fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

Santidad de los religiosos, que renuncian al mundo

La renuncia de los religiosos al mundo

Jesús llama a algunos para que lo dejen todo y le sigan (+Mt 19,21.27). Éstos son los religiosos, al principio llamados renuntiantes, como ya vimos. Según el Vaticano II, son cristianos que «no sólo han muerto al pecado, sino que también, renunciando al mundo, viven únicamente para Dios» (PC 5a; +Rm 6,11).

«Cada día muero» (1Cor 15,31), pues «el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6,14). Paradójicamente, esta muerte al mundo hace que, entre todos los cristianos, sean precisamente los religiosos los que tienen una vitalidad más fuerte y benéfica, que se manifiesta no sólo en la vida eclesial, sino también en la vida cívica del mundo temporal. Nadie, por ejemplo, ha tenido en la historia civil de Europa o de América un influjo tan profundo y benéfico como los religiosos. Éste es un dato cierto.

Humildad y penitencia

Cuando el Espíritu Santo llama a ciertos cristianos a la vida religiosa, les llama a un camino sumamente humilde y penitente. Por eso, para que puedan entenderlo y seguirlo, lo primero que el Espíritu Santo ha de infundir en ellos es una muy profunda humildad y espíritu de penitencia. En efecto, las normas de vida de los institutos de perfección suelen suministrar al hombre carnal medicinas sumamente fuertes. Y los religiosos no se comprometerían de por vida a tomarlas si no fueran bien conscientes de la grave enfermedad espiritual que padecen -el pecado original y las consecuencias de muchos pecados personales-. A grandes males, grandes remedios.

Los religiosos, por ejemplo, sabiéndose débiles en el amor de Dios, se obligan comunitariamente a guardar el centro de cada día para Dios, en oración, misa, horas litúrgicas, etc. Conociéndose apegados a la propia voluntad, renuncian a la autonomía personal, y buscan con todo empeño la voluntad de Dios, sujetándose a la Regla, al superior, a la comunidad. Sin el permiso requerido, según los casos, no podrán, pues, viajar, comprar, aceptar regalos, iniciar actividades, etc. Conscientes de su vulnerabilidad a la fascinación del mundo, profesan unas normas de vida que les ayuden a librarse de cualquier exceso vano en lecturas y espectáculos, vestidos, gastos personales y en todo. Sabiéndose volubles y cambiantes, se obligan a la práctica de ciertas obras buenas, que podrán serles exigidas por el superior o por la comunidad en el capítulo...

Los religiosos, en fin, obligándose a andar por un camino recto y bien determinado, quieren enderezar así, con la ayuda de Dios y en unión con otros hermanos, sus vidas torcidas por el pecado. Pero todo esto indica, por decirlo en el lenguaje del mundo, que el camino de la vida religiosa es tremendamente «humillante» -ése es uno de sus mayores valores-, y que si no hay una gran disposición de humildad y de penitencia, no es posible tomarlo con perseverancia, ni es posible vivirlo sin falsificarlo. En este sentido, la vida religiosa hace una exégesis impresionante de ese «hacerse como niños para entrar en el Reino» (Mt 18,3).

Por el contrario, todo eso indica que no puede haber vocaciones religiosas en un pueblo cristiano demasiado olvidado del pecado original, y en el que aliente una cierta soberbia, aunque no sea personal, pero sí de especie humana (+Síntesis 379-380). Los cristianos de ese pueblo, sencillamente, no creen necesitar una medicina tan extremadamente fuerte como la que los consejos evangélicos proponen: renunciar al mundo por la obediencia, la pobreza y el celibato.

Un gran amor

Por otra parte, la vida religiosa tiene su impulso más fuerte y decisivo en la caridad. Es ante todo el amor a Dios lo que lleva a los religiosos a dedicarse totalmente «a las cosas del Padre» (Lc 2,49), ofrendándole toda su vida, y protegiendo lo más posible esa totalidad de cualquier desviación o división del corazón, mediante una Regla de vida. Y es el amor al prójimo lo que impulsa a los religiosos a entregar la vida entera «en favor de los hombres, para los cosas que miran a Dios» (Heb 5,1). La vida religiosa es, pues, una grandiosa entrega de caridad. Es un amor no posesivo, sino puramente oblativo y gratuito.

Por eso, allí donde la caridad cristiana no crezca con la fuerza suficiente -es decir, allí donde la Cruz no ocupe el centro-, podrá haber en los cristianos entregas parciales y temporales de caridad; pero no habrá donaciones totales de la propia vida, selladas con unos compromisos personales definitivos, para siempre. Es decir, no habrá vocaciones sacerdotales ni religiosas.

