ser respetados. Podéis, pues, estar tranquilos» [aplausos, silenciados por el predicador].

«Pero en todo caso, si vuestras enormes riquezas actuales os plantean un verdadero problema de conciencia, tenéis abierta una salida segura acudiendo a la tradicional doctrina moral sobre el conflicto de valores: en efecto, si para ayudar a los pobres tratáis de reducir en serio vuestras riquezas en nombre de la justicia y de la caridad, seguramente esto va a ocasionar graves problemas familiares, que podrán afectar seriamente al amor entre esposos y entre padres e hijos. Es, pues, éste un caso típico de conciencia perpleja, ya conocido y reconocido por la moral clásica, en el que hagáis lo que hagáis, hacéis un mal. O poner en peligro el amor y la paz familiar, que sin duda es un valor primario, o no cumplir lo que dicen las encíclicas. Debéis entonces, con toda libertad, sin admitir presiones, elegir lo que en conciencia os parezca el valor mayor, o si se quiere, el mal menor. Ninguna norma, persona o institución puede en esto sustituir el dictamen último de vuestra conciencia. Y estad ciertos de que después no necesitáis confesaros sobre estas materias»... (grandes y prolongados aplausos).

¿Habría alguna probabilidad de que los ricos que escucharan una predicación como ésta se convirtieran, y pasaran de la injusticia a la justicia? ¿Sería posible reconocer en esos planteamientos una verdadera predicación de la doctrina social de la Iglesia? ¿No sería más bien una broma trágica, realizada mientras millones de seres humanos mueren de hambre?...

Pues así es como algunos, en ciertas regiones de la Iglesia, enseñan acerca de la moral conyugal católica: no han terminado de exponer la norma, cuando ya la han negado o puesto en duda, la han juzgado impracticable, y han suministrado hábilmente diez posibilidades de eludirla con buena conciencia. Otros, la mayoría, tienen más sentido del ridículo, y prefieren callarse: simplemente, se abstienen de hablar o predicar sobre el tema. Y en fin, unos pocos predican la verdad, y son de uno u otro modo marginados, rechazados como fanáticos duros, sin caridad.

Va llegando la hora de la verdad

Sí, unos pocos que creen en Cristo Maestro y en la Iglesia que él fundó, predican la verdad natural y evangélica sobre el matrimonio, sabiendo que es uno de los más preciosos dones que pueden comunicar a los hombres de hoy. Desde luego, el presente y el futuro de la Iglesia están en estos pocos, y en aquéllos que reciben su testimonio y no se escandalizan de la verdad.

En una entrevista, el filósofo Rocco Buttiglione comprobaba que «la cuestión de la Humanæ vitæ ha llegado a situarse, durante estos últimos años, en el centro de la discusión teológica... En este terreno se combate una batalla en que se oponen dos concepciones alternativas de la relación entre la Iglesia y el mundo, y dos concepciones igualmente alternativas de la esencia de la fe... Hay mucho más en juego en la discusión sobre la Humanæ vitæ que la Humanæ vitæ misma» («30 Días» 1989-7).

Ser de Cristo o ser del mundo

Hay mucho más, efectivamente. Está en juego ser de Cristo o ser del mundo, el tema permanente de este libro: cómo entender a la luz de la fe la relación entre la Iglesia y el mundo. Está en juego el lugar de la Cruz en la vida cristiana, la función real del primado de Pedro, el arraigamiento de la moral católica en la tradición de la Iglesia y en el Magisterio apostólico, la fuerza vinculante de las normas morales, la oración y los sacramentos como condiciones necesarias para vivir según el Espíritu, la consideración de esta vida presente, tan breve, como una preparación grandiosa de la vida eterna... En la aceptación o el rechazo de la Humanæ vitæ están en juego muchas cosas decisivas. Y esto lo saben tanto los unos como los otros. La discusión de la Humanæ vitæ, en el fondo, no es tanto un enfrentamiento dialéctico de argumentos -si así fuera, aún podría esperarse la síntesis de un acuerdo-, como una oposición entre espíritus distintos (+1Jn 4,1).

En efecto, la Humanæ vitæ, como Cristo Crucificado, es «para los judíos un escándalo y para los paganos una locura; en cambio, para los llamados, lo mismo judíos que griegos, es fuerza y sabiduría de Dios» (1Cor 1,23-24). La moral conyugal católica, igualmente, es para los bautizados descristianizados no sólo impracticable, sino también inadmisible: una norma absurda, una locura que debe ser apartada enseguida, antes de que produzca mayores males. Por el contrario, para los cristianos que viven en el Espíritu de Jesús es verdad cierta (sabiduría divina) y camino posible (fuerza liberadora de Dios).

Basta, por eso, tener la fe católica para poder afirmar con certeza, sin necesidad de revelaciones privadas, que aquellas Iglesias locales que sean capaces de empeñarse en la verdadera pastoral católica de las familias son las que florecerán en hijos y en vocaciones. Mientras que aquellas otras que resistan la doctrina de la Iglesia Católica en graves materias de la moral conyugal verán debilitarse más y más sus familias, se irán quedando sin hijos, sin sacerdotes y sin religiosos, se agotarán finalmente en la oscuridad y la corrupción, y tendrán que ser reevangelizadas por el Resto fiel que en ellas quede y por las Iglesias locales que se atreven a recibir y predicar la Humanæ vitæ.

Aunque he centrado esta última Nota en un análisis paralelo de la Cuestión social y de la Cuestión sexual, fácilmente el lector podrá reconocer en ella la doctrina general cristiana, que ha de regir todas las relaciones de los cristianos con el mundo secular en el que están inmersos. El cristiano ha de ser muy consciente que en el uso del dinero o del sexo, en las ideas y en las costumbres, en todas y en cada una de las realidades de la vida humana presente, está llamado por la gracia a realizar esta formidable elección: o ser de Cristo o ser del mundo.