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Tiempo de Apocalipsis

Apocalipsis de Jesucristo

En las páginas anteriores he aludido varias veces al Apocalipsis del apóstol San Juan, y es hora de que nos ocupemos más detenidamente de él, pues nos da muy altas revelaciones sobre la suerte de las Iglesias en el mundo. Este libro, en efecto, al mismo tiempo que una profecía, es una teología de la historia, y no hay otro en el Nuevo Testamento que más claramente revele cómo los cristianos se perfeccionan sufriendo al mundo con fidelidad y paciencia. En efecto, el verdadero pueblo cristiano puede decir aquello del apóstol San Pablo: «el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6,14).

Compuesto a fines del siglo I, el libro de la Revelación de Jesucristo fue escrito, en efecto, para confortar y animar a las Iglesias primeras, que ya estaban padeciendo los primeros zarpazos de la Bestia imperial romana, y que aún habían de sufrir persecuciones mayores. Ahora bien, siendo así que el mundo perseguirá siempre a la Iglesia, según asegura Jesucristo (Mt 5,11-12; Jn 15,18-21), es claro que el Apocalipsis fue escrito para asistir y orientar en las pruebas de la historia a todas las Iglesias del presente y del futuro, también a las de hoy (+Ap 2,11; 22,16.18).

«El Apocalipsis es claramente un Evangelio», «un quinto Evangelio» (Charlier II,131. 224), una buena noticia que da a los cristianos perseguidos Juan, «vuestro hermano y compañero de la tribulación, del reino y de la paciencia, en Jesús» (Ap 1,9). Por eso las bienaventuranzas jalonan este maravilloso texto revelado.

Son dichosos los que leen y guardan las palabras de este libro (1,3; 22,7), los que permanecen vigilantes y puros (16,15), los que mueren por el Señor (14,13), los que son invitados a las bodas del Cordero (19,9), y así entran en la Ciudad celeste con vestiduras limpias, para gozar ya siempre del árbol de la vida (22,14).

Aunque no pocos puntos de este libro misterioso tienen difícil interpretación, sus revelaciones fundamentales son muy claras, y sumamente importantes a la hora de situarse en el mundo según la fe, buscando la perfección evangélica. Las resumo: Desde la victoria de la Cruz, hay una oposición permanente y durísima entre Cristo y el Dragón infernal, entre la Iglesia y la Bestia mundana, a la que ha sido dado poder para perseguir en el siglo a la descendencia de la Mujer coronada de doce estrellas. No debe, sin embargo, apoderarse de los cristianos el pánico. La victoria es ciertamente de Cristo y de aquéllos que, en la fe y la paciencia, guardan su testimonio, si es preciso con sangre.

Ése es el mensaje del «Apocalipsis de Jesucristo» (1,1).

Las siete trompetas

En el corazón del Apocalipsis se halla el septenario de las trompetas (8,2-14,5). En él se contemplan los estremecimientos de la historia humana en torno a la encarnación del Hijo de Dios, su Pasión y su Resurrección.

Siete ángeles van tocando sucesivamente las siete trompetas, que designan a un tiempo calamidades terribles y acciones salvíficas de la Providencia divina. A pesar de estos sones cósmicos de las trompetas angélicas, «el resto de los hombres, que no murió en estas plagas, no se arrepintió de las obras de sus manos... No se arrepintieron de sus homicidios, ni de sus maleficios, ni de su fornicación, ni de sus robos» (9,20-21). Más aún, como se ve en el septenario de las copas, los hombres «blasfemaban de Dios a causa de sus penas, pero de sus obras no se arrepentían» (16,11; +16,9). En efecto, los hombres, aplastados por las consecuencias intrínsecas de sus propios pecados, en vez de arrepentirse, echan la culpa de esas plagas a Dios.

Pues bien, en la quinta trompeta «una estrella caída del cielo a la tierra», esto es, un demonio, «abrió el pozo del Abismo y subió del pozo una humareda como la de un horno grande, y el sol y el aire se oscurecieron con la humareda del pozo» (9,1-2). Comienza en el mundo a ser difícil para los hombres ver la realidad. Sigue a esto una plaga como de langostas, y en la sexta trompeta, una innumerable caballería misteriosa lleva la muerte a un tercio de los hombres.

