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Los religiosos, preceptos y consejos

Lugar de los religiosos en la historia de la Iglesia

Apenas es posible imaginar siquiera cuál ha sido en la historia de la Iglesia el número de los religiosos y su influjo en la vida del pueblo cristiano. Desde los comienzos de la Iglesia, en formas no institucionalizadas, y en seguida de modo organizado, a lo largo de muchos siglos, hasta hace unos decenios, una buena parte del pueblo cristiano, dejando el mundo, seguía a Cristo en la vida religiosa. Esta realidad histórica, que para el catolicismo progresista, enamorado de lo secular, aparece hoy como algo felizmente superado, pertenece, sin embargo, a la mejor tradición católica.

Por lo que se refiere al centro de España, por ejemplo, nos informa el historiador carmelita Alberto Pacho Polvorinos: «Para el período que va desde la muerte de San Fructuoso (+665) hasta los comienzos del siglo VIII, se cuentan ciento veinte monasterios en Castilla y León. Desde ese límite cronológico hasta comienzos del siglo XI otros investigadores aseguran, tachándose de limitados, que existían mil ochocientos monasterios... «El reino entero semejaba a veces un solo y grande cenobio [afirma Claudio Sánchez Albornoz]. En ningún otro país de Occidente se acumularon tantos monasterios e iglesias en tan reducido espacio geográfico»... La mayoría de los núcleos de población que, ya muy numerosos se mencionan por esas fechas, nacieron en torno a un monasterio». Algo semejante sucedió también en muchas de las regiones de la primera América hispana. Y en zonas de España, como la de Burgos, por ejemplo, «la historia de las órdenes religiosas seguió un ritmo ascendente desde la Edad Media hasta los tiempos modernos» (La exclaustración... 6).

De modos semejantes, la historia del Oriente cristiano, el desarrollo de Europa, la historia general de la Iglesia, especialmente en su crecimiento misionero, se explica fundamentalmente por la vida de los religiosos apostólicos, contemplativos y asistenciales. Sin la contribución decisiva de estos hombres y mujeres que, renunciando al mundo, se consagraron al Reino, la Iglesia católica no hubiera tenido, ni de lejos, la implantación profunda que ha tenido a lo largo de los siglos en tantos pueblos de culturas tan diversas.

Impugnación histórica de la vida religiosa

Pero tampoco nos es fácil imaginar siquiera cuál ha sido la persecución que los religiosos han sufrido en la época moderna. La aversión a monjes y religiosos, completamente extraña al sentimiento del pueblo cristiano -que siempre ha sentido amor y veneración hacia ellos- es iniciada sobre todo por los Protestantes del XVI, que pretenden eliminar de entre los discípulos de Cristo todo residuo de vida religiosa consagrada por votos -consejos, celibato, vida sujeta a Regla-. Esta hostilidad, aunque procedente de otras premisas teológicas, continúa en jansenistas y quietistas. Y por su parte, el espíritu de la Ilustración, persigue con gran violencia y crueldad a los religiosos en la Revolución francesa, sobre todo en 1793-1794, y posteriormente a lo largo del siglo XIX.

Ya es sabido que la cantidad y la calidad son términos a veces contrapuestos, y que en la España del XIX la vida religiosa necesita una poda providencial. Sin embargo, las leyes del ministro de Isabel II, Mendizábal, en el espíritu de la Revolución francesa, intentan hacer no una poda, sino una tala completa de la vida religiosa, consiguiéndolo en parte. El decreto de exclautración general, de 1836, y la ley de 1837 pretenden simplemente la supresión de los religiosos y la incautación de sus bienes, prontamente adquiridos por católicos liberales sin mayores escrúpulos (Menéndez y Pelayo califica esto de «inmenso latrocinio»). En esos años de España, «la historia de los religiosos pasó de la plenitud a la inanidad, del ser al no ser: fueron barridos, aniquilados» (Pacho 7). Varias decenas de miles de religiosos se ven obligados a abandonar sus casas, e incluso sus hábitos... Y han de pasar cuarenta años antes de que las comunidades religiosas vuelvan a ser «legales» en España. El silencio paciente de la Iglesia, que no quiere agravar su enfrentamiento con ese mundo liberal de la llamada tolerancia, hace que muchos, incluso entre los católicos, ignoren hoy por completo estos datos.

