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Santidad de los laicos en el mundo

Aunque el tema de este capítulo es muy importante, voy a tratarlo en forma muy abreviada. En otros escritos recientes (El matrimonio en Cristo; Caminos laicales de perfección), o en otros anteriores, con José Rivera (capítulos El mundo y El trabajo en la Síntesis de espiritualidad católica), han sido desarrolladas más ampliamente estas cuestiones. Baste, pues, ahora con unas pocas observaciones (+Nota 2).

Vocación de los laicos a la santidad

A lo largo de nuestro estudio hemos podido comprobar que la Iglesia siempre ha creído en la vocación de los laicos a la santidad. De otro modo hubiera ignorado durante siglos que los cristianos están llamados a cumplir el mandamiento primero de la ley divina, ya que en «amar a Dios con todo el corazón» está la perfección cristiana suma. Y suponer tal ignorancia es un absurdo. A los datos que ya vimos más arriba, añado sólamente otro, la obra del muy leído autor jesuita Luis de la Puente (+1624), Tratado de la perfección en todos los estados de la vida del cristiano.

Otra cosa es que haya sido en el siglo XX cuando en la Iglesia se ha elaborado más ampliamente la teología y espiritualidad del laicado. Pero no debemos confundir los desarrollos teológicos y los reales. Los cristianos primeros, por ejemplo, tenían vivísima conciencia del misterio de la Iglesia, pero la eclesiología fue uno de los tratados teológicos de más tardío nacimiento, y el último de los grandes temas tratados en un Concilio ecuménico, el Vaticano II. En este sentido, afirmar que «sólo en la Iglesia del siglo XX es cuando los laicos han alcanzado su mayoría de edad» resulta completamente falso, y más cuando esa afirmación se hace en Iglesias locales en las que tres cuartos de los bautizados «no practican». Ya vimos, por otra parte, que un 25 % de los santos canonizados en la baja Edad Medio son laicos.

Libres del mundo

Los cristianos laicos han de vivir en el mundo sin ser del mundo. Pues bien, esta perfecta libertad respecto del mundo secular circundante ha de ser conquistada por varios medios, todos ellos necesarios.

-Oración. Sólamente la oración puede liberar del mundo presente, pues por ella lo transcendemos, levantando el corazón a Dios. Y en este sentido -en éste- ya «no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales, y las invisibles, eternas» (2Cor 4,18; +Col 3,1-2). Sin una vida de oración asidua, es inevitable estar sujeto al mundo en pensamiento y costumbres.

-Formación doctrinal. ¿Cómo va a tener libertad del mundo quien apenas conoce la doctrina de Cristo, quien habitualmente se interesa por los diarios o escritos de palabras humanas y se desinteresa por la Palabra divina y los libros cristianos? «Ésta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe» (1Jn 5,4).

«Tomad, pues, la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y, vencido todo, os mantengáis firmes. Estad alerta, ceñíos la cintura con la verdad... tened siempre embrazado el escudo de la fe, para que podáis apagar todas las flechas encendidas del malo» (Ef 6,13-16).

-Conocer la verdad del mundo. Para que los laicos estén libres del mundo, libres de su fascinación y de su engaño, deben conocer lúcidamente la realidad del mundo, sin tener miedo a discernir en él grandes males. Sencillamente, a medida que los cristianos seculares tienden sinceramente a la perfección evangélica, y a medida que van conociendo los pensamientos y caminos de Cristo, no pueden menos de ver que los pensamientos y caminos del mundo son muchas veces muy contrarios a los de Dios.

Ellos, precisamente ellos, bien metidos en la masa del mundo, conocen de cerca y con un realismo muy concreto todas las miserias del mundo secular, toda la sordidez de la vida de aquellos que andan «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). Y por otra parte, ellos están muchas veces más libres de ideologías modernistas que les impidan reconocer los males del mundo moderno. Así que cuando hablan de las modas, de la televisión, del ambiente de escuelas y colegios, de las costumbres de los novios, de las playas o de los fines de semana, no se hacen ningún problema en decir, meneando la cabeza: «¡cómo está el mundo!». Lo ven en sí mismos, lo ven en sus hijos, en sus vecinos. Y por eso, cuando ven el ingenuo optimismo rousseauniano de algunos ideólogos cristianos, no pueden menos de considerarlos con pena como alienados, como personas que están en las nubes de sus ideas, que no pisan la realidad de la tierra, que no saben lo que es el mundo.