En la séptima trompeta van a enfrentarse, por fin, definitivamente la cólera de Dios y las naciones encolerizadas contra Él (11,18). De una Mujer vestida de sol nace un hijo varón, Jesús, que trae un cetro de hierro, y que escapa al enorme Dragón rojo que acechaba su nacimiento. Toda la historia entonces se acelera y, con la Encarnación del Hijo divino, sufre espasmos de gozo o de horror. El Dragón, que no es sino «la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero», frustrado -en la resurrección y ascensión a los cielos- por la huída del Hijo de la Mujer, «se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (cp.12).

Así las cosas, «vi surgir del mar una Bestia» poderosísima, de doce cuernos, a la que el Dragón le dio su poder y su trono y gran poderío. Y «la tierra entera siguió maravillada a la Bestia», que durante cuarenta y dos meses blasfemó contra Dios. En ese tiempo se le dió «hacer la guerra a los santos y vencerlos», y se le concedió «poderío sobre toda raza, pueblo, lengua y nación», de tal modo que su reinado vino a hacerse casi universal, pues le adoran «todos los habitantes de la tierra cuyo nombre no está inscrito, desde la creación del mundo, en el libro de la vida del Cordero degollado».

¿Qué harán, pues, los cristianos fieles en medio de esta apostasía generalizada?...

«El que tenga oídos, oiga. El que a la cárcel, a la cárcel ha de ir; el que ha de morir a espada, a espada ha de morir. Aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos». Fidelidad y paciencia. Guardar la fe verdadera, sin concesión alguna a la mentira. Participar en la paciencia de la Pasión de Cristo. Abandonarse a las penas que el mundo inflija, sean las que fueren, con un corazón firme en la esperanza: que sea lo que Dios quiera o permita. La victoria es de nuestro Dios y la de su Cristo glorioso (cp.13).

Una segunda Bestia, salida de la tierra, menos poderosa, con dos cuernos, hace de agente ideológico para la propaganda de la primera, a cuyo servicio actúa. Esta Bestia, realizando grandes señales y dotada de un poder de seducción inmenso, consigue que sean «exterminados cuantos no adoraran la imagen de la Bestia. Y hace que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se hagan una marca en la mano derecha o en la frente, y que nadie pueda comprar nada ni vender, sino el que lleve la marca con el nombre de la Bestia o con la cifra de su nombre».

Victoria final de Cristo y de su Iglesia

Finalmente, el septenario de las trompetas se culmina en una liturgia de clausura, que expresa la victoria final de Cristo y de sus santos (14,1-5). En ella «el Cordero, de pie sobre el monte Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil que tenían su nombre y el nombre de su Padre inscrito en la frente», cantan «un cántico nuevo». Éstos son vírgenes, y no se han contaminado con el adulterio y la fornicación de la idolatría, sino que han guardado «el testimonio de Jesús». Han sido fieles al seguimiento del Cordero, por donde quiera que éste les llevara, a veces hasta la pérdida de todo y la muerte. No se halló la mentira en su boca, ni nunca el Dragón, el padre de la mentira, tuvo poder sobre ellos. Han vencido al mundo y a su Príncipe, y son bienaventurados, pues han sido gratuitamente «rescatados de entre los hombres como ofrenda para Dios y para el Cordero».

Resumo la exégesis de Jean Pierre Charlier: La Bestia es, sin duda, el Imperio romano, y concretamente Domiciano, que reinó del 81 al 96 (el Apocalipsis se escribió hacia el 95): «la Bestia sería este emperador que se hacía llamar Dominus et Deus», gran blasfemia, por la que se seculariza totalmente el poder civil (I,254). Pero cuando Roma pase, «habrá otra Roma que tomará inevitablemente el relevo. Por consiguiente, [la Bestia] es todo edificio político como tal, sea quien sea quien lo ejerza -Domiciano o cualquier otro- en la medida en que busca su poder, su autoridad y su trono fuera de Dios» (255). «Más allá de Roma y Domiciano, más allá del siglo I de nuestra era, éste [la Bestia] es cualquiera que haga pesar su autoridad sobre los hombres, pretendiendo guiarlos fuera de los valores del Evangelio» (256), queriendo obligarles a aceptar su marca en la mano derecha o en la frente: esto es, en la conducta o en el pensamiento.