El acabamiento actual de la vida religiosa

Viniendo ya a nuestro tiempo, a estos últimos decenios, podemos consignar cómo en la mayoría de las Iglesias locales de Occidente, por primera vez en la historia, la vida religiosa tiende a desaparecer, y no por causas exteriores de persecución, como veremos, sino interiores, que afectan a la fe.

Fijémonos, concretamente, en las congregaciones religiosas femeninas. Según datos del Anuario Estadístico, en seis años, de 1983 a 1988, el número de religiosas ha descendido en Estados Unidos un 11 % (pasó de 104.443 a 93.155), y en Europa un 8 % (de 383.833 a 351.563). En seis años. En esos seis años el número total de 893.418 religiosas disminuyó en 47.613. En la zona católica de Quebec, por ejemplo, «entre 1961 y 1981, a causa de abandonos, muertes y caída de las vocaciones, las religiosas se redujeron de 46.933 a 26.294. Un descenso del 44 por ciento» en veinte años. Y si no hay cambios notables de orientación doctrinal y espiritual, advierte el cardenal Ratzinger, «dentro de poco... la vida religiosa femenina, tal como la hemos conocido, no será en Canadá más que un recuerdo» (Informe 110). La vida religiosa, en Canadá y en muchos otros países de Occidente, dada la media actual de las personas consagradas, tiende a disminuir en gravísima proporción, y en algunos casos a desaparecer prácticamente. Así se van cerrando año por año, por falta de personal, conventos y monasterios, colegios y centros asistenciales, residencias y centros de apostolado.

«Los mismos sociólogos... describen cómo en estos últimos veinte años todas las comunidades [de religiosas] han puesto en práctica toda suerte de reformas imaginables: abandono del hábito religioso, salario individual, estudios en universidades laicas, inserción en profesiones seculares, asistencia masiva de todo tipo de «especialistas». Y, a pesar de todo, las religiosas han continuado saliendo, no han llegado las nuevas vocaciones, y las que han permanecido -con un promedio de edad en torno a los sesenta años [ahora será más]- no siempre parecen haber resuelto sus problemas de identidad, y en algunos casos confiesan que esperan resignadas la extinción de su Congregación» (Ratzinger ib. 110-11).

Errores principales

Un fenómeno, también si es histórico, sólamente es conocido cuando son conocidas sus causas. Pues bien, la disminución rápida y generalizada de la vida religiosa en Occidente, sin que haya motivos externos proporcionados, se ha producido principalmente en nuestro tiempo por dos causas endógenas. 1.- De una parte, una glorificación falsa de la vida secular, que ya hemos considerado, devalúa a los religiosos, en cuanto que ellos «renuncian al mundo», o bien los desfigura, consiguiendo que «no renuncien al mundo», es decir, secularizando su manera de vivir y de actuar entre las realidades temporales. 2.- Por otra parte, hoy se niega con frecuencia el origen evangélico de los tres consejos que configuran la vida de los religiosos. Ambos errores proceden de un rechazo al concepto bíblico y tradicional de «mundo».

Así las cosas, la causa de las vocaciones es una causa perdida, mientras en ésas y en otras cuestiones graves no se recupere la Tradición teológica y espiritual de la Iglesia católica, concretamente en lo referente también a la consideración en fe del «mundo secular». Se multiplicarán entre tanto inútilmente, patéticamente, las renovaciones y las iniciativas experimentales. Pero cuanto más se corre, más lejos queda la solución verdadera, cuando se corre en mala dirección.

Veamos, pues, brevemente los dos grandes errores doctrinales y espirituales que están disminuyendo tan gravemente la vida religiosa en Occidente.

1.- Secularización actual de la vida religiosa

El Vaticano II, siguiendo la Tradición, exhorta a los religiosos a que, por los tres consejos evangélicos, «no sólo muertos al pecado, sino también renunciando al mundo, vivan únicamente para Dios» (PC 5a). Sin embargo, en dirección contraria a esa doctrina católica, en los últimos decenios, cada vez ha sido más frecuente el intento de renovar la vida religiosa por una acentuada secularización de sus medios y sus fines. Según esto, invirtiendo el planteamiento tradicional, ya no son los laicos los que han de imitar a los religiosos, sino éstos los que deben asemejarse lo más posible a la vida y a la acción secular de los laicos. De este modo, el proceso occidental de descristianización por mundanización, que ya hemos analizado más arriba, ha causado destrozos especialmente graves en la vida religiosa.

