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La doctrina de Cristo

Ya hemos visto muy brevemente el pensamiento que sobre el mundo presente tienen algunos sistemas filosóficos o religiosos. Pues bien, ¿cuáles son las actitudes fundamentales de Cristo hacia el mundo? ¿Qué enseña Cristo sobre el mundo secular y sobre la situación en él de los cristianos?

Con amor

Nuestro Señor Jesucristo entra en el mundo-creación impulsado por el amor divino trinitario, para coronar con su Encarnación la obra grandiosa de la creación, juntando íntimamente en sí mismo al Creador y a las criaturas. Por él, por el Hijo, «se hizo el mundo, y siendo él el esplendor de la gloria [de Dios] y la imagen de su substancia, sustenta con su poderosa palabra todas las cosas» (Heb 1,2-3). Nadie, pues, como Cristo ha gozado tanto con la hermosura del mundo; nadie como él ha contemplado a Dios en el mundo creado, y ha entendido en forma comparable que «en él vivimos y nos movemos y existimos» (Hch 17,28).

Y en cuanto al mundo-pecador, Jesús es el Salvador misericordioso, el que no viene a condenar sino a salvar (Jn 3,17); el que intenta hacerse, con gran escándalo de los «justos», «amigo de los pecadores» (Mt 11,19), comiendo y tratando con ellos; él es el que ama y salva a la mujer adúltera, cuando todos pretendían apedrearla (Jn 8,2-11). Ninguno de los hombres ha tenido la benignidad de Jesús hacia los pecadores. Nadie ha tenido la facilidad de Cristo para captar lo que hay de bueno en los hombres -en las personas, en los pueblos y culturas-: él, porque es la causa de todo bien, ve hasta el mínimo bien, hasta el que no pasa de intención ineficaz, hasta el bien escondido en el mal, por ignorancia inculpable. Nadie ha tenido hacia el mundo-pecador un amor tan eficaz, tan sin límites, «haciéndose él mismo pecado» (+2Cor 5,21) para quitar, finalmente, el pecado del mundo.

Con amor y con horror

El horror de Cristo hacia «el pecado del mundo» no es apenas concebible para nuestra mente: sólo podemos llegar a adivinarlo contemplando a Jesucristo en Getsemaní o en la pasión del Calvario, donde el pecado del mundo le abruma y aplasta, hasta hacerle sudar sangre. Ese mal del mundo, que pasa en gran medida inadvertido a los hombres, pues en él han vivido sumergidos desde siempre, es para Cristo una atmósfera asfixiante y perversa, que llega a veces, cuando así lo dispone el Padre, a llenarle de «pavor y angustia».

Cristo ve y entiende que las autoridades, en lugar de servir a sus súbditos, «los tiranizan y oprimen» (Mc 10,42). En el mismo Pueblo elegido, Cristo ve la generalizada profanación del matrimonio, que ha venido a ser una caricatura de lo que el Creador «desde el principio» quiso que fuera (Mt 19,3-9). Ve, lo ve en el mismo Israel, cómo una secular adicción a la mentira, al Padre de la Mentira, hace casi imposible que los hombres, criaturas racionales, capten la verdad (Jn 8,43-45); cómo el hombre, habiendo sido hecho a imagen de Dios, ha endurecido su corazón en la venganza y en los castigos rigurosos, ignorando el perdón y la misericordia; cómo escribas y fariseos, los hombres de la Ley divina, han venido a ser una «raza de víboras», unos «sepulcros blanqueados», que «ni entran, ni dejan entrar» por el camino de la salvación (23,13-33); cómo, por la avidez económica de unos y la complicidad pasiva de otros, el Templo de Dios se ha convertido en una cueva de ladrones (21,12-13)... Todo eso lo ve en el Pueblo elegido. Y todo eso no lo ven las autoridades, ni los sacerdotes, ni tampoco los teólogos de Israel.