Sacramentalidad de la Iglesia y necesidad de los religiosos

La Iglesia es sacramento revelador de Cristo al mundo (+LG 48; AG 1). Y por eso pertenece a su misterio salvífico que al menos algunos hombres, renunciando al mundo, asuman la misma vida interior y exterior de Cristo, profesando los consejos de pobreza, celibato y obediencia. Configurados a Cristo, en su dedicación primaria a «las cosas del Padre» (Lc 2,49), y constituídos, como los sacerdotes, «en favor de los hombres para las cosas que miran a Dios» (Heb 5,1), son para el mundo y también para los laicos una revelación necesaria de Cristo. No son, pues, en la Iglesia un fruto precioso, pero no necesario. Por el contrario, su pobreza, celibato y obediencia son, también para clérigos y laicos, una ayuda decisiva para entender y vivir el propio misterio de la gracia. Todo el Cuerpo eclesial se debilitaría sin el testimonio y la intercesión de los religiosos.

Por eso dice el P. Bandera que«la vida religiosa -el estado religioso- es un elemento integrante de la sacramentalidad del pueblo de Dios. Esto presupone, evidentemente, que su origen se encuentra en el designio mismo de Dios, tal como ha sido realizado por Jesucristo. En otros términos, y hablando más claro, significa que la vida religiosa -el estado religioso- ha sido instituída por Cristo, y forma parte de la Iglesia desde el principio y para siempre; su origen no está en la historia humana, ni siquiera en la de orden religioso, de búsqueda de la santidad, etc., sino que se encuentra en Cristo mismo. El género de vida que Cristo eligió para sí, viviendo en pobreza, virginidad y obediencia, tiene que ser perpetuamente representado -hecho presente- en la vida de la Iglesia. La Iglesia nace con estado religioso y no puede prescindir de esta estructura» (Sínodo 94, 73-74).

Esto quiere decir también que «la vida religiosa es una realidad -un estado- pública en la Iglesia, anterior y superior a cualquier legislación. Por eso decir que la vida religiosa nació en el desierto, que vino a compensar la nostalgia de los tiempos heroicos de los mártires, que surgió como reacción frente a la decadencia del fervor cristiano al cesar las persecuciones, o emplear cualquier otra fórmula por el estilo», aunque haya en ello parte de verdad, sin duda -añado yo- «presupone que se ha vuelto la espalda a la cristología; y cuando se descuida la cristología, es imposible mantener la integridad de la eclesiología» (72).

Tres estados de vida cristiana

El Concilio Vaticano II enseña que para la realización de la vida cristiana hay tres estados fundamentales: clérigos, religiosos y laicos. Así lo hace, por ejemplo, cuando define la condición de los laicos: «Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia» (LG 31a; +cps. 3,4 y 6; AG 15gi; 23b; A. Bandera, La vida religiosa... 72-162).

Pues bien, eso nos muestra que la vida religiosa es necesaria en la Iglesia, y que no es un lujo adicional, o algo históricamente superado, de lo que podría prescindirse sin graves daños para el pueblo cristiano. El Concilio afirma que «el estado constituído por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece de manera indiscutible a su vida y santidad» (LG 44d). En efecto, «los consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, de pobreza y de obediencia, como fundados en las palabras y ejemplos del Señor, y recomendados por los Apóstoles y Padres, así como por los doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre» (43a).

Conviene advertir aquí que, a diferencia de lo enseñado por el Concilio, parece como si el Código de Derecho Canónico (c.207, 711) y el Catecismo universal (873) considerasen sólamente dos estados fundamentales en la Iglesia: clero y laicado (+A. Bandera, Sínodo 94, 65-66).

Participaciones analógicas de la vida consagrada

El Código, dentro de una misma categoría de vida consagrada, incluye órdenes religiosas, congregaciones clericales o laicales, sociedades de vida apostólica e institutos seculares. La oportunidad de tal opción, al menos en algunos casos, viene siendo bastante discutida. Ya se entiende, por lo demás, que en los caminos de perfección ese «dejarlo todo y seguir» a Cristo puede realizarse en muchos grados diversos, tanto en la proximidad del seguimiento, como en la mayor o menor renuncia al mundo... Por eso de unos y de otros caminos de perfección, tan diversos entre sí, sólo se habla de vida consagrada «en sentido analógico y según la naturaleza propia de las diversas formas de vida», como ya se advertía en el Instrumentum laboris para el Sínodo 1994 (5-6).

