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IV Parte

Cristiandad

«Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor» (Sal 32,12).

Situación de la Iglesia en el mundo

En el período que acabamos de estudiar -del Edicto de Milán hasta la muerte de San Benito, (313-557)-, se produce una primera cristianización del mundo greco-romano en su conjunto, y al mismo tiempo una erradicación progresiva del antiguo paganismo -mentalidad, costumbres, instituciones-, acelerada por la caída del Imperio romano en el siglo V.

Ahora, en lenta transición, comienza un milenio cristiano, cuyo final podría verse hacia el 1500, en torno a la caída de Constantinopla, el descubrimiento de América, el comienzo de los Estados nacionales modernos, el Renacimiento y la crisis protestante. Es más o menos lo que, inapropiadamente, suele llamarse Edad Media, y que aquí llamo Cristiandad. En estos siglos, la Iglesia, que ha perdido el norte de Africa, extiende y profundiza la evangelización en Europa y el Asia próxima, y una trama de miles de monasterios, que se van fundando por todas partes, constituye el alma de la Cristiandad medieval.

Es un tiempo en el que se reconoce socialmente a Jesucristo como el Señor de todo (Pantocrator), como bellamente está expresado en el pórtico de tantas catedrales. En efecto, es convicción común que Cristo Salvador debe reinar sobre todas las cosas de la Iglesia y del mundo. Ninguna doctrina, ley o costumbre puede afirmarse socialmente si va en contra de Jesucristo, el Señor de todo. La condición unitaria, característica de este período, tiene ahí su origen, en Cristo Señor: unidad entre alma y cuerpo, naturaleza y gracia, orden natural y sobrenatural, profano y sagrado, Estado e Iglesia, filosofía y teología, vida temporal y vida eterna, laicos y monjes. Las Sumas teológicas se alzan a las mayores alturas filosóficas y espirituales. Y también se alzan a alturas increíbles, llenas de fuerza y armonía, las formidables catedrales, esos edificios que, curiosamente, a pesar de haber sido construídos hace casi mil años, en tiempos «oscuros, pobres y semibárbaros», son hoy los más admirados y visitados en las ciudades modernas.

También es la primacía de Cristo sobre el mundo lo que causa la armonía del arte, a un tiempo grandioso en la arquitectura, y extremadamente refinado en las demás artes, como en la música gregoriana. Y esa misma primacía es la que explica la relativa paz entre los príncipes cristianos. La Edad Media ignora, en efecto, las guerras terribles posteriores al nacimiento del protestantismo, y no conoce tampoco, al estilo de Alejandro Magno, un Napoleón que trate de conquistar los demás pueblos, ni menos aún experimenta las aterradoras mortandades, cientos de millones de muertos, de las guerras innumerables del siglo XX.

En el milenio de la Cristiandad sigue habiendo males, por supuesto, y muchos, pero el bien se ve favorecido, mientras que el mal encuentra resistencias generales o, al menos, no es positivamente fomentado. De hecho, es un milenio en el que se reducen muy considerablemente los grandes males del paganismo antiguo, como el aborto o el suicidio, el concubinato o el divorcio, las guerras de conquista o los espectáculos brutales y degradantes. En el milenio cristiano, y éste es otro dato de gran importancia, por primera vez en la historia de los pueblos, desaparece progresivamente la esclavitud. En efecto, la esclavitud sólo reaparecerá tímidamente en el Renacimiento, y se multiplicará ya sin vergüenza en los tiempos de la Ilustración. Cuatro quintos, por ejemplo, del total de esclavos africanos llegados al Nuevo Mundo, fueron transportados en siglo y medio, entre 1700 y mediados del siglo XIX (J. M. Iraburu, Hechos de los apóstoles de América 416-429).

La Cristiandad medieval es una época en la que el principio tomista la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona, es convicción generalizada en todos los campos, arte o ciencia, filosofía, leyes o política. No siempre, claro está, obran los hombres según la gracia divina, pero sí se da una convicción común de que cuanto mayor sea el influjo del Evangelio, es decir, de la fe, todas las realidades del mundo visible se verán acrecentadas en verdad y belleza, paz, justicia y prosperidad. Por eso, a pesar de todas sus miserias, esta época puede llamarse Cristiandad: por la universal primacía del principio cristiano.