Por lo demás, Jesucristo casi nunca expresa el dolor que padece al estar inmerso en el pecado del mundo. Una vez, refiriéndose a la cruz, a su deseado «bautismo» final, exclama: «¡y cómo sufro hasta que esto se cumpla plenamente!» (Lc 12,50). Pero podemos suponer ese íntimo sufrimiento al ver el dolor que a veces le causan, con su torpeza espiritual, sus mismos amigos más íntimos.

En una ocasión le dice a Simón Pedro: «Apártate de mí, Satanás, que me escandalizas, pues no piensas en las cosas de Dios, sino en las de los hombres» (Mt 16,23). En otra ocasión, se le acerca a Jesús un pobre hombre, padre de un epiléptico, y le pide que sane a su hijo, pues los apóstoles lo intentaron sin conseguirlo. Y el Señor responde: «¡Gente sin fe y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar?» (Mt 17,17)...

Y si así le hacían padecer sus amigos, gente, después de todo, de buena voluntad, y que todo lo habían dejado por seguirle, cómo le haría sufrir ver un día y otro, en los que le rechazaban, hombres perdidos en la vanidad y el mal, fascinados por la criatura y olvidados del Creador, mentes abiertas a la mentira y cerradas a la verdad, personas sujetas al mundo y a su Príncipe infernal, y amenazadas de perdición eterna (+Jn 8,44). Con razón dice San Zenón de Verona (+372?) que «el Señor habitó en un verdadero estercolero, esto es, en el cieno de este mundo y en medio de hombres agitados como gusanos por multitud de crímenes y pasiones» (Trat. 15,2: ML 11,443).

Viendo una vez cómo Jerusalén le rechaza, y entendiendo cómo así la Ciudad elegida repulsa la salvación y se atrae la destrucción, siente tanta pena que se echa a llorar (Lc 19,41-44). Está claro que a Cristo no le da lo mismo que el mundo-pecador le reciba o le rechace. Su amor inmenso a los pecadores le lleva a sufrir inmensamente, cuando comprueba que «vino a los suyos, y los suyos no le recibieron» (+Jn 1,11).

Con absoluta libertad

Respecto del mundo presente, no experimenta Jesucristo ninguna avidez o ansiedad, ninguna fascinación o deseo de triunfo, ningún temor al insulto, al desprecio o al fracaso. Él, precisamente en cuanto Siervo del Altísimo, es perfectamente libre del mundo secular. Por eso puede ver su mentira y decirle la verdad. Por eso está a salvo del mundo y puede salvar al mundo.

Las normas mentales y conductuales, tan estrictamente impuestas por el mundo sobre los hombres mundanos, no tienen sobre Cristo poder alguno. Ni siquiera tienen sobre él influjo alguno las normas pseudo-religiosas de su tiempo; tampoco aquellas que los mismos varones justos tienen por más inviolables.

Jesús, por ejemplo, trata con la mujer con una libertad que resulta chocante para ella misma: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana?»; y para los mismos discípulos: «se maravillaban de que hablase con una mujer» a solas (Jn 4,9.27). Entiende el sábado y actúa en él de modos realmente «escandalosos», lamentables e incomprensibles, en ese momento, para cualquier judío piadoso (Mt 12,1-12). Profesa el celibato y la pobreza, y así lo exige a los apóstoles, cuando el mundo civil y religioso ignora y desprecia esos valores. Desechando reducir la salvación de Dios sólamente a los judíos, predica un universalismo católico, aunque sabe que suscitará las más terribles iras de los judíos (+Lc 4,25-30). Y dejando de lado las normas más elementales de la decencia, «come y bebe con publicanos y pecadores» (Lc 5,30)...

No es Cristo, sin embargo, un hombre extravagante, que se distancia del mundo vigente por orgullo, o que muestre hacia su pueblo, y concretamente hacia sus tradiciones religiosas, una actitud de desarraigo o menosprecio. Por el contrario, desde niño está educado para «cumplir todo lo prescrito por la Ley» (+Lc 2,23-24.27.39); hace las obligadas peregrinaciones a Jerusalén, muestra una gran veneración por el antiguo Templo, donde enseña todos los días (Lc 19,47), paga su tributo (Mt 17,24-27), y cela por su santidad, expulsando de él a los comerciantes (21,12); reza los salmos, celebra la Pascua y en todo se manifiesta respetuoso con la Ley mosaica, que no viene a abolir, sino a perfeccionar (5,17).