Los religiosos, como hemos visto, con sus modalidades propias, asumen la misma vida de Jesús, en lo interior y en lo exterior, representándolo en el mundo y en la Iglesia en forma muy especial. Ellos, en efecto, «renunciando al mundo, viven únicamente para Dios», al que se entregan con «una peculiar consagración, que radica íntimamente en la consagración del bautismo y la expresa con mayor plenitud». De este modo, «dejándolo todo por Cristo, deben seguirle a Él como a lo único necesario» (PC 5ab).

En este sentido, como señala el P. Bandera, «en los institutos seculares la renuncia al mundo es la bautismal, la que tiene por objeto huir del mal; otro tipo de renuncia es imposible, dado que el instituto secular inserta a sus miembros en el mundo, es decir, en la gestión de asuntos seculares. [Por eso] la inclusión de los institutos religiosos en la misma categoría canónica que los seculares no permite ver lo típico de la renuncia religiosa al mundo; no es renuncia al mal, sino renuncia a un bien, al bien de gestionar lo temporal, asumida con vista a tener mayor facilidad para una total dedicación a las cosas propias y específicas del reino de los cielos o, dicho con las palabras de Jesús, para estar ocupados «en las cosas del Padre»» (Sínodo 63).

A la perfección por los consejos

Ya sabemos que la Iglesia está llamada a ser santa. Pues bien, esta «santidad de la Iglesia se fomenta de una manera especial mediante los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que sus discípulos los observen» (LG 42c). En efecto, fue Cristo quien dijo: «El que quiera ser perfecto, déjelo todo y sígame». Conviene, pues, recordar que «la búsqueda de la caridad perfecta por medio de los consejos evangélicos tiene su origen en la doctrina y en los ejemplos del divino Maestro» (PC 1a).

Fernando Sebastián precisaba sobre esto que, en el Concilio, «algunos peritos querían alterar sutilmente la primera frase del texto, de modo que el origen divino se refiriese a los consejos evangélicos, pero no a la prosecución de la caridad perfecta por medio de ellos. Los consejos evangélicos quedarían reconocidos como provenientes de la doctrina y ejemplos del Señor, pero la búsqueda de la perfección cristiana mediante su ejercicio sería organizada por la Iglesia. La comisión rechazó la propuesta y se confirmó el texto actual» (Renovación conciliar de la vida religiosa 68).

Institutos seculares y afines

El Espíritu Santo, que guía a la Iglesia hacia la verdad completa, ha ido suscitando formas de vida perfecta cada vez más adentradas en el mundo. En efecto, llevó al desierto los primeros intentos organizados de vida perfecta (monjes), los introdujo más tarde en la vida de ciudades y pueblos (frailes), y en una gradación muy variada de fórmulas de presencia en el mundo, llegó en el siglo XX a los institutos seculares y formas de vida afines.

De los institutos seculares dice el Vaticano II que deben guardar «su carácter propio y peculiar, es decir, secular, a fin de que puedan cumplir eficazmente y por dondequiera el apostolado en el mundo y como desde el mundo, para el que nacieron» (PC 11a). Son, pues, los institutos seculares caminos evangélicos muy audaces, que, confiados a la gracia de Cristo, intentan realizar la vida perfecta y apostólica no sólo en el mundo, como otros institutos religiosos antiguos y modernos, sino dentro del mundo, participando de su vida mucho más directamente.

Como dice Pablo VI, «los institutos seculares, si son fieles a su vocación propia, serán el laboratorio de experiencia en el cual la Iglesia verifica las modalidades concretas de sus relaciones con el mundo... Su tarea primaria es la puesta en práctica de todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero ya presentes y activas, en las cosas del mundo» (Al Congreso de Roma 17-VIII-76).

«Si son fieles a su propia vocación»... En efecto, un instituto secular no tiene futuro si asimila en exceso sus formas de vida a los modos seculares, es decir, si no es suficientemente consciente de que el espíritu del mundo moderno está ciertamente señalado por la apostasía. La creatividad evangélica del instituto, bajo la acción del Espíritu Santo, queda en buena parte inhibida cuando las formas mentales y conductuales del mundo son demasiadas veces aceptadas en forma acrítica. Y esto sucederá inevitablemente si el instituto, para ser secular, se obsesiona en «hacer una vida normal» -ambiguo ideal-.

Y de otra parte, y éste es un factor decisivo, tampoco podrá tener una vida sana y fuerte aquel instituto secular que quiera afirmar su joven fisonomía peculiar «en contraste» con la de los religiosos. Ya se comprende que si un instituto sufre una cierta alergia a los modos de la vida religiosa, y no quiere abandonar en casi nada el estilo de vida secular, se cierra a valores simplemente evangélicos, a los que todo cristiano debe estar abierto.