Con todo esto se forman, inevitablemente, «dos grupos antinómicos: el que reconoce el sistema político, ideológico y económico, y, por otra parte, el que se desvincula de él para su mayor incomodidad. Los adoradores idólatras y codiciosos, y los verdaderos religiosos en espíritu y en verdad» (261). La victoria final es, ciertamente, de Dios y del Cordero, y de los fieles que han guardado la fe. «Sobre el monte Sión ya no hay Templo, sino sólo el Cordero. Ya no hay sacrificios de holocausto, sino la muchedumbre de los excluídos de la sociedad, rescatados por Dios y su Cristo, transformados en oblación suprema» (268).

La Bestia del mundo moderno

Si los intérpretes del Apocalipsis han reconocido generalmente los rasgos de la Bestia mundana en el Imperio romano y en otros poderes mundanos semejantes de la época, ¿cómo nosotros, cristianos del siglo XX, no descubriremos la Bestia maligna en los Imperios ateizantes de los estados modernos que se empeñan en construir la Ciudad sin Dios?

El Imperio romano era para los cristianos un perro de mal genio, con el que se podía convivir a veces, aunque en cualquier momento podía morder, comparado con el tigre del Bloque comunista o más aún con el león poderoso de los Estados occidentales apóstatas, cifrados en la riqueza y en una libertad humana abandonada a sí misma por el liberalismo (+Ap 13,2.11). Para hacerse una idea de la ferocidad de cada una de las Bestias citadas, basta apreciar la fuerza histórica real que cada una de ellas ha mostrado para combatir y para vencer a los santos, llevándolos a la apostasía. «Por sus frutos los conoceréis»

Recordemos que los primeros apologistas cristianos -Justino, Atenágoras, Tertuliano-, en el mero hecho de componer sus apologías, todavía manifiestan una cierta esperanza de que sus destinatarios, el emperador a veces, atiendan a razones y depongan su hostilidad. Entonces, los poderosos del mundo son paganos; pero no son apóstatas. Los actuales, por el contrario, vienen de vuelta del cristianismo, y saben bien que gracias a que no creen o a que callan en la política su fe en Cristo están donde están.

Hoy la Bestia mundana, comparada con sus primeras encarnaciones históricas, es incomparablemente más poderosa y seductora, más inteligente en la persecución de la Iglesia, tiene muchos más cómplices, a veces de altura, entre los cristianos, y está más conscientemente determinada en hacer desaparecer de la faz de la tierra a la descendencia de Cristo.

Una Bestia herida de muerte

«¡Ay de la tierra y del mar! Porque el Diablo ha bajado a vosotras con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo» (Ap 12,12). En efecto, la Bestia secular, a pesar de su aparente prepotencia, está siempre condenada a una muerte más o menos próxima. No es Casa edificada sobre la roca, que es es Cristo, sino sobre la arena, y está destinada por tanto a un derrumbamiento inevitable (Mt 7,26-27).

En cambio, el Cristo glorioso del Apocalipsis se manifiesta sereno y dominador, siempre imponente y victorioso.

«Sus pies parecían como de metal precioso acrisolado en el horno; su voz como voz de grandes aguas; tenía en su mano derecha siete estrellas [todas las Iglesias], y de su boca salía una espada aguda de dos filos» (1,15-16). En los momentos que su providencia elige, Cristo por sus ángeles o por sí mismo derrama las copas de la ira, hiere a los paganos con la espada de su boca, captura a la Bestia, quebrando sus pies de arcilla, y la encadena por un tiempo, o la suelta por otro tiempo, o bien la arroja definitivamente con el falso profeta al lago de fuego inextinguible.

Desde los sucesos de la Cruz y la resurrección, la Bestia, a pesar de todas sus prepotencias y prestigios mundanos, está condenada a muerte, y hacia ese abismo avanza inexorablemente. Y todo esto sucede por intervenciones del Señor en la historia, pues a Él le «ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Nuestro Señor Jesucristo actúa continuamente como Salvador en la historia del mundo, y lo hace a través de sus ángeles y santos, o bien por la permisión providente de una cadena de causas malvadas, que son dejadas a su propia inercia siniestra.