La Cristiandad medieval produce, a medida que se conoce en su genuina realidad, una particular fascinación y sorpresa. Se halla una y otra vez en los pueblos cristianos, por una parte, un ímpetu juvenil, no siempre moderado, lleno de audaz creatividad; y por otra parte, un sentido tradicional, que asegura a los distintos desarrollos una construcción ordenada y armoniosa. Confluyen, pues, en ella, de un modo poco frecuente en la historia, tendencias de un utopismo entusiasta, que rebrota una y otra vez en formas populares, y otras fuerzas ordenadas, llenas de sereno equilibrio, las propias de las Sumas y catedrales (N. Cohn, En pos del milenio; revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media).

El ímpetu entusiasta medieval tiene, por ejemplo, una muestra en el idealismo de la caballería cristiana, cuyos modelos no afectan sólamente a los nobles, sino también al pueblo, como en seguida veremos. Todavía, por otra parte, no se han formado las nacionalidades cerradas en sí mismas, ni se han alzado aún los monarcas absolutos, ni los ministros poderosísimos, uniformizadores de la vida social. De hecho, en la Edad Media, los príncipes cristianos no pueden nada sin los nobles, ni éstos sin el consentimiento de sus vasallos. Y es que todavía tiene gran vigencia el principo de subsidiariedad: el tejido social orgánico, los grupos naturales intermedios, la familia y el gremio, el municipio y la región. Y todavía cuentan mucho las relaciones personales, la costumbre, el compromiso verbal, los impuestos pactados, lo mismo que el vínculo que une al vasallo con el señor local.

La Edad Media, por otra parte, tiende a dar forma sensible a todos las realidades espirituales. Éste es otro rasgo muy característico. Por eso el mundo medieval resulta muy colorido, variado y elocuente, pues produce siempre formas expresivas, comunitariamente entendidas, de todo un conjunto de valores espirituales de inspiración cristiana: costumbres e instituciones, gremios, precedencias y modos tradicionales, órdenes y estados, variedad de vestidos y de formas, colores significativos, estandartes, escudos y emblemas, saludos y formas de cortesía, fiestas y funerales, torre desmochada o puerta tapiada, adornos, muchos adornos en objetos y armas, herramientas y edificios, liturgias, torres del homenaje y juramentos, danzas y torneos, juegos y fueros, etc. El milenio cristiano forma, pues, un mundo elocuente, en el que las cosas y actividades, el bien y el mal, el premio y el castigo, hablan al pueblo de un modo inteligible.

En este sentido, la Edad Media es una época muy culta, acentuadamente estética, que cultiva con esmero todas las formas. Y adviértase que la inspiración del arte medieval, que conduce hacia la plenitud del Renacimiento, es creativa y diversa, heterogénea y sorprendente. Sólo más tarde, en los tiempos modernos del neoclasicismo, es cuando se endurecen los cánones estéticos, según las normas del arte clásico grecorromano. Y será entonces cuando venga a considerarse bárbaro el arte de las catedrales medievales románicas o góticas, que a veces son derruídas o sustituídas por «correctos» diseños neoclásicos, es decir, por imitaciones serviles -no geniales, como en el Renacimiento- del arte antiguo. Y es que estos modernos no entienden el arte medieval.

Por lo demás, toda la Edad Media, el milenio de Cristiandad en su totalidad, por su teocentrismo y, más aún, por su abierta confesionalidad cristiana, forma una época muy especialmente falsificada en la consideración general moderna. El impulso decisivo de la modernidad, precisamente, es la construcción de un mundo no fundamentado en Dios, y menos aún en Cristo, sino en el hombre; todo lo cual impugna directamente el régimen de Cristiandad. La opción moderna, por tanto, exige que el milenio cristiano sea ignorado, o mejor aún, caricaturizado y falseado. Y esto se comprende perfectamente. Lo que no se comprende tan bien es que los mismos cristianos se hagan cómplices de ese intento, como hoy sucede tantas veces en creyentes verdaderamente fieles. Pero, en fin, obras como la de Régine Pernaud, ¿Qué es la Edad Media?, o la clásica de Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media, con tantas otras, pueden ayudarnos a recuperar la verdad del milenio cristiano. Y no será ésta, ciertamente, una tarea supérflua en la exploración histórica que estamos haciendo de los caminos de perfección en el mundo...