El rezo de las Horas litúrgicas, por poner un ejemplo, que muchos laicos, respondiendo a la invitación del Vaticano II y a la misma naturaleza de las Horas (SC 100), han asumido como forma habitual de oración, es rechazado por algunos institutos seculares, estimando que «eso es cosa de curas y frailes». O en otro orden de cosas, ciertos compromisos políticos concretos o determinadas costumbres seculares, que los mismos laicos que buscan la perfección rechazan en conciencia, son a veces asumidos por ellos, alegando su condición secular.

Por todo ello hay que concluir que los institutos seculares y movimientos afines que hoy ofrecen más altas esperanzas son aquellos que, viviendo en el mundo, muestran una gran libertad respecto al mundo tópico, y sin «respeto humano» alguno, manifiestan un impulso utópico, lleno de creatividad y de originalidad, como corresponde a quienes, con la libertad propia de los hijos de Dios, están animados por el Espíritu Santo, el único que de verdad tiene poder para renovar la faz de la tierra. Estos institutos o grupos cristianos seculares son los que se muestran de verdad como «un laboratorio de experiencia», que va revelando al pueblo cristiano «las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero ya presentes y activas, en las cosas del mundo». Forman en el mundo modelos de vida evangélica, especialmente estimulantes para los laicos.

Caminos de perfección más o menos perfectos

Ya vimos cómo Santo Tomás, considerando los modos de la vida religiosa de su tiempo, da unos criterios para apreciar su mayor o menor perfección (STh II-II,188, 1-8). Hoy en la Iglesia está, sin duda, mucho más diversificada la vida según los consejos evangélicos. Existen actualmente antiguas órdenes monásticas, canónigos regulares, órdenes mendicantes, clérigos regulares, así como congregaciones religiosas clericales o laicales, institutos seculares, sociedades de vida apostólica, etc. Pues bien, la comparación de todos estos caminos, según su mayor o menor virtualidad perfectiva, siguiendo en esto el criterio tradicional enseñado por Santo Tomás, parece que debe hacerse atendiendo a los siguientes criterios (repito aquí lo que ya expuse en Causas de la escasez de vocaciones 40-43):

1.- La mayor o menor excelencia de los institutos diversos de vida consagrada ha de considerarse primariamente por el fin al que principalmente se dedican, y secundariamente por las prácticas y observancias a que se obligan, que vendrán determinadas por ese fin (+II-II,188, 6).

2.- Según eso, el primer grado de perfección corresponde a la vida contemplativa-activa, pues es más lucir e iluminar que sólo lucir; el segundo grado corresponde a la vida contemplativa; y el tercero a la vida activa (+II-II,ib.). Y a estos dos principios, aún es posible añadir otros dos.

3.- La vida consagrada es, en principio, tanto más perfecta cuanto más efectivamente renuncia al mundo, sea saliendo fuera de él, o manteniéndose dentro de él, pero con suficiente pobreza y recogimiento.

Efectivamente, ya se comprende que en ese «dejarlo todo», para seguir a Jesús y buscar la perfección de la caridad, caben muchos grados y modalidades. En principio, pues, cuanto más enérgica sea la renuncia al mundo, mejor y más expedito será el camino para el seguimiento de Jesús, es decir, para la abnegación de sí, el crecimiento en la caridad, y también para la acción apostólica. Aunque se esté, por ejemplo, en continuo contacto con los hombres, como las Hijas de la Caridad o las religiosas de la Madre Teresa de Calcuta. Éste, en todo caso, es un criterio de orden secundario, según enseña Santo Tomás en la primera regla señalada.

4.- Por último, la consagración personal, realizada por la profesión de los consejos evangélicos, como dice el Vaticano II, «será tanto más perfecta cuanto, por vínculos más firmes y estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia» (LG 44a). En esta perspectiva, pues, los institutos con votos solemnes y perpetuos son los más perfectos y perfeccionantes.

Rectificación de algunos criterios hoy frecuentes

Si el aprecio excesivo del mundo secular y de la secularidad -que en ciertos ambientes llega al «arrodillamiento ante el mundo»-, es actualmente, como ya vimos, una de las enfermedades más difundidas en el cristianismo de las Iglesias locales debilitadas, de ahí habrán de seguirse inevitablemente ciertos errores respecto a los diversos caminos de perfección. No se verá el camino religioso, el de los consejos evangélicos, como «mejor y más seguro». Se estimarán incluso mejores aquellas formas de vida consagrada que menos renuncien al estilo de vida del mundo secular. Y se considerará también que un instituto de vida de perfección tendrá tanto mayor fuerza evangelizadora cuando más secular sea su forma de vida y de acción... Éstos y otros errores semejantes deben ser rectificados por la afirmación de la verdad bíblica y tradicional.