En este mundo, el bien tiene bondad y belleza, y porque tiene ser, es durable. El mal, en cambio, a pesar de su aparato fascinante, apenas tiene bondad ni auténtica belleza, y su ser es tan precario, que está destinado a la muerte: nihil violentum durabile. El mal, pues, por sí mismo se encamina a la ruina. Y «la maldad da muerte al malvado» (Sal 33,22).

El Imperio comunista, por ejemplo, tan colosal y coherente en sí mismo, tan irreversiblemente instalado en el poder, tan capaz de durar para siempre y de apoderarse del mundo entero, tiene los pies de hierro y barro, y no es abatido a cañonazos o por la invasión de fuerzas extranjeras o por la irrupción de ejércitos celestiales, no. Dura sólamente «hasta que una piedra se desprende, sin intervención humana, y choca contra los pies de hierro y barro de la estatua, y la hace pedazos» (Dan 2,33-34.41-42; +Ap 2,27). Esto es lo que sucede en el año de gracia de 1989, reinando, como siempre, nuestro Señor Jesucristo. Y sin que ningún kremlinólogo lo hubiera previsto. A fines del 87, por ejemplo, invitados por Gorbachov, visitaron la Unión Soviética tanto fray Betto como Leonardo y Clovis Boff, grandes profetas del progresismo, que no queriendo ser los últimos cristianos, vinieron a ser los últimos marxistas. Pues bien, para los hermanos Boff aquélla era «una sociedad libre, limpia, donde uno no se siente perseguido» (sic). Si tardan un poco en salir de su pasmo admirativo y de abandonar la región, se les cae encima todo el Sistema comunista en su derrumbamiento. Tuvieron suerte.

Lo mismo ha sucedido con todos los Imperios bestiales del mundo. Y lo mismo sucederá al monstruoso Leviatán de las actuales democracias liberales. Cuando la manipulación política y la permisividad liberal, cuando la confusión y el desorden de una sociedad partida en facciones sistemáticamente hostiles entre sí, cuando el abuso, la corrupción, la lujuria y la falta de hijos, lleven a ciertos límites la degradación de las naciones antes cristianas, y cuando a pesar de éstas y otras plagas que apenas podemos imaginar hoy, los hombres persistan en sus pecados y, más aún, «blasfemen contra Dios a causa de sus dolores y llagas, pero sin arrepentirse de sus obras» (Ap 16,11; +16,9.21), entonces la Gran Babilonia se verá consumida en el incendio de sus propios vicios. Y todos los que la admiraban llorarán su ruina, eso sí, prudentemente, «desde lejos», llenos de estupor al ver cómo «de golpe» (18,21), «en una hora, ha sido arruinada tanta riqueza» (18,17). Allí una Bestia, consumida por la miseria, se derrumbó en una hora, y aquí la Otra, podrida por las riquezas, caerá también en una hora. Es igual. En uno y otro caso, la maldad da muerte al malvado.

No adorar a la Bestia

«Toda la tierra seguía maravillada a la Bestia... Y la adoraron todos los moradores de la tierra, cuyo nombre no está inscrito, desde el principio del mundo, en el libro de la vida del Cordero degollado» (Ap 13,3.8). En efecto, la Bestia realiza grandes signos, al tiempo que blasfema contra Cristo y persigue y vence a sus santos. Domiciano, el emperador, o el Estado sin Dios, da igual, se ha declarado Dominus et Deus, y todos han de aceptar su marca de modo público y manifiesto. Sólo así se adquiere ese libellum imperial -cédula o carnet-, sin el cual se hace imposible comprar o vender, publicar escritos o enseñar, relacionarse a niveles altos e influir socialmente.

Ante esta situación, el vidente del Apocalipsis, con apostólica solicitud y por encargo del mismo Señor, pone en guardia a los cristianos, a los de su tiempo y a los del nuestro. «Escribe lo que has visto, lo que ya es y lo que va a suceder más tarde» (Ap 1,19). «Éstas son palabras ciertas y verdaderas de Dios» (19,9; 21,5; 22,6)... ¡Cuidado! ¡Reconoced a la Bestia, dáos cuenta de que todo su poder lo ha recibido del Dragón infernal! (13,2). ¡No sucumbáis a su fascinación ni le déis culto! ¡No os fiéis de sus palabras ni promesas, que el Padre de la Mentira es su alma! ¡No temáis por lo que habéis de sufrir! (2,10). Estad seguros de que Dios tiene medido el tiempo de esta Bestia, pues sólamente «se le dió poder de actuar durante cuarenta y dos meses» (13,5). ¡Que nadie se rinda y ceda, que todos guarden fielmente la Palabra divina y el testimonio de Jesús! Y si alguno ha de ir a la cárcel o a morir a espada, no dude en ir a la cárcel o a la muerte. Ahí es donde se manifestará la paciencia y la fe de los santos (13,10).

