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Doctrinas no cristianas

«Todo el que venera a Dios y obra rectamente le es grato, sea de la nación que sea» (Hch10,35).

Veamos cómo en diversos campos espirituales distintos de la Iglesia se ha considerado la posibilidad de la perfección del hombre en el mundo secular.

En la cultura greco-romana

La cultura griega desarrolló muy diversas actitudes filosóficas y espirituales, y también dió lugar a escuelas de pensamiento en las que la perfección humana se ponía, de una u otra forma, en relación con un distanciamiento del mundo presente, sólamente afectivo o también efectivo. Siempre, en todo caso, están convencidas de que el sabio no puede serlo ni puede vivir rectamente, si asimila sin discernimiento los modos de pensamiento y conducta vigentes en el mundo. Diógenes, con un candil en la mano, «busca un hombre», perdido entre una multitud que ha falsificado y profanado la condición humana.

Estoicismo.- La sabiduría profunda del estoico -Marco Aurelio, por ejemplo- no se logra tanto por una evitación del mundo, movimiento que implicaría una cierta pasión, como por una ausencia total de pasiones (apathia). Puede el hombre sabio vivir entre los bienes de este mundo, siempre que su corazón se mantenga perfectamente libre de todo deseo, ansiedad, temor o vano gozo. El estoicismo, pues, suscita en los hombres una disposición a despegarse afectivamente de los bienes terrestres, que puede ser una preparación a la renuncia efectiva de los mismos; pero no exige ésta propiamente para la perfección.

Cinismo.- Muchos testimonios concretos acerca de los cínicos nos hacen pensar que entre éstos la renuncia a los bienes de este mundo era considerada como la puerta que daba acceso a una vida mejor. Es decir, una vida más libre, descondicionada de tantas ataduras de familia y estado social. Y más feliz -importante matiz eudemonista-, más exenta de las ansiedades y agobios que trae consigo la posesión del mundo visible. Diógenes se cobija en un tonel, y al ver en la fuente que un muchacho bebe en el hueco de la mano, arroja su vaso.

Pitagorismo.- Pitágoras educaba a sus discípulos en una separación material del mundo, enseñándoles a tener en nada el dinero, el prestigio social o el poder. Esto era lo que, según Jámblico, hacía posible ser libres del mundo y «seguir a Dios» (De pythagorica vita 28,137). La renuncia pitagórica a la vida mundana tenía, pues, un claro sentido religioso.

Platonismo.- Partiendo de un claro dualismo ontológico (alma/cuerpo, mundo superior-espiritual/mundo inferior-material, esfera de las realidades verdaderas/esfera de las apariencias falsas), Platón enseña que la renuncia al mundo visible abre el corazón del hombre a la contemplación del mundo invisible, en donde se halla la verdad y la perfección. Así pues, la contemplación, y por tanto la perfección, se hace prácticamente imposible al que está empeñado en gozar, adquirir o conservar los bienes terrestres (Fedon 66bcd, 79c).

«Cuando un hombre se abandona a la concupiscencia y al libertinaje..., todos sus pensamientos se hacen necesariamente mortales, y él mismo, por lo tanto, viene a hacerse completamente mortal... Por el contrario, cuando un hombre ejercita principalmente su capacidad de pensar en las cosas inmortales y divinas, es sin duda absolutamente necesario que, en la medida en que la naturaleza humana puede participar de la inmortalidad, pueda gozar de ella totalmente» (Timeo 90bc).

La evasión del mundo -que en Platón no parece ha de ser necesariamente efectiva- hace, pues, posible la contemplación que asemeja a la divinidad cuanto esto es posible al hombre. En este sentido, puede decirse que todas las corrientes diversas de la Utopía tienen en Platón su primer teórico. El mundo tópico, el existente en la realidad histórica, es irremediablemente malo y falso. El hombre sabio no trata, pues, de mejorarlo, sino de salvarse de él por un distanciamiento espiritual, que puede verse favorecido por una separación incluso material (Teheteto 176ab).

Neoplatonismo.- Aunque Plotino llevó una vida de gran austeridad ascética, la renuncia a los bienes de este mundo aparece en él más como una manifestación de su libertad interior que como un medio necesario para llegar a ella. Plotino, fiel a los planteamientos platónicos, entiende claramente que la perfección del hombre está en pasar de la inmersión en lo múltiple a la unión contemplativa y amorosa del Uno. Esto implica, sin duda, una cierta fuga mundi, pero «esta fuga consiste no tanto en dejar la tierra, sino en seguir en ella viviendo la justicia y la santidad, en la prudencia» (Enéadas I,6,6). No es, en todo caso, ajeno al neoplatonismo el convencimiento de que una cierta separación material de los bienes creados facilita la sabiduría y la libertad espiritual.