-El camino de la vida religiosa es más perfecto y perfeccionador que el de la vida laical. Esta convicción tradicional de la Iglesia, arraigada en la enseñanza de Cristo y en la experiencia secular, fue reafirmada en el Vaticano II.

Este Concilio, por ejemplo, quiere que los seminaristas, conociendo bien «la dignidad del matrimonio cristiano», sin embargo, «comprendan la excelencia mayor de la virginidad consagrada a Cristo» (OT 10b). Esta convicción de la Iglesia sobre la mayor perfección del camino del celibato y de la virginidad es negada en ciertos modos falsos de exaltación de la vocación laical, y también es rechazada por aquéllos que no admiten la distinción preceptos-consejos, alegando que esta distinción vendría a crear «dos categorías de cristianos», unos llamados a la perfección y otros no (+Nota 3).

-La vida consagrada dedicada directamente a la evangelización, a la contemplación o al cuidado pastoral de los fieles es de suyo más perfecta, es decir, en principio más santa y santificante, que aquella otra orientada a ocupaciones seculares, labores asistenciales o tareas educativas. Los Apóstoles se reservaron exclusivamente para «la oración y el ministerio de la palabra», y formaron unos diáconos para que se dedicaran al caritativo «servicio cotidiano» de los pobres (Hch 6,1-7). Y no parece dudoso que los Apóstoles, al hacer esto, eligieron la mejor parte (Lc 10,42), siendo, al mismo tiempo, muy buena la parte que encomendaban a los diáconos.

La mejor parte y sin duda la más urgente. Fuera del caso concreto excepcional, y considerando las necesidades globales de la humanidad, hay que afirmar y reafirmar que, hoy como siempre, la tarea más urgente es la predicación explícita del Evangelio. Si este prioritario servicio de evangelización no es cumplido suficientemente, primero, de tal modo crecerán en el mundo las miserias humanas -hambre, drogadicción y neurosis, paro y guerra- que los servicios caritativos de los laicos y de los religiosos asistenciales se verán absolutamente desbordados, aún más de lo que ya están ahora. Y segundo, se terminarán las vocaciones asistenciales, pues no habrá suficiente acción evangelizadora que las suscite y cultive. De hecho, se van haciendo ya ancianos los religiosos, y en muchas regiones de la Iglesia no hay jóvenes dispuestos a relevarles. La urgencia, pues, de reafirmar el primado de la evangelización, sin dejar por eso otras actividades asistenciales muy urgentes, puede verse, por ejemplo, en un San Pablo, que llega a decir: «no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio» (1Cor 1,17).

-En principio, la vida religiosa más pobre es la que tiene más fuerza evangelizadora tanto entre los pobres como entre los ricos. Así lo demuestra la vida de Cristo y de sus apóstoles, que en la mendicidad evangelizaron a ricos y pobres, sabios e ignorantes. Sigue, pues, vigente la norma evangélica de Aquél que envía al apostolado: «No toméis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni plata, ni tengáis dos túnicas cada uno» (Lc 9,3).

Desde Juan el Bautista, pasando por los apóstoles, los santos de los desiertos, los monjes que hicieron Europa, o los misioneros de América, el Señor ha obrado siempre sus mayores obras de evangelización personal y de santificación a través de cristianos llamados por Él a una gran pobreza, es decir, a una renuncia al mundo sumamente radical.

Por supuesto, el Señor suscita formas de apostolado que requieren muchos medios -casas, instalaciones, talleres, bibliotecas, etc.-; pero quienes se sirven de todos esos medios, deben reconocer bien claramente que cuando Cristo aconseja la pobreza se refiere también a los medios puestos en el apostolado. Y así, en la misma disposición de esos medios cuantiosos sabrán poner el sello de la austeridad evangélica. Y, lo que es más importante, no pondrán nunca su confianza en la eficacia de los medios, sino en la gracia del Salvador (es el tema de mi primer libro, Pobreza y pastoral). -Aquella forma de vida consagrada en la que se renuncia menos al estilo exterior de la vida secular común es menos perfecta, de suyo y en principio, que otras en las que, con más libertad respecto al mundo, se sigue un camino de vida comunitario netamente inspirado en el Evangelio. Es indudable que el Señor, con su gracia, asistirá a aquellos cristianos que, por vocación divina, llevan una forma de vida en la que el mundo -sus costumbres, sus ocupaciones, sus títulos y prestigios, sus vestidos, sus modos de ocio, etc.- se deja menos en lo exterior. Pero si estos cristianos estiman que su camino, por ser más secular es más perfecto y apostólicamente más eficaz, por ahí se debilitan y dan en el apostolado poco fruto.