Por otra parte, la omnímoda libertad de Cristo respecto del mundo se afirma no sólo en criterios y costumbres, sino incluso en el ritmo temporal de las actividades. Los mundanos se rigen en su acción por las ocasiones del mundo, pero Cristo actúa en referencia continua al Padre celeste: su hora no es, pues, la que marca el reloj del mundo, y es, por así decirlo, ex-temporánea.

Se puede ilustrar esto que digo con una escena del Evangelio, en la que los parientes de Jesús, que no acaban de creer en él, le exhortan a «darse a conocer al mundo», realizando abiertamente algunas de «las obras» que viene realizando en medios más escondidos. Jesucristo resiste esa incitación, y les contesta: «Para mí todavía no es el momento; para vosotros, en cambio, cualquier momento es bueno. El mundo no tiene motivos para aborreceros a vosotros; a mí sí me aborrece, porque yo declaro que sus acciones son malas. Subid vosotros a esta fiesta, que para mí el momento no ha llegado aún» (Jn 7,1-8). La actividad de Cristo, al depender exclusivamente del impulso del Padre en él, resulta así discrónica respecto a la marcha del mundo. Él piensa, habla, siente y actúa desde Dios, con perfecta libertad del mundo. Por eso tiene poder para transformarlo.

Con toda esperanza

Cristo ve el pecado del mundo, y sufre mucho con ello; pero se atreve, con una esperanza formidable, a intentar el remedio de esos males. Todo lo contrario del mundo, que no ve sus propios pecados, y cuando los ve, piensa que son irremediables. Conoce el Salvador la omnipotencia de su propia gracia, la fuerza sanante de su Sangre redentora. Y por eso, conociendo mejor que nadie la condición malvada del siglo, se entrega entero, de palabra y de obra, a «quitar el pecado del mundo».

Veamos esto con un ejemplo muy significativo. Cristo ve que el matrimonio está en todas partes, incluso en el Pueblo elegido, horriblemente falsificado por el divorcio, y que ha venido a hacerse una caricatura blasfema del plan del Creador. Ve también que a todos, judíos y gentiles, les parece normal que el vínculo conyugal pueda quebrarse -«siempre y en todas partes ha sido así»-. Y, sin embargo, él afirma el matrimonio indisoluble con toda energía, asegurando que ésa es la voluntad de Dios, y que por tanto ése es un bien posible y debido. Pero, en un principio, hasta sus mismos discípulos reciben esta doctrina con reticencia: de ser así «es preferible no casarse» (Mt 19,3-10). Y consigue Cristo, él solo, con la fuerza de su verdad y de su gracia, que al paso de los siglos, innumerables millones de hombres y mujeres vivan -con toda paz, sin que sean unos gigantes espirituales- ese matrimonio verdadero, restaurado por él y sólamente por él.

Cristo ve el mal del mundo pecador, se guarda libre de toda complicidad con él, y lo que es más aún, procura con eficacísima esperanza el remedio de los males del mundo. Eso que ha hecho con el matrimonio, lo ha hecho o está dispuesto a hacerlo con todos los otros males del mundo secular, por muy arraigados que estén en la mentalidad y en las costumbres de los hombres, por muy inevitables que parezcan. Y es que él, y ningún otro, conoce la verdadera naturaleza del hombre y la omnipotencia de la gracia divina. Realmente es Cristo, y solo él, el «Salvador del mundo».

El mundo malo

«Sabed que el mundo me ha odiado» (Jn 15,18), dice Cristo, y añade, y me ha odiado «sin motivo» (15,25). El mundo no siempre odia las consecuencias éticas y sociales del cristianismo, y en ocasiones, reconociéndolo o no, las aprecia. El mundo odia precisamente a Cristo, la autoridad absoluta del Señor, la gracia de Cristo, la salvación del hombre como don de Dios. O lo que viene a ser lo mismo, el mundo odia a Cristo porque «siendo hombre, se hace Dios» (Jn 10,33). Eso es lo que aborrece en Cristo.