Y el vidente, con el mismo amor con que exhorta a ser fieles a Cristo Esposo, en martirio y bodas de sangre, con el mismo amor amenaza, buscando que nadie se pierda... ¡Atención! «Si alguno adora a la Bestia y a su imagen, y acepta la marca en su frente o en su mano, tendrá que beber también del vino del furor de Dios, que está preparado, puro, en la copa de su cólera. Será atormentado con fuego y azufre delante de los santos Angeles y delante del Cordero. Y la humareda de su tormento se eleva por los siglos de los siglos. No hay reposo, ni de día ni de noche, para los que adoran a la Bestia y a su imagen, ni para el que acepta la marca de su nombre» (14,9-11; +21,8.27; 22,15).

Las pacíficas victorias de Cristo y de los suyos

Los septenarios apocalípticos de las cartas, los sellos, las trompetas, el de las copas de la ira, igual que el último de las visiones, afirman siempre con imágenes sobrecogedoras el poder invencible del Cordero degollado, que está junto al trono de Dios. Pero estas victorias del Cristo glorioso más que ahogar en sangre a los hombres rebeldes, destruyen a la Bestia que les engaña y esclaviza, o incendian la Gran Babilonia, es decir, reducen a cenizas la prepotencia de un orden mundano perverso, liberando así a los que se veían oprimidos por él.

No, las victorias de Cristo no son crueles y destructoras, sino llenas de salvación y de misericordia para los hombres. Él no ha sido enviado a condenar, sino a salvar (Jn 17). Él ha sido enviado como luz del mundo, y la luz ilumina las tinieblas, no las aniquila. Es significativo que en el Apocalipsis las victorias de Cristo son siempre realizadas con «la espada que sale de su boca», es decir, por la afirmación de la verdad en el mundo (Ap 1,16; 2,16; 19,15.21; +2Tes 2,8). En efecto, las de Cristo son victorias de la verdad y del amor, para que «donde abundó el pecado, sobreabunde la gracia» (Rm 5,20).

Por eso, aunque puede leerse como un libro de grandes combates, el Apocalipsis es principalmente un libro de salvación y de gran misericordia hacia el mundo. Las victorias de Cristo son iluminación de las tinieblas, verdad que disipa mentiras, amor y bien que prevalecen sobre males abrumadores. Eso explica que, hasta llegar a las visiones deslumbrantes de la Ciudad celeste (21-22), el Apocalipsis, a cada paso, estalla en formidables liturgias de alabanza y acción de gracias, refulgentes de luz y de victoria (4-5; 7,9-12; 8,3-4; 11,15-19; 14,1-5; 15,1-4; 16,5-7; 19,1-8).

Tampoco los triunfos de Cristo son victorias obtenidas por un ejército de superhombres, que luchando como campeones invencibles, con grandes fuerzas y medios aplastantes, se impone con superioridad indiscutible a las fuerzas mundanas del mal. No, todo lo contrario: Cristo vence al mundo por la debilidad y la pobreza de sus fieles, que permanecen en la humildad (+1Cor 1,27-29; 2Cor 12,10). Cristo vence al mundo muriendo en la cruz, y ésa es también la victoria de sus apóstoles, la de los dos Testigos, y la de todos los fieles del Apocalipisis (Ap 11,1-13). Y así la Iglesia primera venció al mundo romano, como San Pablo, «muriendo cada día» (1Cor 15,31).