«Bajo el choque del posconcilio -hace notar Ratzinger-, las grandes órdenes religiosas (precisamente las columnas tradicionales de la siempre necesaria reforma eclesial) han vacilado, han padecido graves hemorragias, han visto reducirse como nunca el ingreso de novicios, y aún hoy parecen estar sacudidas por una crisis de identidad» (Informe 63; +125). Según esto, «muchos religiosos han tratado de resolver su crisis de identidad proyectándose al exterior -según la conocida dinámica masculina-, con el propósito de «liberarse» en la sociedad o en la política. Muchas religiosas, en cambio, parecen haberse proyectado hacia el interior -siguiendo también en esto una dinámica vinculada al sexo-, persiguiendo aquella misma "liberación" a través de la psicología profunda» (109).

En efecto, en no pocos foros diversos hoy se está negando la renuntiatio mundi, la primacía de la contemplación sobre la acción, la necesidad de mortificación y ayuno, la abnegación total de sí por la obediencia, la orientación general del pueblo cristiano hacia la vida celeste, y todos aquellos valores evangélicos en los que florece la vida religiosa. Y junto a esas desviaciones teóricas, ya en la práctica, se producen grandes concesiones a la vida mundana -o pequeñas pero innumerables, y siempre en la misma dirección secularizante-, concesiones que «están en el origen de la decadencia actual de la indispensable austeridad de la vida cristiana. Comenzando por los religiosos» (Ratzinger 125).

En este sentido, Juan Pablo II centra bien la cuestión cuando recuerda que «la Iglesia no tiene necesidad de religiosos deslumbrados por el secularismo y los atractivos del mundo contemporáneo, sino de testigos valientes e incansables apóstoles del Reino» (Congr. Superiores Grales. 26-XI-1993).

Y a todo esto la madre Teresa de Calcuta, desde 1950, ha fundado 410 comunidades, en las que unas 4.000 religiosas, que hacen varias horas diarias de oración y llevan hábito, sirven a los más pobres. El padre Romano Scalfi, fundador del Centro Rusia Cristiana, lo explica así: «El germen de la secularización ha contaminado la vida de las congregaciones. El motivo fundamental de éstas, el testimonio de Cristo, se ha convertido sólo en un presupuesto lejano. Pero si una muchacha debe hacerse monja para curar a los enfermos, hoy puede tranquilamente seguir siendo seglar. ¿Por qué la madre Teresa tiene suerte? ¿Porque se dedica a los pobres o porque lo hace sólo por amor a Cristo?» («30 Días» abril 1990, 61).

En los países más ricos, por lo demás, esta disminución de las vocaciones religiosas se explica por una modalidad de la secularización sumamente primitiva: el amor a las riquezas. Es el caso del joven rico del Evangelio (Mt 19,22), traducido al tiempo actual. El amor a las riquezas hace imposible un seguimiento discipular afirmado con votos estables, que asegure al Señor y a la Iglesia una entrega total y un servicio para siempre.

2.- Dudas e impugnaciones de los consejos evangélicos

En los dos últimos decenios, algunos teólogos han negado la fundamentación evangélica de los consejos que configuran la vida religiosa, y de uno u otro modo se han opuesto a la concepción tradicional de la Iglesia sobre los preceptos y consejos. Estos autores, con unos u otros matices, creen inconciliable esta doctrina, enseñada claramente por el Vaticano II, con la llamada universal a la santidad, y ven en ella la causa del establecimiento en la Iglesia de dos categorías de cristianos.

Me limito aquí a exponer en síntesis muy breves estas posiciones. Los subrayados en cursiva de los textos que siguen son generalmente míos (+Armando Bandera o.p., La vida religiosa en el misterio de la Iglesia, 249-320).

-J. M. R. Tillard.