De hecho, Plotino soñó con fundar en la Campania una ciudad ideal, que se regiría por las leyes de Platón; pero muchas decepciones le obligaron a desistir de su quimera.

Religiones orientales

El hinduísmo.- Dentro de esta palabra cabe un complejísimo mundo cultural y religioso, con doctrinas muy diversas, que a lo largo de los siglos fluyen dentro de un general cauce común, partiendo de los Vedas, libros sagrados iniciados quince siglos antes de Cristo. Simplificando mucho las cosas, se puede decir que el hinduísmo, al mismo tiempo que alcanzaba intuiciones muy altas sobre Dios -que sin embargo nunca libraron al pueblo de sus mitologías politeístas-, fracasó siempre en la concepción del mundo, al carecer de noción alguna de creación. Osciló siempre, así, entre una visión monista y panteísta, que identifica de algún modo el mundo con Dios, y una negación de la realidad del mundo visible.

Para el objeto de nuestro estudio, aquí nos interesa fijarnos más bien en ciertas orientaciones ascéticas, bastante comunes en los planteamientos del hinduísmo. La vida humana va progresando en espiritualidad a través de cuatro estadios sucesivos. El primero (Brahamaciarya) consiste en el estudio sagrado. El segundo (Garhastya) se da en la vida de familia, que es el templo principal hindú, donde se realizan los principales ritos sagrados obligatorios. El tercero (Vanaprastha) consiste en la vida eremítica, alejada del mundo secular. Y en el cuarto estadio (Sannyasa) es donde se alcanza la perfecta renuncia interior al mundo visible, es decir, la perfecta libertad y espiritualidad. En este último y supremo estado, da ya lo mismo que el sabio viva solo o en el mundo.

El estadio primero es obligatorio para todo varón de casta superior. El segundo obliga a todos los hindúes. Los grados segundo y tercero, una vez cumplidos los deberes familiares, son altamente aconsejables a los brahamanes y príncipes, que, en la práctica, pueden introducirse en esta vida superior de ascesis desde el estudio sagrado, sin pasar por la vida familiar.

En el hinduísmo, por otra parte, al mostrarse apenas viable la vocación eremítica, se desarrolla ampliamente la ascesis mendicante, a la que todos los hindúes tienen acceso, aunque en un principio quedaba reservada a las castas superiores. De este modo, puede llegarse a ser sannyasi haciendo voto de renuncia al mundo, mediante un sacrificio por el que a un tiempo se celebran exequias por el alma, muerta al mundo, y se consagra la vida en el camino de la santidad, caracterizado por una vida de contemplación y ascesis. En la práctica, pues, la perfección viene unida en el hinduísmo a este género de vida monástica, que renuncia al mundo secular.

Budismo.- Buda alcanza la perfecta iluminación espiritual, después de haber renunciado por completo a su aristocrática vida mundana en el Nepal (hacia 520-480 a.Cto.). En ascética soledad, a partir de la lectura del Vedanta -libros compuestos a partir del 800 a. de Cto., y que forman la última y la más perfecta parte de los Vedas-, elabora, más que una religión, un sistema ético-filosófico, que considera el mundo terrenal como una miseria interminable, compuesta por una cadena de transmigraciones que parece necesaria, pero que puede ser rota por la meditación y el yoga, por el pensamiento lúcido y la conducta recta, por el amor universal y la negación de todo deseo mundano, así como por la humilde renuncia.

Todo lo cual el hombre puede y debe hacerlo con sus propias fuerzas. En efecto, mientras el hinduísmo intuye la divinidad, y está de algún modo abierto al mundo de la gracia divina, el budismo deja al hombre cerrado en sus propias posibilidades naturales. Por tanto, si la perfección está en las fuerzas únicas del hombre, tendrán mucha importancia las circunstancias en que éstas se ejerciten. En efecto, ya Buda dividió en dos clases a sus discípulos: laicos devotos, que viven con su familia en el mundo, y ascetas, que renuncian totalmente a la vida secular. Para éstos la perfección es fácil; para aquéllos, difícil.

Los monjes budistas, al principio, siguieron el estilo itinerante de los ascetas hindúes, que no permanecían en un mismo lugar más de dos o tres días; pero con el tiempo, sin abandonar del todo esa mendicidad itinerante, se agruparon en cenobios, formando, bajo Reglas de vida muy estrictas, un formidable orden monástico que, en pobreza, celibato y obediencia, viene a ser la fuerza que cohesiona la vida de los pueblos budistas.

También el budismo ha experimentado con el paso de los siglos innumerables derivaciones y versiones distintas. El zen es una de las más importantes. En todo caso, puede decirse que en él la perfección es imposible sin una espiritual renuncia completa a los deseos mundanos, la cual se ve sumamente facilitada por una separación material de tipo monástico.