Por otra parte, son «las oraciones de los santos» las que provocan las intervenciones más poderosas del cielo sobre la tierra. Es la oración de todo el pueblo cristiano la que, elevándose a Dios por manos de los ángeles, atrae sobre todos la justicia inapelable de Cristo (Ap 5,8; 8,3-4). Más aún, los cristianos asocian a su gozosa liturgia de alabanza a todos los que de verdad son hijos de Dios, es decir, a «todos sus siervos, los que le temen, pequeños y grandes» (19,5), es decir, a todos los hombres de buena voluntad. Y así se nos revela que en la Ciudad santa de la nueva tierra se planta «la Tienda de Dios con los hombres», no sólo con los santos (21,3). Entonces «las naciones [antes paganas] caminarán a su luz, y los reyes de la tierra [antes hostiles] irán a llevarle su esplendor» (21,24; +22,2).

La victoria definitiva está próxima

En fin, a Cristo resucitado y vencedor, que es el principio y el fin, que es el que vino, viene y vendrá, que es «el que nos ama» (1,5), le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, y todo está sujeto al imperio irresistible de su cetro de hierro. No se escandalicen, pues, los fieles, arrinconados y humillados por el mundo, no pierdan el ánimo ante las persecuciones de la pobre Bestia miserable. Por el contrario, resistiéndose a la seducción de los Poderes y prestigios mundanos, logren vencer al mundo por la fe y la paciencia, guardando siempre la Palabra divina y el testimonio de Jesús.

La victoria final de Cristo está próxima. Dichosos los fieles, llamados a las bodas del Cordero (19,9), pues en la Ciudad santa de Dios ya no hay muerte ni llanto,ya que el Dios luminoso de la vida ha venido a ser todo en todas las cosas (1Cor 15,28). Pronto, muy pronto, Cristo vencerá al mundo. Es el mensaje central del Apocalipsis: «Revelación de Jesucristo... para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto» (Ap 1,1; +22,7; 2,16). «Vengo pronto; mantén con firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate tu corona» (3,12). «Mira, vengo pronto y traigo mi recompensa conmigo, para pagar a cada uno según su trabajo» (22,12). Y «dice el que da testimonio de todo esto: «Sí, vengo pronto»» (22,20).

Mientras tanto, la gran Guerra invisible

El Apocalpisis es realmente el quinto Evangelio, que tantos cristianos de hoy ignoran. En esta Revelación de Jesucristo, entre el fulgor de liturgias cósmicas y celestiales, con el alegre anuncio de las victorias de Dios omnipotente, se nos manifiesta e interpreta esa «dura batalla contra los poderes de las tinieblas que atraviesa toda la historia humana, y que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor» (Vat.II, GS 37b; +Catecismo 409).

Es difícil hablar con precisión inequívoca cuando se trata de temas históricos o morales. A pesar de todo, no me parecen acertadas las palabras de un buen profesor de teología, cuando en un artículo sobre los cristianos en la historia dice así: «La Iglesia que el Concilio Vaticano II presupone, y la que se expresa en sus documentos, es una Iglesia que se sabe enviada por Dios al mundo y que, considerando que puede darse por clausurado el período de confrontación y de defensa que caracterizó al siglo XIX, decide relanzar su tarea evangelizadora».

La confrontación entre la Iglesia y el mundo caracteriza todos los siglos de la historia de la Iglesia, especialmente los primeros y los más recientes. Y la Iglesia del siglo XX, como la de los siglos venideros, si de verdad quiere evangelizar el mundo, no puede dar por clausurado ese tiempo de confrontación «hasta que vuelva el Señor». Seguro que el citado profesor está convencido de ello, aunque en esa ocasión se expresara sin acierto.

Y en esto de los modos de hablar -dicho sea de paso- sigamos empleando el lenguaje de la Biblia y de la Tradición. Si Cristo, concretamente, hablando a las Iglesias, promete grandes premios a los «vencedores», será porque tienen que librar «un buen combate» (2Tim 4,7). No le demos más vueltas: estamos viviendo el tiempo del Apocalipsis, y no otro tiempo inventado por nuestras ideologías. Permítaseme recordar que el libro del Apocalipsis está inspirado por Dios: forma parte de la Revelación divina contenida en las Sagradas Escrituras, que, felizmente, hemos de acoger por la fe.