Este autor reconoce que la corriente tradicional, la que distingue entre preceptos y consejos, según la síntesis clásica de Santo Tomás, fue la que se impuso «en los textos oficiales, incluso en los del Vaticano II», concretamente en la Lumen gentium y en el Perfectæ caritatis (El proyecto... 113, 149). El Concilio, en efecto, afirma que «los consejos evangélicos de castidad, de pobreza y de obediencia [están] fundados en las palabras y ejemplos del Señor» (LG 43a).

Por el contrario, el P. Tillard estima que es «imposible encontrar en la Sagrada Escritura la afirmación explícita e inmediata de la doctrina llamada de los "consejos evangélicos"... La expresión "vida según los consejos" no es feliz y nos parece incluso que deforma la comprensión profunda de aquello que quiere caracterizar» (Consigli... 1678-1679).

Según esto, habrá que buscar para la vida religiosa otros fundamentos evangélicos, diversos de los tradicionales. Pues bien, según el P. Tillard, lo que fundamenta la vida religiosa es «la radicalidad» con que se interpreta y traduce en vida el proyecto del Evangelio. «El Evangelio presenta la perfección del Reino como la meta que todos, sin excepción, debemos alcanzar, poniendo los medios, por radicales y absolutos que sean, cada vez que la situación lo exija. Porque existen casos límite en los que hay que adoptar posturas heroicas, so pena de perder el Reino. [Ahora bien]... en el proyecto de la denominada «vida religiosa» no se limita uno a tomar ese medio radical únicamente cuando la situación lo exige. Se elige libremente vivir en un estado en que la norma es una cierta actitud radical. Se toma sencillamente la decisión de convertir el radicalismo evangélico en algo continuo, haciendo de él la ley interna de la existencia e institucionalizándolo. Es todo. Y se hará de esta concentración en el medio radical el objeto de una elección libre, sin poner en duda la obligación estricta para todo cristiano de tomar ese medio cada vez que la situación lo exija» (El proyecto... 180, 183-184).

«La vida según los consejos», según esto, convierte en habitual lo que de suyo afecta en los otros cristianos sólamente en los casos límite. Pues bien, en la línea de este planteamiento parece inevitable caer, aunque no se pretenda, en una devaluación de la vida laical. Si la vida religiosa queda caracterizada por el heroísmo y el modo radical de vivir el Evangelio, la vida de los laicos cristianos queda reducida, al menos habitualmente -fuera de los casos límites-, a un tono menor, no radical ni heroico.

Pero con este planteamiento no se atenúa, sino que se acentúa la pretendida división entre dos categorías de cristianos. Excluída la radicalidad evangélica en la vida habitual de los laicos, no se ve cómo la vida laical pueda estar realmente orientada a la perfección. ¿No es habitualmente heroica la vida de los laicos cuando, en condiciones seculares frecuentemente tan adversas, pretenden sinceramente la santidad, y en consecuencia niegan la entrada en su familia a tantas malas costumbres generalizadas, afirman la oración y la limosna, la lectura espiritual y los sacramentos, se abren a un buen número de hijos, que se amplía por la hospitalidad, procuran una vida ordenada y austera, comprometida en el bien de la Iglesia y de la comunidad civil?

Partiendo de otros principios, el P. Gutiérrez Vega, del que en seguida me ocupo, censura también este «parcialismo» en favor de la vida religiosa (Teología sistemática... 207-209). El P. Tillard, en efecto, «muchas veces parece haber superado la dualidad perfeccionista, pero vuelve a incidir en un radicalismo exclusivo de los religiosos, con lo cual se vuelve a situar ante dos planos de nivel evangélico: uno para los no-religiosos y otro para quienes siguen la vida religiosa» (157).

Por otra parte, y dicho sea de paso, conviene afirmar que el radicalismo de aquellos religiosos actuales de estilo secularizante es incomparablemente menos radical que el que, por ejemplo, vivían los monjes primeros del desierto o los frailes del XIII o del XVI, que se vestían con saco y cuerda, iban descalzos, vivían de lo que les dieran, ayunaban, no defendían sus bienes, pues no los consideraban propios, etc. Éste sí que era de verdad un radicalismo radical, que implicaba una clamorosa ruptura con el mundo visible, un recordatorio impresionante del mundo invisible, inminente y bienaventurado, y también una denuncia sin paliativos del lujo, del ansia de gozar del mundo, del avergonzarse de la cruz de Cristo.