-No seguir la moda. La dictadura del presente efímero, la severa ortodoxia de la actualidad vigente, sujeta a los hijos del siglo. Por eso lo son. El discípulo de Cristo, en cambio, partiendo en todo de la originalidad permanente del Evangelio, no se siente obligado a seguir la moda del mundo, siempre cambiante. El cristiano conoce y considera las modas mundanas, que afectan en sus variaciones a todo lo humano -la distribución del tiempo, el equilibrio de lo personal y lo comunitario, la valoración de la autoridad, el número de hijos conveniente, el modo de educarlos, etc.-, pero no trata de «configurarse al siglo», como siervo de las modas, sino que es libre para hacer en todo lo más conforme a la verdad y al bien, lo más grato a Dios (Rm 12,1-2).

-Libertad del mundo. Entienden bien estos laicos - en la medida en que buscan sinceramente la santidad-, que no podrán ir adelante si no vencen al mundo, liberándose de sus condicionamientos negativos. Y ahora es, precisamente, cuando conocen hasta qué punto estaban antes sujetos al mundo en mentalidad y costumbres. Y ahora comprenden bien aquello del Apóstol: «No os conforméis a este siglo, sino transformáos por la renovación de la mente, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta» (Rm 12,2).

Si un hombre está atado por cadenas a un rincón, y en él lleva años viviendo, termina por no darse cuenta de que está encadenado. Allí hace su vida. Pero en cuanto intenta salir de su rincón, al punto experimenta la fuerza limitante de sus cadenas. Del mismo modo, el cristiano más o menos avenido con el mundo secular no se siente sujeto a éste por cadenas invisibles. Sólamente, como Santa Teresa, se verá atado a «esta farsa de vida tan mal concertada», cuando intente, conducido por Cristo, salir de ella a la vida evangélica.

-Valentía martirial. Esa libertad omnímoda respecto del mundo y de sus modas -siempre efímeras y cambiantes, pero siempre orientadas en la misma dirección: el culto «a la criatura, en lugar de al Creador» (Rm 1,25)- no es viable sin adhesión a la Cruz, sin la abnegación y el amor que hacen posible el martirio.

No sujetarse, en efecto, a las modas y modos del mundo puede ser muy duro. El que no acepta la marca del mundo en la frente y en la mano queda proscrito (+Ap 13,16-17). La perfecta libertad del mundo sólamente puede ser adquirida al precio sangriento de la Cruz. El que no está dispuesto a parecer raro a los ojos del mundo, a quedarse sólo, y eventualmente a hacer el ridículo, no puede ser discípulo de Cristo (Lc 14,25-33). Libres del mundo son únicamente aquéllos que, por amor al Salvador, dan por perdida su vida en este mundo (Mt 16,25; Jn 12,25). Éstos son, hemos de verlo ahora mismo, los únicos que pueden transformar el mundo.

-Amor al mundo. Libres del mundo, los laicos que tienden a la perfección conocen sus engaños y maldades con facilidad, y poco a poco van entendiendo también su vanidad. Saben a qué atenerse frente al mundo, ante el sexo, el trabajo, la acción política, y no incurren en las visiones ingenuas de quienes quizá saben de todo eso más por los libros que por las realidades concretas.

Ahora bien, el mismo Salvador que les libra de respetos humanos y de fascinaciones seculares, les da amor al mundo visible, amor benéfico y compasivo, caridad abnegada, eficaz, ingeniosa, fuerza para hacer el bien en la familia y el trabajo, en la cultura y las instituciones. Es, sencillamente, el mismo amor del Padre celestial, que «tanto amó al mundo, que le entregó su unigénito Hijo», como Salvador (Jn 3,16).

Estos cristianos que viven el mundo, alegrándose siempre en el Señor (Flp 4,4), en quien tienen su fuerza y su esperanza, día a día van afirmando en sus vidas un mundo nuevo, distinto y mejor, y así «consagran el mismo mundo a Dios» (LG 34b): los padres educando sus niños, el funcionario o el comerciante con su gente, el trabajador en su huerto, oficina o taller, el enfermo en su cama, y todos, pasando a veces no pocos aprietos, abandonándose confiadamente a la guía de Dios providente, que les va enseñando y santificando cada día.