En efecto, el mundo se muestra como enemigo implacable del Salvador, y a los tres años de su vida pública, no lo asimila en forma alguna, y termina por vomitarlo en la Cruz con repugnancia. En realidad el mundo odia a Cristo y a su Palabra porque el Salvador «da testimonio contra él, de que sus obras son malas» (7,7). Le odia porque no se sujeta, sino que escapa a su dominio: «Yo no soy del mundo» (17,9).Y por esas mismas razones odia también a los cristiano: «por esto el mundo os aborrece» (15,19; +15,18-20).

Según eso, los cristianos habremos de aceptar siempre la persecución del mundo sin desconcierto alguno; más bien como un signo inequívoco de que Cristo permanece en nosotros, y como algo ya anunciado por él, es decir, como algo inherente a nuestra condición de discípulos suyos. Más aún, habremos de recibir la persecución del mundo como la más alta de las bienaventuranzas (Mt 5,10-12). Y si el mundo se nos muestra favorable, habremos de considerar el dato con una gran sospecha: o es falsa esa benevolencia o es que nos hemos hecho cómplices del mundo, traicionando el Evangelio.

Por lo demás, Cristo y los cristianos sabemos bien que, tras el odio del mundo, está el demonio, el Príncipe de este mundo, vencido por el Salvador (Jn 12,31), el Padre de la mentira, el Poder de las tinieblas, desenmascarado y espantado por aquel que es «la Luz del mundo» (Jn 1,9; 9,5).

El último Evangelio enfrenta continuamente a Cristo con «Satanás», «el Diablo», «el Maligno», al que San Juan da también un cuarto nombre, «el Príncipe de este mundo»: por él quiere expresar que «el mundo entero está puesto bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19; +Ap 13,1-8).

El mundo efímero

Nadie, hemos visto, ha sentido hacia la creación visible y hacia el mundo-pecador un amor tan grande y eficaz como el de Cristo. Pero nadie como él, tampoco, ha sido tan consciente de la relatividad efímera de los bienes del mundo, que están intrínsecamente ordenados hacia los bienes eternos.

Todas las realidades intramundanas, en efecto, habrán de ser siempre tomadas o rechazadas en función de las realidades futuras escatológicas; ya que «¿de qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?» (Mc 8,36). No olvidemos, pues, que este mundo es pasando, y que pasa rápidamente. Por eso el Señor reprocha al hombre mundanizado: «Insensato, esta misma noche te pedirán el alma, y todo lo que has acumulado ¿para quién será? Así será el que atesora para sí y no es rico ante Dios» (Lc 12,20-21).

El mundo valioso

Entiéndase bien aquí que Cristo, al hablar de la vanidad del mundo y de su condición efímera, en modo alguno trata de «quitar valor» a lo mundano. Muy al contrario: él ensalza y eleva lo mundano nada menos que a la condición de «medio» para un «fin» eterno y celestial, lo que realza inmensamente su valor y dignidad.

En este sentido, nadie como Cristo conoce el valor de las realidades temporales, y nadie se ha atrevido a intentar su perfeccionamiento con mayores esperanzas. Jesucristo, en efecto, no se resigna a dejar este mundo en su condición miserable e indigna; no lo da por perdido, ni lo considera irremediable. Él quiere hacer con la Iglesia un mundo mejor, un mundo digno de Dios, transfigurado con la belleza y santidad del Reino. Él tiene medios y fuerzas sobrehumanas para conseguirlo.

Y por eso el Salvador envía los cristianos al mundo como «sal de la tierra», como «luz del mundo» (Mt 7,13-15), con una misión altísima, llena de amor y de inmensa esperanza. Con ellos va a seguir él obrando su salvación en la humanidad. Como el matrimonio y la familia, él va a salvar con los cristianos la cultura y las leyes, el pensamiento y el arte, la economía y la política, todo lo que es humano. Los cristianos harán, lo dice el Señor, «las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo voy al Padre», y desde el Padre les asistiré siempre con el Espíritu Santo (Jn 14,12.16).