-La vida consagrada a Dios por votos solemnes y perpetuos debe ser especialmente apreciada, pues en principio es sin duda más santa y santificante que aquellas otras que se fundamentan en votos temporales o en otros compromisos menos firmes y estables (+Sto. Tomás, votos, STh II-II,88,6).

En fin, quede claro en todo esto que no se compara aquí, por supuesto, la virtualidad santificante, por ejemplo, de un movimiento laical muy ferviente con una orden religiosa muy decadente. Comparamos, ya se entiende, estados diversos de perfección en igualdad de condiciones, es decir, en grados semejantes de fidelidad y entrega. Y hacemos la comparación en un plano doctrinal, tratando de conocer aquello que es de suyo mejor, en principio, atendiendo a las condiciones objetivas de un concreto camino de vida. Y establecemos, siguiendo a Santo Tomás, estas comparaciones no para otra cosa sino para andar siempre humildes en la verdad, pues «la humildad es andar en verdad» (Santa Teresa, 6Mor 10,8).

Tentaciones peculiares

El mismo Cristo, y toda la tradición cristiana, avisa siempre de las tentaciones peculiares de la vida en el mundo: la fascinación de las criaturas, los asuntos seculares que tienden a acaparar la atención, etc. No hay, sin embargo, lógicamente, una tradición paralela de avisos sobre los peligros peculiares de la vida religiosa. Pero aunque sea cambiando un tanto de clave mental, y pasando quizá del mundo a la carne, sí parece conveniente señalar los límites y peligros eventuales del camino religioso.

1.-La situación del no tener, aunque haya sido elegida libremente, facilita, pero no garantiza por sí misma, la pobreza espiritual, que es la única que libera el corazón para la caridad. Ya nos dijo San Juan de la Cruz que «no tratamos aquí del carecer de las cosas, porque eso no desnuda el alma si tiene apetito de ellas, sino de la desnudez del gusto y apetito de ellas» (1Subida 3,4). Cabe, pues, en esto el autoengaño.

2.-La vida religiosa facilita el ejercicio de ciertas obras buenas, pero no garantiza su veracidad interior, y por tanto su mérito. Facilita, por ejemplo, un tiempo diario de oración, pero no garantiza que el religioso en ese tiempo haga realmente oración.

En estos puntos 1 y 2, y en tantos otros que se podrían señalar, lo decisivo para la santificación es la entrega real del hombre a Dios, y esa entrega no es producida por la forma de vida profesada, aunque sí es facilitada en su ejercicio externo, mediante la eliminación habitual de ciertos obstáculos exteriores.

3.-El religioso debe ser muy consciente de que sobre él están obrando con gran fuerza influjos condicionantes de la comunidad, la cual suele ser mediocre, es decir, de un nivel medio, no excelente. Ya vimos cómo Santa Teresa lamenta que, quienes han renunciado al mundo, encuentran a veces en la comunidad religiosa «diez mundos» (Vida 7,4). En este sentido, así como la comunidad suele ayudar para lo bueno, no raras veces suele dificultar para lo mejor.

Cuando un religioso tiende a lo más perfecto -en oración o en penitencia, por ejemplo- es probable que encuentre en su comunidad unos lastres que quizá no tenga, por ejemplo, un sacerdote que vive solo. Pero éste en cambio no tiene para lo bueno la ayuda de una comunidad. Y no es ésta una cuestion baladí.

4.-Conviene señalar, en fin, que con cierta frecuencia se dan comunidades religiosas relajadas -al menos en cierto tiempo y región, o en tal congregación-. Al hablar aquí de la virtualidad santificante de la vida religiosa, no estoy hablando de una reunión de cristianos perfectos, lógicamente; pero tampoco hablo de una comunidad religiosa relajada. Supongo, al menos, un conjunto de cristianos que, aunque en su mayoría sean aún carnales, se proponen ajustar sus vidas a una Regla de vida perfeccionante, comúnmente profesada. Pues bien, aunque sea obvio, es preciso recordar aquí que la vida religiosa (igual que la vida sacerdotal) más o menos relajada viene a ser más peligrosa que la vida de los laicos en el siglo. Lo peor es la corrupcción de lo mejor. La vida religiosa observante, aun con sus miserias inevitables, es para lo mejor; pero la que está relajada, es para lo peor. Una vida religiosa relajada es extremadamente peligrosa.