La transformación del mundo

Cuando se dice, al modo bíblico y tradicional, que los cristianos deben renunciar al mundo interiormente, y en algunas cosas exteriormente (+Truhlar, Antinomiæ 118-119), surge en seguida la objeción de los modernos «amatores mundi»: de ese modo los cristianos quedan marginados y desentendidos del mundo, sin capacidad alguna para obrar en él y transformarlo.

¡La verdad es justamente lo contrario! Sólamente los discípulos de Cristo, libres del mundo, porque «no son de este mundo», tienen capacidad mental para extrañarse de él, para no ver como natural e inevitable lo que únicamente es histórico, perfectamente modificable; y sólo ellos tienen fuerza operativa para atreverse a transformarlo, contando con la gracia del Salvador del mundo.

Es muy importante comprender que por el mismo hecho de vivir libres del mundo, ya están realizando la transformación del mundo, ya son luz que ilumina las tinieblas, ya son sal que da sabor y evita la corrupción, ya son fermento con fuerza para transformar la masa. Es indudable: únicamente aquellos que están libres del mundo tienen en Cristo fuerza mental y operativa para transformarlo. Y en esto, como siempre, el testimonio de Cristo mismo y de los santos es absolutamente convincente.

El padre Truhlar acierta plenamente cuando en sus famosas Antinomiæ vitæ spiritualis (19654), al estudiar el tema Transformatio mundi et fuga mundi, llega a la conclusión de que «una recta fuga mundi es al mismo tiempo un recto uso y una recta transformación del mundo. El que se independiza del mundo, asume ante él una actitud que expresa la idea y la voluntad de Dios. Ahora bien, tal actitud necesariamente completa y transforma al mundo, infundiendo en él una mayor semejanza a Dios». Evidente.

Unos novios que no aceptan el modo mundano de vivir el noviazgo, y que, con plena libertad del mundo, lo viven dóciles al Espíritu Santo -el único capaz de «renovar la faz de la tierra»-, están transformando «el mundo de las relaciones prematrimoniales»: están obrando en él como luz, sal y fermento evangélico.

Y por la misma e idéntica vía han de ser transformadas todas las realidades del mundo visible: el modo de vestir y de comer, de gastar el tiempo y el dinero, de organizar el trabajo y la convivencia, el ocio y el negocio, la manera de orientar las relaciones sociales, la educación de los hijos, la vida artística, social, económica, política... Estas transformaciones de mundos se iniciarán en personas, en seguida en familias, más aún, en grupos de familias, en comunidades más o menos amplias, para afectar finalmente -a los treinta años o a los tres siglos- al conjunto de la sociedad.

¿Hay acaso otro modo de transformar el mundo visible que esa fidelidad incondicional, en lo grande y en lo pequeño, personal o en asociaciones organizadas, al pensamiento y a la acción del Espíritu Santo, del Espíritu de Jesús, Salvador del mundo? ¿En qué se piensa, si no, cuando se dice una y otra vez que «los cristianos laicos están llamados a transformar el mundo secular»?

Así es como los laicos cumplen en el interior del mundo esa vocación suya específica, que el Vaticano II expresó con tanta claridad: «Es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de instaurar rectamente el orden de los bienes temporales, ordenándolos hacia Dios por Jesucristo. A los pastores atañe manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las cosas temporales. Pero es preciso que los laicos asuman como obligación suya propia la restauración del orden temporal, y que, conducidos por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, actúen directamente y en forma concreta» (AA 7de).

Lo que Cristo Salvador hizo, por ejemplo, con el matrimonio, salvándolo de sus lamentables versiones mundanas -poligamia, concubinatos, adulterios, divorcios, abortos, etc.-, devolviéndole su dignidad originaria, y elevándolo incluso a la dignidad de sacramento, eso mismo, mutatis mutandis, quiere y puede hacerlo Cristo con los cristianos en todos los demás aspectos de la vida secular: filosofía y arte, leyes y cultura, ocio y negocio, justicia y relaciones sociales.