-L. Gutiérrez Vega

«Una vía de agua nueva, junto a la antigua fuga de una espiritualidad fundada en las exigencias mínimas de los preceptos y en las máximas de los consejos, se nos filtra hoy a través de las doctrinas sobre un cierto "perfeccionismo", propio de la vida religiosa; un cierto "radicalismo" evangélico atribuido a la misma. Los mismos Documentos Conciliares no han podido evitar siempre esta nueva vía de agua, abierta en la roca viva de la espiritualidad cristiana» (Teología sistemática... 181). Otro que se lamenta de las desviaciones y torpezas del Vaticano II...

Antes de seguir escuchando al P. Gutiérrez Vega, preciso que la doctrina tradicional católica -ya la recordamos, por ejemplo, en la enseñanza de Santo Tomás o del Vaticano II- nunca ha dicho que los preceptos exijan mínimos y los consejos máximos. Pero sí conviene reconocer que ciertos autores incurrieron en tal error. Bastaría con corregirles a éstos, sin impugnar para eso la doctrina de la tradición católica.

Pero sigamos con el P. Gutiérrez Vega. Él siente absoluta antipatía por la palabra misma consejos, que a su juicio ha traído graves perjuicios a la doctrina de la perfección cristiana. «No hay dos Evangelios ni dos bloques de verdades evangélicas que justifiquen la distinción de dos tipos, y menos de dos categorías de cristianos, porque no hay dos Reinos anunciados, ni dos leyes del Reino, ni dos Cristos que aceptar y seguir hasta las últimas consecuencias. Ni dos mandamientos supremos de amor a Dios» (Tlg. sistem. 160). El celibato no es en Mt 19,10-12 un consejo específico (198). Y tampoco ha de verse en la escena del joven rico un pretendido consejo de pobreza (194-195).

Al parecer, según esto, los Padres, Santo Tomás o el Vaticano II, cuando hablan de los consejos evangélicos, están pensando en dos Evangelios, dos Cristos, dos Reinos, incurriendo en tan grave error sin darse cuenta de ello. Más bien habrá que pensar que este autor desbarra abundosamente.

-T. Matura

A diferencia de Tillard, y coincidiendo con Gutiérrez Vega, el radicalismo cristiano de Matura es universal. «El Evangelio, aun en sus exigencias radicales, es todo para todos, de suerte que la comunidad eclesial toda entera está obligada a responder a dichas exigencias lo más perfectamente posible» (El radicalismo... 265). Estas afirmaciones son verdaderas, pero el autor las hace derivar en consecuencias falsas.

Para el padre Matura la distinción entre preceptos y consejos «supone, dentro de la misma doctrina evangélica, una doble vía y, por consiguiente, dos categorías de cristianos. Se comprende que una visión como ésta no coincida en lo más mínimo -es lo menos que se puede afirmar- con las conclusiones de nuestro estudio. En efecto, reduce indebidamente su radicalismo a tres polos: castidad, pobreza y obediencia... En cambio, viene a olvidar sectores enteros del Evangelio radical: preferencia absoluta por Jesús, amor al prójimo, comunidad y comunicación participativa, etc. Pero, además de reducir así el radicalismo, lo monopoliza en provecho de una clase: la de los religiosos. En efecto, y según esta concepción, los consejos evangélicos se presentan, por definición, como una opción facultativa; su libre elección constituye la esencia de la vida religiosa, que por ello se denominaría vida según los consejos» (266-267).

Estas acusaciones tan graves -reduce, olvida, monopoliza, clase-, son claramente injustas, pues la tradición de la Iglesia, al hablar de los tres consejos y al encarecer su valor santificante, jamás ha reducido la perfección a quienes los observan en concreto, ni ha monopolizado la perfección en los religiosos, ni ha olvidado sectores enteros del Evangelio.

Matura, por otra parte, estima que el Nuevo Testamento no conoce «si se exceptúa el celibato, la distinción entre consejos y preceptos» (260). El celibato, aludido en Mt 19,12, «sería el único «consejo», si está aquí permitido utilizar esta palabra tan cargada de ambigüedad» (234; +91, 252). Mientras que la pobreza, el despojamiento de los bienes materiales, es pedida a todos los cristianos igualmente (97, 254, 268).