En el 931, con toda sencillez y llaneza, el papa Juan XI escribía al monje Odón, abad de Cluny: «puesto que, como es sabido, casi todos los monasterios han abandonado su propósito», es decir, su Regla... También Santa Teresa en el siglo XVI, con esa misma sincera libertad, escribe que el Señor le dijo que «las religiones estaban relajadas» (Vida 32,11)... Podrían multiplicarse citas como éstas. Ya se ve, pues, que la posibilidad del relajamiento está siempre pronta en la vida religiosa. Sólo otro ejemplo. Después del Concilio de Trento, San Carlos Borromeo intentó en su diócesis de Milán traer a mandamiento a los religiosos, visitándolos en sus casas y tratando de persuadirles. Pues bien, «de los noventa conventos existentes en la Diócesis tuvieron que ser suprimidos veinte, y algunos de los que quedaron estuvieron al principio en abierta rebeldía» (Yeo, San Carlos Borromeo 195). ¿Quién podrá negar que una situación semejante a esa de Milán en el XVI se da hoy en no pocas Iglesias locales de Occidente?

Pues bien, sobre este lamentable supuesto, hallamos en Santa Teresa un párrafo precioso, aunque de mala sintaxis: «¡Oh grandísimo mal, grandísimo mal de religiosos adonde no se guarda religión! Adonde en un monasterio hay dos caminos: de virtud y religión y falta de religión (y todos casi se andan por igual; antes mal dije, no por igual, que, por nuestros pecados, camínase más el más imperfecto; y como hay más de él, es más favorecido), úsase tan poco el de la verdadera religión, que más ha de temer el fraile y la monja que ha de comenzar de veras a seguir del todo su llamamiento a los mismos de su casa que a todos los demonios» (Vida 7,5). Y aún dice más cosas gruesas sobre el tema...

Ejemplaridad de la vida religiosa

Pero recordemos una vez más la palabra de Cristo: «Si alguno quiere ser perfecto, renuncie al mundo y sígame». La Iglesia ha visto siempre en los religiosos la expresión más genuina de la vita apostolica primera, y, como puede verse en el Vaticano II, ha puesto como modelo para todo el pueblo cristiano a esos «muchos que en el estado religioso estimulan con su ejemplo a los hermanos» (LG 13c). Ellos, en efecto, para «seguir a Cristo con más libertad e imitarlo más de cerca», profesando de un modo estable «los consejos evangélicos, se consagran de modo particular a Dios, siguiendo a Cristo, que fue virgen y pobre, y obediente hasta la muerte de cruz» (PC 1). Perfeccionando así su primera consagración bautismal, «siguen más de cerca el anonadamiento del Salvador, dan un testimonio más evidente de él» (LG 42), y «prefiguran la futura resurrección y la gloria del reino celestial» (44c).

De este modo, el pueblo cristiano halla en los religiosos una exégesis viva del camino ascético trazado por Cristo y los apóstoles para todos los cristianos. En los religiosos fieles a su vocación, es un testimonio patente que ellos lo dejan todo, se niegan a sí mismos, pierden su vida por amor a Cristo, la entregan entera al servicio de Dios y de sus hijos, caen en tierra y mueren a sí mismos para dar vida a los hombres, tienen los ojos alzados a donde está Cristo, perseveran en la oración y el trabajo, todo lo tienen en común, cuidan sobre todo de pobres y pequeños, pasan por el mundo haciendo el bien, viven todas y cada una de las bienaventuranzas, buscan primero de todo no las añadiduras, sino el Reino de Dios y su justicia... No es, pues, de extrañar que en la historia de la Iglesia sea entre los religiosos donde hallamos el mayor número de santos y los más grandes misioneros.

Un día y otro la Liturgia cristiana pone a santos religiosos como ejemplo para sacerdotes y laicos. Contemplando en San Pedro de Alcántara «su admirable penitencia y su altísima contemplación», pedimos para nosotros «caminar en austeridad de vida». Solicitamos de Dios «el mismo espíritu con que enriqueció a Santa Margarita María» de Alacoque. A Él le suplicamos nos conceda «la gracia de seguir confiadamente el camino de Santa Teresa del Niño Jesús». Haciendo memoria de la pobreza de San Francisco de Asís, pedimos a Dios nos ayude a «caminar tras sus huellas, para que podamos seguir a tu Hijo y entregarnos a ti con amor jubiloso».