Urgente necesidad de elegir entre Cristo y la Bestia

Hay que elegir. Hay que elegir ya. No podemos seguir como ahora indefinidamente. La apostasía práctica no debe seguir encubierta, ignorada hasta por los mismos apóstatas. A los cristianos que en vano renunciaron en el bautismo «a Satanás y a sus seducciones» mundanas, hay que mostrarles la imposibilidad de seguir haciendo círculos cuadrados. No pueden seguir tantos bautizados en una situación de adulterio crónico: o guardan fidelidad a Cristo Esposo o se amanceban abiertamente con la Bestia mundana. O son de Cristo o son del mundo.

En la predicación y en la acción pastoral, en modos provocativos, hay que agarrar ya a los cristianos por su conciencia y sacudirles, hasta ponerles en crisis. Así lo hicieron siempre los profetas, así lo hicieron Cristo y los apóstoles. No podemos seguir dando culto a Dios y a las riquezas (Lc 16,13), no podemos beber de la copa del Señor y de la copa de los demonios (1Cor 10,20). Hemos de elegir entre servir al mundo o al Reino. Ser del mundo o ser de Cristo. Sin más demora, hay que optar ya entre seguir a Cristo, en la fe y la paciencia, o seguir maravillados a la Bestia secular.

Recordemos en la Biblia algunas situaciones de crisis provocadas:

Josué.- Israel, siempre tentado por la idolatría a tener dioses visibles, como el becerro de oro, es sometido por Yavé a la larga cura espiritual del Éxodo, cuarenta años en el desierto, aprendiendo a servir al Invisible. Pero al entrar a poseer la Tierra Prometida, de nuevo se ve tentado por el esplendor de los cultos locales. Y el problema llega a ser tan grave, que Josué reune a todos los jefes de Israel, para ponerles de una vez ante la alternativa: «Elegid hoy a quién queréis servir, si a los dioses a quienes sirvieron vuestros padres, o a los dioses de los amorreos... Yo y mi casa serviremos a Yavé»... El pueblo se afirma entonces en la fe de sus padres: «Serviremos a Yavé, nuestro Dios, y obedeceremos su voz». Y así reafirmó Josué aquel día la alianza (Jos 24).

Elías.- Las crisis de fidelidad se multiplican en la historia del pueblo de Dios. El rey Ajab «hizo el mal a los ojos de Yavé, más que todos cuantos le habían precedido» (1Re 16,30), favoreciendo la introducción de la idolatría en el pueblo de Dios. Llegan las cosas a un extremo en el que el profeta Elías, mandado por Yavé, convoca en el monte Carmelo a todo Israel, juntamente con los profetas de Baal. «»¿Hasta cuándo habéis de estar vosotros cojeando de un lado y de otro? Si Yavé es Dios, seguidle a él; y si lo es Baal id tras él». Pero el pueblo no respondió nada» (18,21). Esto es lo malo, que no responda nada, ni que sí ni que no. «Volvió a decir Elías al pueblo: «Sólo quedo yo de los profetas de Yavé, mientras que hay cuatrocientos cincuenta profetas de Baal». Dispone entonces el altar sobre doce piedras, el fuego de Yavé consuma el sacrificio, y finalmente el pueblo se reafirma en la alianza: «¡Yavé es Dios, Yavé es Dios!» (18,39).

Cristo.- Cuando predica el sermón eucarístico del pan de vida, muchos, al oir que su cuerpo es verdadera comida, menean la cabeza: «¡Duras son estas palabras! ¿Quién puede oirlas?... Y desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron, y ya no le seguían. Y dijo Jesús a los doce: ¿Queréis iros vosotros también? Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,60-69). No hay otra alternativa: o los cristianos siguen a Cristo o si no, más de cerca o de lejos, «siguen maravillados a la Bestia» (Ap 13,3). No existe un campo neutral donde poder quedarse, ajeno a toda lucha: «el que no está conmigo está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12,30).

En las Iglesias descristianizadas de Occidente, en aquellas que, como la de Sardes, parecen estar vivas, y están muertas (Ap 3,1), la situación no puede prolongarse indefinidamente, multiplicando más y más -aunque sea sin querer- los sacrilegios, languideciendo en una enfermedad crónica, que no puede llevar sino a la muerte, y agotando a los pastores hasta acabarlos -«¿qué voy a hacer yo con este pueblo?» (Ex 17,4)-. Y si no se provoca la crisis mediante intervenciones pastorales concretas -que cada vez serán más traumáticas y más difícilmente viables-, que obliguen a las personas a definirse ante Cristo, más se irá degradando la situación eclesial, hasta un punto en que la misma degradación eclesial constituirá para los cristianos una gravísima crisis, una Gran Poda realizada por el Padre «viñador» (Jn 15,1-2)..