Admite, pues, Matura al menos, aunque le dé el nombre de mala gana, un consejo. Algo es algo. En todo caso, me temo que con esta concesión del autor, estemos ya de nuevo, según él mismo, ante las «dos categorías de cristianos», pues da lo mismo que esta división se establezca en función de uno, dos, tres o más consejos evangélicos. En cualquier caso, la dualidad que él abomina quedará por él mismo establecida. Pero veamos cómo el autor entiende, positivamente, la vida religiosa:

«La vida religiosa se identifica con la vida cristiana integral. Esta perspectiva..., despojada de sus elementos secundarios, afirma que la vida monástica es, sencillamente, el deseo de realizar en toda su plenitud lo que se ha pedido a todos los cristianos. Ser monje significa [1] tomar en serio y esforzarse en vivir, individual y comunitariamente, todo el Evangelio, [2] a la escucha -como centro de la existencia- de la palabra, [3] en incondicional adhesión a Cristo, [4] con la celebración litúrgica y la oración, [5] en amor mutuo creador de una comunidad acogedora [6] y abierta al perdón [7] y a la interparticipación espiritual y material» (265).

Como se ve, si los laicos cristianos viven en su familia estos siete puntos -¿habrá algunos que los vivan, no?-, son religiosos; y más concretamente, son monjes. Con esta tesis, todo el esfuerzo, verdaderamente histórico, del Vaticano II para fundamentar y configurar los tres estados fundamentales de vida cristiana, cae por tierra estrepitosamente. Para eliminar las «dos categorías de cristianos», se suprime así la distinción entre preceptos y consejos, y se difuminan las distinciones que dan la fisonomía peculiar de los tres estados del pueblo cristiano.

Pero la verdad es, como bien observa el padre Armando Bandera, muy diferente: «Las cosas a que se renuncia por la profesión religiosa son bienes muy estimables, no sólo en el orden humano, sino también en el cristiano. Por eso precisamente, porque se trata de bienes, la renuncia no puede caer bajo precepto. Un hipotético precepto debería ser prohibitivo [se prohibe casarse, poseer algún bien temporal, etc.]. Pero es evidente que a nadie se le puede prohibir el escoger un bien. La renuncia a ese bien muy estimable sólo puede ser aconsejada en función de un bien mayor». Ahora bien, «si se quiere explicar la vida religiosa sólo a base de lo preceptuado -como ha de hacer quien rechace el concepto de consejos-, se cae irremediablemente en el peligro de considerar prohibido, al menos para algunos, el matrimonio-familia, la posesión y libre uso de los bienes temporales, la autonomía en la organización de la propia vida. Y, una vez que todo esto se considera prohibido, es poco menos que inevitable considerarlo también como malo, porque, en principio, solamente lo malo puede ser prohibido. Desde aquí es también fácil dar un paso más, igualmente peligroso. En efecto, matrimonio y virginidad no serían dos vocaciones complementarias, sino antagónicas: la virginidad condenaría el matrimonio y, a su vez, sería condenada por el matrimonio. Otro tanto habría que decir en el orden de la pobreza y de la obediencia: serían condenadas por los bienes temporales y por la autonomía, y simultáneamente los condenarían» (La vida religiosa... 343).

-L. Cabielles de Cos

En opinión de este autor, el Vaticano II «no ha sido capaz de ofrecernos una doctrina clara sobre la manera de integrar los consejos en la única santidad a que todos los creyentes en Jesús están llamados y obligados. Le faltó claridad sobre el valor y sentido mismo de los consejos en el Evangelio. Fallo exegético, inducido, en parte, por una desviada comprensión teológica, más que milenaria, sobre el tema, no fácil de eliminar durante el breve espacio conciliar» (Vocación universal... 41). El varapalo que este autor dedica al Concilio Vaticano II y a una tradición doctrinal de la Iglesia, más que milenaria, es ya más grave...