Alertas, vigilantes en el mundo

Pero, en conformidad con todo lo que hemos recordado, Cristo envía los cristianos al mundo encareciéndoles que tengan en el mundo muchísimo cuidado, que se mantengan orantes y vigilantes, «para no caer en la tentación» (Mt 26,41); es decir, para no ceder ante la fascinación de lo efímero, y para no sucumbir ante la persecución del mundo. No podrían entonces dar cumpliento a su altísima misión, y ellos mismos se perderían con los mundanos.

-La fascinación del mundo secular no dice, de suyo, relación al pecado del mundo, sino más bien a la fragilidad de la carne, que, por el pecado, debilita en el hombre su tendencia a la vida eterna, y hace morbosa su adicción a los bienes visibles. Aunque también es cierto que lo secular, cuando se hace mundo pecador o enemigo, contrapuesto al Reino, tiende de suyo a desviar de Dios el corazón del hombre.

En este sentido, Cristo avisa a los cristianos para que la semilla del Reino, sembrada en sus corazones, no se vea sofocada por las espinas del mundo secular, es decir, por las preocupaciones del mundo, las riquezas y los placeres de la vida (Mt 13,22; Mc 4,19; Lc 8,14). Es cierto que ni el matrimonio, ni la posesión de bueyes o de tierras, impiden acudir a la invitación del Reino; pero también es cierto que acuden más fácilmente al convite del Señor los pobres, que nada de eso tienen: «los pobres, tullidos, ciegos y cojos», que no se ven retenidos por aquello de lo que carecen (Lc 14,15-21).

Y aquí se sitúa la peligrosidad de las riquezas. Por eso dice el Señor, «¡ay de los ricos!» (6,24), pues conoce qué fácilmente se apegan a sus riquezas temporales, y vienen a faltar así al Eterno y a ese prójimo temporal necesitado, que quizá tienen a su misma puerta. El rico, penando en el otro mundo, habrá de recordar, cuando no tenga ya remedio, que en éste recibió los bienes; en tanto que el pobre Lázaro en este mundo sufrió los males, y en el otro goza para siempre (16,19-26). De hecho, «¡qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!» (Mc 10,23). Para los que las tienen, efectivamente, es difícil; pero es imposible para los que en ellas ponen su corazón, ya que «no es posible servir a Dios y a las riquezas» (Mt 6,24; +6,19-21).

-La persecución del mundo pecador es el otro modo fundamental de tentación para los cristianos. Y previéndola con toda certeza, Cristo envía a sus discípulos al mundo «como ovejas en medio de lobos. Por tanto, les dice, sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas. Guardáos de los hombres» (Mt 10,16-17).

Ya vemos pues, con todo esto, que, sea por la atracción fascinante o por la persecución continua, la peligrosidad del mundo es un dato cierto de la fe. Y de ahí vendrá, como en seguida comprobaremos, que Cristo conceda a sus discípulos dos vocaciones fundamentales. 1.-A unos les llamará a vivir en el mundo, pero con toda vigilancia y alerta espiritual, y 2.-a otros los llamará a dejar el mundo, con una ruptura más o menos marcada respecto de las formas de vida secular. Unos y otros, en formas diversas, están destinados a transformar y salvar el mundo con el poder de Cristo.

Cristo llama a todos a la perfección

Conociendo Cristo tan bien la debilidad de la carne, el poder del demonio, y el influjo tan grande y negativo del mundo, ¿se atreverá a llamar a todos los cristianos a la perfección, también a aquellos que viven en el mundo y no «lo dejan», como hacen los religiosos?