Lo ideal sería -¿pero es pastoralmente viable?- leer a pastores y fieles el Apocalipsis, y explicárselo en la fe de la Iglesia. A ver qué deciden.

«El que tenga oídos

oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias»

(Ap 2,29).

«Sal, pueblo mío»

¿Y qué dice el Espíritu a las Iglesias? La voz poderosa de Cristo, anunciando la inminente caída de la Babilonia del mundo, «dice desde el cielo: Sal, pueblo mío, no sea que os hagáis cómplices de sus pecados y os alcancen sus plagas» (Ap 18,4).

Esta «llamada a salir de la ciudad -entiende Charlier (II,92)- es apremiante, como lo era ya en Is 48,20; 52,11, y sobre todo en Jer 58,8 y 51,6.45. En la ciudad, difícilmente cohabitan Satanás, el Evangelio y sus respectivos fieles (+Ap 2,13). Llega un momento en que la conciudadanía ya no es posible, a menos que se llegue a ciertos compromisos. El Pueblo de Dios ha vivido desde siempre esta situación conflictiva, poniéndole al final un término penoso, mediante una opción decisiva. Lot tuvo que salir de Sodoma, cuyo pecado rebasaba los límites (Gén 19,12-14), prefigurando así la epopeya de Israel, que tuvo que salir del país de Egipto. La incomodidad del éxodo en relación con la seguridad opulenta de la ciudad es grande, pero ésta es la ley de los creyentes para el día en que el pecado de la ciudad amenace demasiado la fe en el Evangelio. El pueblo debe salir para no trocar su comunión con Dios por la comunión con el pecado (sygkoinônêo). Tiene que elegir la copa en la que quiere beber, y esta elección impone rupturas con los espejismos idolátricos, que son el poder, el dinero y la cultura».

Fácilmente se comprende que religiosos y laicos habrán de responder al mandato de Cristo -salir de Babilonia- en modos diversos. Por lo demás, siempre la Iglesia ha entendido que «hay dos maneras de vivir en el siglo: corporalmente y con el afecto» (STh II-II,188, 2 ad3m). Siempre la Iglesia ha entendido que si la renuncia al mundo ha de ser en religiosos y laicos igual en la substancia, ha de ser diferente en las modalidades accidentales. Los religiosos renunciarán al mundo en afecto y en efecto; los laicos renunciarán a él siempre en afecto, y a veces, cuando haya ocasión de pecado o lastre innecesario para la caridad, también en efecto. Y así unos y otros «se conservan sin mancha en este mundo» (Sant 1,27).

En todo caso el mandato de Cristo de salir de Babilonia -fuga sæculi-, es decir, el mandato de diferenciarse del mundo en mentalidad y costumbres, se hace tanto más apremiante, lógicamente, cuanto peor y más peligrosa sea la situación espiritual de la Ciudad mundana.

Por eso el Cardenal Ratzinger considera que hoy «entre los deberes más urgentes del cristiano está la recuperación de la capacidad de oponerse a muchas tendencias de la cultura ambiente, renunciando a una demasiado eufórica solidaridad postconciliar». En efecto, «al condenar en bloque y sin apelación la fuga sæculi, que ocupa un lugar central en la espiritualidad clásica, no se ha comprendido que en aquella fuga... se huía [los religiosos] del mundo no para abandonarlo a sí mismo, sino para crear en determinados centros de espiritualidad una nueva posibilidad de vida cristiana y, por consiguiente, humana».

En todo caso, «hay algo que da que pensar: hace veinte años se nos decía en todos los tonos posibles que el problema más urgente del católico era encontrar una espiritualidad nueva, comunitaria, abierta, no sacral, secular, solidaria con el mundo. Ahora, después de tanto divagar, se descubre que el objetivo urgente es encontrar de nuevo un punto de contacto con la espiritualidad antigua, aquella de la "huída del siglo"» (Informe 127).