En efecto, estos hermanos nuestros, han sido canonizados por la Iglesia para que, con Cristo y la Virgen María por delante, sean ejemplo de todos los cristianos. Ellos, pues, deben ser siempre para todos los fieles, y también para aquéllos que han de andar rectamente por caminos tantas veces torcidos, una luz que les ayuda siempre a discernir la verdad, un estímulo que no cesa de llamarles a la santidad. De hecho, en la historia de la Iglesia, cuanto más el pueblo cristiano ha admirado e imitado a los santos religiosos, más han florecido los laicos en la más plena santidad.

El mismo Cristo que a Santa Teresa le muestra la relajación de la vida religiosa, es el que le dice: «¡qué sería del mundo si no fuese por los religiosos!» (Vida 32,11).

La perfección del camino pastoral

Junto a la vocación religiosa, la Iglesia ha reconocido tradicionalmente la vida pastoral, que es plena en los Obispos, como un camino excelente de perfección. En efecto, por la vida apostólica, que tantos santos canonizados ha dado a la Iglesia, se asume el mismo género de vida de Cristo y de los apóstoles. Ese dar la vida día a día por las ovejas, para que tengan vida, y vida sobreabundante (Jn 10), ese «gastarse y desgastarse por las almas hasta el agotamiento» (2Cor 12,15), esa dedicación sacerdotal «en favor de los hombres para las cosas que miran a Dios» (Heb 5,1), es un estímulo diario potentísimo para crecer en el amor a Dios y a los hombres; es decir, para ir adelante hacia la perfección cristiana.

Por eso el Vaticano II, fiel a la Tradición, afirma que «los sacerdotes está obligados de manera especial a alcanzar la perfección», por su nueva configuración sacramental a Jesucristo, y porque de ello depende además en buena medida la eficacia de su ministerio santificador (PO 12; +Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, cp.III).

El sacerdote, pues, recorre en su vida pastoral un verdadero camino de perfección, y al impulso de la caridad pastoral, se ejercita diariamente en el triple servicio de maestro, sacerdote y pastor (PO 13). E incluso, al menos en la Iglesia latina, a semejanza de los religiososo, se perfecciona siguiendo a su modo el triple consejo evangélico de obediencia, celibato y pobreza (15-17).

Escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas

A la luz de lo visto, la escasez de vocaciones religiosas y sacerdotales se nos muestra como un fenómeno gravísimo, pues es algo que no sólamente manifiesta la enfermedad de una Iglesia local, sino que en ocasiones pone en peligro su propia pervivencia. Y tal escasez procede, entre otras, de dos causas:

Primera, que no hay cristianos que quieran renunciar al mundo para seguir a Cristo, sea porque están apegados al mundo, como aquel joven rico (Mt 19,22), o sea porque les han hecho creer que tal renuncia no trae especiales ventajas ni para la vida espiritual ni para el apostolado.

Segunda, que hay fieles dispuestos a renunciar al mundo y seguir a Cristo, pero que no encuentran seminarios o institutos adecuados a sus aspiraciones vocacionales.

Respecto a esto último, en efecto, nada desalienta tanto las vocaciones como lo seminarios o comunidades religiosas de ambiente secularizado. De hecho, son los que menos vocaciones suscitan. Por el contrario, los centros formativos y comunidades más atrayentes son aquéllos cuya vida es notablemente distinta a la del mundo y claramente mejor, más evangélica. Las religiosas de la madre Teresa de Calcuta -fundadas en 1950, con cuatro horas diarias de oración y ocho de servicio a los más pobres, con hábito, y con una convicción clarísima de que, para dedicarse a Cristo y a los hombres, renuncian al mundo y a todas sus pompas y vanidades-, son ya más de 4.000, repartidas en 586 conventos, situados en 118 países. Testimonios como éste, sin embargo, no parecen decir mucho a los religiosos y religiosas -o a los Seminarios- de estilo secularizado, próximos a su extinción. Prefieren seguir con sus ideas que tener vocaciones.

«Cada uno permanezca

en el estado en que fue llamado»

Puesto que todas las vocaciones cristianas proceden de Dios , todas son santas y santificantes. No cabe, pues, decir sino aquello de San Pablo: «Cada uno ande según el Señor le dió y según le llamó... Cada uno permanezca en el estado en que fue llamado» (1Cor 7,17.20), pues «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11,29).

Pero unos y otros, sacerdotes, religiosos y laicos, podrán ser dóciles al Espíritu Santo -que por todos esos diversos caminos quiere llevarlos a la perfecta santidad- en la medida en que permanezcan en la verdad católica sobre el mundo, la gracia, la virtualidad santificante de los consejos evangélicos, etc. El Padre celestial sólamente «santifica en la verdad» (Jn 17,17).