Cristo llama a todos los cristianos a la perfección, es decir, a la santidad. Sin duda alguna, sea cual sea su estado de vida. Prolongando el mandato antiguo: «Sed santos, porque Yo soy santo» (Lv 11,44; 19,3; 20,7; +1Pe 1,15-16; Ef 4,13; 1Tes 4,3; Ap 22,11), Cristo dice a todos: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Y la palabra de Cristo es eficaz: hace posible lo que manda. Lo que el Salvador dice por su palabra es anuncio de lo que quiere y puede obrar en los hombres por su gracia. Si él dice «sed perfectos», es que él puede hacer que lo sean todos los que se abran a su gracia.

Aristótoles decía, y con él Santo Tomás (STh II-II, 184,3) que «todo y perfecto son iguales». Perfecta, perfacta, es una criatura hecha del todo, una criatura cuyas posibilidades se ven plenamente realizadas. Pues bien, podemos asegurarnos de esta voluntad de Cristo de santificar plenamente a todos los cristianos, considerando cómo en su evangelio presenta en formas totales los dos aspectos básicos de la conversión cristiana, la muerte al hombre viejo, y el nacimiento al hombre nuevo.

-Abnegación (cruz, morir). Las más altas exhortaciones ascéticas de Cristo van dirigidas muchas veces a todos, no a un grupo selecto de ascetas. Cristo «decía a todos: El que quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24; +Mt 16,24-25; Mc 8,34-35). Todos, pues, somos llamados a una abnegación total. «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,33; +12,33).

-Caridad (resurrección, renacer). La misma formulación de la ley suprema de Cristo: «amar al Señor con todo el corazón» (Dt 6,5; Lc 10,27) y al prójimo como él nos ama, está indicando una exigencia de totalidad, es decir, una tendencia a la perfección. En efecto, todos los cristianos somos eficazmente llamados por Cristo a esa totalidad de un amor perfecto, que sea imagen del amor divino.

Perfección de la vida ofrecida por Cristo

La universalidad de esta llamada a la perfección podemos comprobarla también, en forma más gráfica y descriptiva, considerando la vida perfecta que Cristo ofrece a todos sus discípulos. Nada menos que éstos son los mandatos y consejos que el Señor les da:

Oración.- Los cristianos, como pueblo sacerdotal, son hombres orantes, que acostumbran dedicar una parte de cada día inmediatamente a Dios en la oración (Mt 6,5-15), dándole gracias sin cesar (Lc 18,1). Leen o escuchan con frecuencia la Palabra divina y otros libros religiosos, y son asiduos a la fracción del pan eucarística (Hch 2,42).

Ayuno.- Con frecuencia ayunan de alimentos o de otros bienes terrenales (Mt 6,16-18), queriendo así guardar libre el espíritu y expiar por los pecados.

Limosna.- Esta restricción austera del consumo de mundo, les hace más capaces para dar limosna, comunicando sus bienes con facilidad (Lc 6,38). Dan al que les pide, y no reclaman los préstamos que realizan (Mt 5,42; 6,2-3; Lc 6,35; 12,33).

Pobreza y riqueza.- No hay pobres entre ellos, cosa increíble entre mundanos (+Hch 4,32-34; 1Cor 16,1-4; 2Cor 8-9; Gál 2,10). Los cristianos, también en esto diferentes y mejores que los mundanos, honran a los pobres, y si hacen un banquete los invitan con preferencia (Lc 14,12-24; +Sant 2,1-9). Y es que consideran la pobreza una bienaventuranza (Lc 6,20), al mismo tiempo que se guardan con gran cuidado del peligro de las riquezas (Mt 6,19-21; Lc 6,24). Sabiendo que es imposible servir al mismo tiempo a Dios y a las riquezas (Mt 6,24), muchos de ellos lo dan todo, y siguen al Señor en la pobreza (Mt 19,16-23).