Otras religiones orientales.- En el siglo II después de Cristo, se va difundiendo por el mundo greco-romano una serie de religiones orientales, que traen como pensamiento de fondo un dualismo radical, no tanto ontológico, al modo de Platón, que sigue un esquema espacial (superior/inferior, invisible/visible), sino más bien temporal (mundo presente/futuro). La superación liberadora de este mundo presente es realizada por estas religiones en clave fundamentalmente cultual; pero en algunas de sus corrientes, como la procedente del dualismo mazdeísta, va acompañada de una ascesis rigurosa de renuncia al mundo.

Antiguo Testamento

La Sagrada Escritura.- Israel apenas conoce la búsqueda de la perfección espiritual por medio de la renuncia al mundo visible. Los libros sagrados judíos enseñan desde el principio que el mundo es considerado por Dios como «muy bueno» (Gén 1,31), y que se lo ha entregado al hombre, para que dominándolo, goce de él (9,1-7). Así, en el Antiguo Testamento, la prosperidad material será una manifestación de la predilección divina y una consecuencia de la vida justa, es decir, del cumplimiento de la Ley.

Sólo pueden apreciarse en las Escrituras antiguas ciertas anticipaciones sobre el valor espiritual de la pobreza y de la renuncia a los bienes de este mundo: por ejemplo, la renuncia de Abraham a su tierra y a su pueblo, como condición de vida nueva (Gén 12,1); la experiencia liberadora del Éxodo, en un desierto que lleva a la Tierra Prometida; los pobres de Yahvé (anawim) que, ajenos a la prosperidad del mundo, forman «un pueblo humilde y modesto, un resto, que pone su esperanza en el nombre del Señor» (Sof 3,12-13). En todos estos casos, como cuando Judas Macabeo huye al desierto para no ceder a la vida mundana, que profana la Alianza (2Mac 5,27), la renuncia al mundo viene impuesta por las circunstancias, y aceptada con humilde fidelidad; pero no se presenta como medio positivamente elegido en orden a una adquisición más fácil de la perfección.

El esenismo.- Los esenios se consideran los hijos de la luz, y entienden que, lo mismo que Israel hubo de separarse de los gentiles, ellos deben separarse del Israel apóstata e impuro, y del culto profanado del Templo. «Que se separen de la ciudad de los hombres inicuos, para ir al desierto, a fin de abrir allí el camino de Él» (Regla de la comunidad 1 QS 8,13). No hay para ellos perfección sin separación radical del mundo pervertido. Por eso ellos son «los penitentes de Israel, que han abandonado el país de Judá y se han exiliado al país de Damasco» (Documento de Damasco 6,5). El esenismo exige, pues, un «odio eterno hacia los hombres de perdición, a los que deben abandonarse los bienes y ganancias» de este mundo (Regla 9,21-23).

San Juan Bautista.- Juan, el más grande de los profetas de Israel, más aún, «el mayor de los nacidos de mujer» (Lc 7,26-28), ha vivido desde niño una vida penitente, «sin beber vino ni licores» (1,15), y abandonando el mundo secular, se ha adentrado después en el desierto, en vida de oración y penitencia. En efecto, existía por entonces entre los judíos la convicción de que el encuentro entre Israel y el Mesías sería «en el desierto», lejos de «el pecado del mundo».

Y así fue. En la plenitud de los tiempos, se levanta Juan el Bautizador para anunciar al Mesías deseado por los siglos. No lo hace en palacios y lugares importantes, ni tampoco vestido con telas delicadas, sino, por el contrario, es en el desierto, fuera del mundo secular, y llevando él mismo una vida célibe y pobre, orante y extremadamente austera, donde llama a penitencia al pueblo judío, para que pueda recibir al Salvador. Y es, efectivamente, en el desierto donde se produce el primer encuentro del Mesías con su pueblo (Mt 3,1-17; Mc 1,1-11; Lc 3,1-22).

Por otra parte, los discípulos de Juan, adiestrados en ayunos y penitencias, estuvieron entre los primeros y principales discípulos de Jesús (Mt 9,14; Mc 2,18; Lc 5,33).

Resumen

Partiendo de premisas filosóficas, teológicas y ascéticas muy diversas, puede apreciarse en el conjunto de los sistemas aludidos una convicción general de que el mundo terrenal está falseado, es engañoso, y dificulta o hace imposible la perfección espiritual del hombre. Para lograr, pues, la perfección humana es necesario un distancimiento espiritual del mundo secular, que se verá facilitado por una alejamiento material, el cual incluso será considerado necesario en algunos sistemas.