Claudicantes, resistentes y victoriosos

En esa dura batalla que los hijos del Reino libran con el mundo y el poder de las tinieblas (+Vat. II, GS 17b) pueden darse diversas posiciones:

-Los cristianos claudicantes, vencidos por el mundo, están sujetos a su influjo en mentalidad y costumbres, y no influyen en el mundo para nada.

Los cristianos mundanos, claudicantes, infinitamente lejos de ser más hábiles y operativos para la transformación del mundo, son luces apagadas en la oscuridad, sal desvirtuada, que sólo vale para ser pisada y desechada, fermento sin fuerza alguna para levantar la masa. ¿No es esto obvio en la doctrina y absolutamente comprobado por la experiencia? Los cristianos sujetos a los elementos del mundo presente es gente que «no vale para nada, como no sea para tirarla y que la pisen los hombres» (Mt 5,13).

-Los cristianos resistentes, defensivos, no quieren claudicar ante el mundo, pero tampoco tienen fuerza suficiente para vencerle del todo creando en sí mismos una nueva vida; y en parte -más de lo que suponen- dependen de él.

Su vida cristiana resulta escasamente creativa, pues más que imitar a Dios, imitan a los que le imitaron, tratando así de «conservar las costumbres cristianas». No tienen fuerzas suficientes en el Espíritu para actualizar el Evangelio, con formas vivas, fieles a la tradición. Les falta alegría, y muestran a veces hacia el mundo una torpe agresividad, que les hace odiosos, pues no distinguen bien el trigo de la cizaña. Los descendientes de los cristianos resistentes fácilmente vienen a ser cristianos claudicantes.

-Los cristianos victoriosos, en fin, vencen con Cristo plenamente al mundo, y «prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16), tienen fuerza en el Espíritu Santo para dialogar con el mundo sin complejo alguno, con toda libertad, tomando lo que de él convenga y «deponiendo toda sordidez y todo resto de maldad» (Sant 1,21), por muy generalizada que ésta se halle. Más aún, tienen fuerza espiritual para configurar -al menos a escala personal, familiar y comunitaria- formas nuevas de vida, que parten de la originalidad perenne del Evangelio, obrando así como fermento en la masa del mundo (+Síntesis 338-360).

Santidad en el mundo

En la Introducción recordábamos que los tres enemigos de la obra de Dios en el hombre son mundo, carne y demonio. Y que en este lucha, la ventaja del religioso sobre el laico venía principalmente en referencia al mundo, del que se ha liberado por una renuncia no sólo interna, sino, en no pocos aspectos, también externa.

Ahora bien, cuando un cristiano busca la santidad en la vida laical, no deja el mundo, pues sigue teniendo familia, casa y trabajos. Y en seguida halla resistencias en su ambiente, y quizá las más peligrosas las encuentre «en los de su propia casa» (Mt 10,36; +Miq 7,6).

No tiene a veces en esa búsqueda de la santidad compañeros de marcha, ni tampoco un camino ya trazado por el que avanzar, sino que muchas veces ha de ir adelante como un explorador que se abre camino en la selva con su machete. En cualquier momento puede sufrir y sufre graves tentaciones, acometidas violentas de alguna fiera o continuos ataques de mosquitos capaces de enfermarle con su picadura... ¿Cómo podrá avanzar, en tales circunstancias, hacia la perfección evangélica, es decir, hasta el perfecto amor de Dios y del prójimo? Que podrá avanzar es algo cierto, pues está eficazmente llamado por Dios a la perfecta santidad. ¿Pero cómo podrá hacerlo? ¿Cómo actuará en él la gracia del Salvador?...

En realidad, los laicos cristianos que pretenden sinceramente la santidad en el mundo han de vivir un éxodo heroico que, sin dejar el mundo, va a permitirles salir de Egipto, adentrarse en el Desierto, y llegar a la Tierra Prometida. El mismo Cristo que vence al mundo en los religiosos, asistiéndoles con su gracia para que «no lo tengan», es el que con su gracia va a asistir a los laicos para que «lo tengan como si no lo tuviesen». Y no es fácil decir cuál de las dos maravillas de gracia es más admirable. Crucificados con el mundo

Cuando un cristiano laico busca de verdad la santidad, viviendo en el mundo -en un mundo muchas veces de infieles, más aún, de apóstatas, que es peor-, no podrá menos de hacer suyas las palabras de San Pablo: «el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14).