Caridad.- En el mundo los cristianos son reconocidos sobre todo por la caridad con que se aman (Jn 13,35), hasta el punto que de ellos puede decirse que tienen «un corazón y un alma sola» (Hch 4,32). Como forma de este amor, practican entre esposos, entre padres e hijos o entre amigos, la correción fraterna (Mt 18,15-17; Lc 17,3). Y la caridad de Cristo, que les anima continuamente por el Espíritu Santo, obra en ellos cosas que apenas serían creíbles, si no las viéramos verdaderamente realizadas. Por ejemplo, aman a sus enemigos, no procuran su mal, ni hablan mal de ellos (Mt 5,43-48; Rm 12,20). En esto y en todo, no resisten al mal, sino que lo vencen con la abundancia del bien (Mt 5,38-41; +1Tes 5,15). Imitando a Jesús, que pudo defenderse de la Cruz y no lo hizo (Is 53,7; Mt 26,53-54; Jn 10,17-18; 18,5-11), ellos también, al menos siempre que no perjudique al bien común, se dejan despojar (+1Pe 2,20-22; 1Cor 6,7).

Por otra parte, su lenguaje es sencillo, no son charlatanes, y evitan las palabras ociosas (Mt 12,36; 5,33-37). Son, en fin, tan castos, que no sólo evitan los acciones obscenas, sino que se guardan también de malos deseos y miradas (Mt 5,28).

Todo esto da a los cristianos un estilo de vida muy distinto de la vida mundana, más sapiencial, alegre y religioso. Por eso ¿tiene sentido preguntar, siquiera, si estos hombres nuevos, estén dentro o fuera del mundo, tienden eficazmente hacia la perfección evangélica? Por supuesto que sí: todos los que andan por el camino de Cristo, sea cual sea su condición o estado, llegan a la perfecta santidad. Los cristianos, pues, han de ser santos en el mundo o dejando el mundo, según su vocación.

Santidad en el mundo

El Padre celestial «introdujo a su Primogénito en el mundo» (Heb 1,6), y éste, Jesucristo, orando por sus discípulos, le dice al Padre: «No te pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Malo. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo... Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío a ellos» (Jn 17,15-16.18). Los cristianos, pues, que no han dejado el mundo, están en él porque a él les ha enviado Cristo. ¿Cómo no verán, pues, su estado de vida secular como un camino de perfección? (+mi escrito, Caminos laicales de perfección).

Para entender bien cómo Cristo concibe la santidad de los cristianos que se mantienen en el mundo, conviene recordar algunos rasgos importantes de su doctrina sobre la perfección.

-La perfección cristiana es ante todo interior. En efecto, «el reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). Es, pues, algo fundamentalmente interior, que puede consiguientemente vivirse dentro o fuera del mundo secular.

No está tanto en abstenerse de comidas y bebidas (Mt 11,18-19; + 9,14-15; Mc 2,18-20; Lc 7,33-34), ni en separarse de publicanos y pecadores (Mt 9,10-13; Mc 2,15-17; Lc 5,29-32), sino en vivir de la fe y la caridad. Así, por ejemplo, cuando los judíos le preguntan a Jesús: «¿Qué haremos para hacer obras de Dios? Respondió: La obra de Dios es que creáis en aquél que él ha enviado» (Jn 6,28-29). Ésa es la obra que Dios más quiere de nosotros. Y, con la fe, la obra de Dios es amar con todo el corazón al Señor y al prójimo. Pero todo eso fundamentalmente es algo interior, que de suyo puede realizarse en cualquier estado de vida honesto.

-Es posible tener como si no se tuviera. Si el mundo es tan peligroso para el espíritu como Cristo dice, ¿cómo podrán los cristianos mantenerse en el mundo viviendo según el Espíritu divino? Esto, sin duda, es humanamente imposible, pero Cristo lo hace admirablemente posible por su Espíritu. En efecto: «lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27).

Quiere Cristo asistir con su gracia a los cristianos seculares para que «disfruten del mundo como si no lo disfrutaran» (1Cor 7,31), es decir, guardando libre el corazón para el amor a Dios y al prójimo. Y ellos son, precisamente, los que más disfrutan de la creación visible. Es el milagro de la santidad de los cristianos en el mundo.