Éste, por lo demás, dice lo que los anteriores, pero más abiertamente, como puede verse. Y propone una solución mucho más decidida, que «va a la raíz misma de la distinción preceptos-consejos para negarla. No hay más que un único precepto de Cristo con sus consejos y exigencias, y hay que seguirlo. No hay que hablar más de preceptos y consejos. Tal distinción es destructora del Evangelio de Jesús. Hay que acabar de liquidar esta distinción, que durante siglos ha falseado el Evangelio de Cristo y la vida de la Iglesia» (49). En consecuencia: «Habrá que eliminar todo intento de definir la vida religiosa como vida, profesión o práctica de los consejos evangélicos» (50). «La exégesis actual ha echado abajo, de diversas maneras, el montaje de la distinción preceptos-consejos en conjunto o analizando cada consejo en particular» (6).

Incapacidad del Concilio, liquidar, eliminar, montaje, milenaria distinción destructora y falsificadora del Evangelio... Adviértase en este lenguaje un buen ejemplo de terrorismo teológico, hoy desgraciadamente no infrecuente.

Pues bien, como es sabido, no debe negociarse con los terroristas.

Radicalidad en los principios y prudencia en los medios

La fundamentación teológica tradicional de la vida religiosa, vinculada a los preceptos y consejos, es mucho más clara y coherente que todas las teorías aludidas, y concretamente las elaboradas acerca de la radicalidad evangélica -concepto en sí mismo ambiguo, tanto en su contenido exacto, como en su extensión: si sólo los religiosos, o también los laicos-. La radicalidad, precisamente, por hacer referencia a la raíz, es una actitud cristiana que debe ser habitual tanto en los religiosos como en los laicos. Hay que ser radicales en los principios -y ellos son comunes a religiosos y laicos-, y prudentes en los medios -en los que se sitúan los consejos-. A los que son radicales en los medios les falta prudencia, y con razón suelen ser llamados extremistas o a veces también fanáticos.

Santo Tomás, por ejemplo, cuando habla de los modos concretos en la realización de la pobreza, no dice que ésta será tanto más perfecta cuanto sea mayor, sino cuanto ocasione una menor solicitud por las cosas temporales (+CGentes III,133). Un radicalismo aplicado a los medios, en este caso a la pobreza, sería imprudente; es decir, sería una lamentable forma de extremismo paupertista, muchas veces condenado por la Iglesia. El radicalismo, en la pobreza evangélica o en cualquier otro tema, ha de situarse en los principios, no en los medios.

Pues bien, si venimos a considerar esto en la vida de los seglares, ¿cómo un laico podrá vivir la oración, la castidad, la pobreza, la confianza en Dios, etc., en circunstancias tan difíciles como las del mundo en que vive, sin una radicalidad habitual en sus principios, es decir, en sus actitudes fundamentales, y sin una audaz y fortísima prudencia en la aplicación de los medios? ¿Cómo sin esa radicalidad, plena de libertad del mundo, podrá el laico tender a la perfección -a la que sin duda ha de tender-?

No creo, pues, que perdure el intento de explicar la vida religiosa en función de su radicalidad evangélica. Por lo demás, para contrariedad de estos autores, observamos que en esa misma doctrina tradicional más que milenaria, la del Vaticano II, acerca de los consejos evangélicos, incurre también el Código de Derecho Canónico (1983: 573-576, 598-601, 654, 723, 731) y el Catecismo de la Iglesia Católica (1992: 914-918, 925-926, 1973-1974). ¡Qué obstinación incorregible la de la Iglesia! Es como para desalentar a sus contradictores...

-Re-fundadores de la vida religiosa

Por último, quedaría todavía por evocar la novísima tendencia a re-fundar la vida religiosa, que en la situación presente, a juicio de algunos, no requiere sólamente «una renovación sino una transformación estructural», una nueva «inculturación» a la cultura actual, un «nuevo lenguaje», etc. El ambicioso intento de estos re-fundadores, sin embargo, nos pilla, creo, en este estudio un tanto fatigados, y habremos de conformarnos con remitir a los textos principales que sobre él informan.

En esa dirección se orientó, en abril de 1994, la XXIII Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada, organizada por el Instituto Teológico de Vida Religiosa de Madrid. Puede consultarse: A.V., «Lo viejo pasó... Ha comenzado lo nuevo». Refundación, lenguaje y creatividad en la vida consagrada, 1994; F. Martínez Díez, Refundar la vida religiosa. Vida carismática y misión profética, 1994.