¡Qué persecuciones tan terribles viven los laicos que en el mundo buscan la santidad! Son realmente mártires de Cristo, pues «todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2Tim 3,12). Se diría que éstas son aún más duras e insidiosas, al menos en ciertos aspectos, que las que han de sufrir sacerdotes y religiosos. La búsqueda de la santidad encuentra en el mundo persecuciones muy especiales, que no se dan en el monasterio o en la vida religiosa.

Por eso, cuando algunos autores actuales intentan caracterizar la vida religiosa por el radicalismo de sus opciones evangélicas (J.M.R. Tillard, T. Matura, etc. +Nota 3), aunque haya parte de verdad en lo que dicen, no acaban de convencernos. La radicalidad evangélica, que lleva a actitudes tantas veces heroicas, pertenece tanto a los laicos que buscan la perfección en el mundo, como a los religiosos que la buscan renunciando a él y consagrándose inmediatamente al Reino.

Mártires de Cristo precisamente por su inmersión en el mundo secular, en el que buscan la santidad. No sufrirían esos martirios si renunciaran a la vida perfecta, y se conciliaran, aunque sea un poco, con el mundo, haciéndole concesiones ilícitas. Y tampoco los sufrirían, al menos del mismo modo, si vivieran en un monasterio o en un convento de vida apostólica. Son mártires laicos, porque en el mundo «guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús», sin permitir que la Bestia ponga su sello en sus frentes o en sus manos (Ap 12,17; +13,15-17). Siendo las primicias de la Nueva Creación, y estando aquí abajo «como forasteros y peregrinos» (1Pe 2,11), Dios les ha asignado «el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres» (1Cor 4,9).

¡Y qué espectáculo el de los cristianos que tienden a la santidad en el mundo! ¡Qué milagro permanente del Salvador de los hombres! Es algo tan prodigioso como la santificación de aquéllos a quienes Dios ha concedido dejar la vida del mundo. Ellos son como aquellos tres jóvenes que fueron arrojados al horno ardiente: «el ángel del Señor había descendido al horno con Azarías y sus compañeros, y apartaba del horno las llamas del fuego y hacía que el interior del horno estuviera como si en él soplara un viento fresco. Y el fuego no los tocaba absolutamente, ni los afligía ni les causaba molestia. Entonces los tres a una voz alabaron y glorificaron y bendijeron a Dios en el horno: "Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y ensalzado por los siglos"» (Dan 3,49-52).

Las tentaciones de la vida en el mundo

Cristo habla de las tentaciones peculiares que han de sufrir los laicos, «la seducción de las riquezas», «la preocupación por los asuntos temporales», y tantos otros «impedimentos», que pueden traer «el corazón dividido» (Mt 13,22; 1Cor 7,34-35). Son, efectivamente, grandes y continuas tentaciones para los cristianos que no buscan la santidad, es decir, que no intentan amar a Cristo y al prójimo con todo el corazón. Son peligros muy temibles para los cristianos en la medida en que den culto al mundo, y estén arrodillados ante él con una o las dos rodillas.

Es cierto que en la vida religiosa las obras mejores -la oración, la pobreza, el apostolado, etc.-, suelen verse facilitadas, y se practican sin mayores obstáulos exteriores; y que esas mismas cosas, por el contrario, se ven en la vida laical tan dificultadas, que en ocasiones están casi impedidas. Y así, cosas buenas que los religiosos realizan sin mayor esfuerzo pueden resultar heroicas para los laicos. Y con lo malo ocurre, lógicamente, lo contrario: males que para aquéllos se ven lejanos e impedidos -por ejemplo, realizar gastos supérfluos de tiempo o de dinero-, están próximos y facilitados para éstos.

La armadura de Dios

Tanto como los religiosos y en cierto sentido más, los laicos necesitan una vida ascética vigorosa, pues viviendo con frecuencia en medios tan difíciles, han de ayudarse con toda la armadura de Dios que describe San Pablo: actitud vigilante, veracidad y vida santa, fe, Palabra divina y oración (Ef 6,12-18).