-Austeridad y renuncias. Es posible, en efecto, tener como si no se tuviera. Pero este milagro se realiza siguiendo las enseñanzas de Cristo, según las cuales los cristianos evitan con todo empeño un consumo excesivo del mundo, una avidez ilimitada de sus posesiones, diversiones y placeres, y huyen al mismo tiempo de toda ocasión innecesaria de pecado. Ellos, siempre que sea preciso, están dispuestos a renunciar a las añadiduras que sea, con tal de buscar el Reino de Dios y su santidad; y esto aunque suponga pérdidas económicas, profesionales, afectivas o del orden que sea. Es decir, cualquier renuncia a valores seculares, eventualmente exigida por la adquisición de la vida eterna, han de hacerla los cristianos sin vacilar un momento, pues por la fe saben bien que vale más entrar en el cielo tuerto, manco o cojo, que ir al infierno entero (Mt 5,29-30; 18,8-9).

«Hay muchos que se portan como enemigos de la cruz de Cristo. Su fin es la perdición, su dios es el vientre, y su gloria está en aquello que los cubre de vergüenza, y no aprecian sino las cosas de la tierra» (Flp 3,18-19). Para éstos, la perfección es desde luego imposible; pero no por estar inmersos en el mundo, sino por hacerse amigos del pecado del mundo, convirtiéndose, por tanto, en enemigos de Cristo.

Santidad renunciando al mundo

La santidad es primariamente gracia de Cristo, y por tanto sólo secundariamente podrá influir en la perfección evangélica la circunstancia de vida del cristiano, pues en cualquier estado de vida honesto puede recibir esa gracia. Ahora bien, la gracia de Cristo quiere obrar en el hombre suscitando en él una cooperación libre. Y ésta, según enseña el mismo Cristo, se produce más fácil y seguramente en aquéllos que, por la gracia de Dios, o bien se ven involuntariamente marginados del mundo por su pobreza, o bien renuncian al mundo por propia iniciativa, apartándose de todo el cúmulo de sus condicionamientos negativos.

-Marginados del mundo: «¡Bienaventurados los pobres!» (Lc 6,20). Enseña Cristo que a los pobres y pequeños se revela el Evangelio salvador con especial claridad (Mt 11,25; Lc 10,21); y que él ha venido ante todo para evangelizarles a ellos (4,18). Los pobres, privados del mundo por su pobreza, acuden más fácilmente al convite evangélico (Lc 14,15-24).

-Renunciantes al mundo: «Si quieres ser perfecto, déjalo todo y sígueme»... (Mt 19,21; Mc 10,21; Lc 18,22). Cristo, en efecto, enseña que por la renuncia a los bienes materiales, se alcanza un estado de vida más favorable para la perfección espiritual. La santidad, sin duda, sigue siendo gracia siempre; ahora bien, él da a quienes elige la gracia de dejarlo todo, para seguirle más libre y perfectamente (+Mt 19,12). Esa situación especialmente idónea, ése es el don que Cristo da, por ejemplo, a sus íntimos amigos, los apóstoles, los cuales, para mejor seguirle, dejaron todo lo que tenían -o todo lo que hubieran podido tener-: «casa, mujer, hermanos, padres o hijos» (Lc 18,29).

Dejar el mundo, por don de Cristo, constituye, pues, una situación especialmente favorable para alcanzar la perfección de la caridad. Ésa es la situación de quienes han tomado -han recibido- «la mejor parte», y nadie debe perturbarles. Y si alguno lo intenta, el Señor le dirá: «Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada» (Lc 10,41-42).

Disciplina eclesial

Que Cristo, con toda certeza, llama a perfección a todos los cristianos se manifiesta también en lo que dispone acerca de la excomunión. En efecto, Cristo, la santa Vid, avisa: «Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, [el Padre] lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto» (Jn 15,2). El cristiano incorregible, que se obstina en vivir en formas inconciliables con el espíritu de Cristo, en determinadas condiciones, debe ser apartado de la comunión de los santos: «sea para ti como gentil o publicano» (Mt 18,15-17). Sólo así conocerá la gravedad de su situación, y convirtiéndose, podrá «ser salvo en el día del Señor Jesús» (1Cor 5,5).