La posibilidad en los laicos de una rectitud perfecta de vida ha de ser afirmada y defendida con absoluta convicción. Recuerdo aquí, en primer lugar, que la santidad consiste en la perfección de la caridad, y que es, pues, algo interior, que puede desarrollarse en condiciones exteriores sumamente imperfectas. Pero a este principio añadiré sólamente tres de las claves fundamentales de la santificación laical.

1.-Las virtudes crecen por actos intensos, no por actos remisos, apenas conscientes y voluntarios. Ahora bien, los actos intensos que acrecientan las virtudes no se ponen, al menos en los comienzos de la vida espiritual, sino ante las pruebas de la vida, que la Providencia divina dispone con tanto amor (+Síntesis 151-155). Pues bien, siendo esto así, hemos de afirmar que las virtudes hallan en la vida laical ocasiones innumerables para ejercitarse en actos intensos, no pocas veces heroicos. Dar una limosna, ir a confesarse, apagar el televisor a tiempo, cualquier obra buena impulsada en un momento por el Espíritu Santo en la persona, puede requerir en la vida laical, para salir adelante, actos espirituales sumamente intensos.

2.-La cruz: las tribulaciones de la carne. Nada santifica tanto como la cruz de Cristo, y el cristiano laico que de verdad busca la perfección de la santidad ¡cuánto ha de sufrir entre quienes vive, no apasionados normalmente en ese mismo empeño! ¡Cuántas «tribulaciones de la carne»! (1Cor 7,28). En esto casi habría que dar la vuelta a las palabras de Cristo -guardando su sentido, claro-: ¡qué angosto es el camino que ha de llevar el laico hacia la perfección, y qué ancho el que lleva hacia la misma meta al religioso! (+Mt 7,13-14). Hablo, insisto, de aquellos laicos que están en el mundo buscando la perfección evangélica. A ellos podría aplicarse lo de Santa Teresa: tengo «lástima de gente espiritual que está obligada a estar en el mundo por algunos santos fines, que es terrible la cruz que en esto llevan» (Vida 37,11). Ahora bien, nada hay tan santificante como una cruz bien llevada.

3.-Todo favorece a los que aman a Dios (+Rm 8,28). En efecto, todos los «impedimentos», «dificultades» y «obstáculos», frecuentes en la vida secular, cuando el laico busca de veras la santidad en el mundo, se transforman al punto en peldaños ascendentes, y son entonces ocasiones de actos intensos de las virtudes. La falta de piedad en los familiares, sus gastos inútiles, el desorden, la monotonía del trabajo o sus malas condiciones ambientales, así como las alegrías y éxitos propios o de los más próximos, la solidaridad familiar, la belleza del mundo y de la vida, en fin, todo lo que ha de hacer y padecer un laico, se hace entonces un estímulo continuo para el crecimiento espiritual en la caridad a Dios y al prójimo.

El elogio ambiguo de la vida «normal»

Se puede hacer mucho mal a los cristianos laicos cuando se les insiste, sin las matizaciones debidas, en las grandes posibilidades de santificación que hay viviendo según los modos ordinarios seculares, y llevando una vida perfectamente «normal». En realidad, los modos usuales de la vida en el mundo suelen ser en muchas cosas embrutecedores y resistentes al Espíritu Santo, y están pidiendo a gritos a la conciencia cristiana ser rectificados cuanto antes, y no sólo en pequeños detalles. No es «normal», por ejemplo, que un cristiano se atiborre diariamente de noticias en el periódico y la televisión, y no tenga tiempo ni ánimo para recibir noticias de Dios en la oración o en los libros de espiritualidad. Será normal en el sentido estadístico -lo que hace la mayoría-, pero no en un sentido propio, es decir, conforme con la «norma».

Por otra parte, si ese culto a la «normalidad» va unido a una secreta fascinación por el mundo secular, y a todo ello se le añade el correspondiente temor a parecer raros, queda ya con ello cerrado definitivamente a los laicos el camino hacia la santidad. Lograrán una perfecta secularidad secular, pero no alcanzarán aquella perfecta secularidad cristiana a la que están llamados por el Señor, que es muy distinta. «A vino nuevo, odres nuevos» (Mt 7,19).

Evangelio y utopía

En otro libro, continuando el tema de la obra presente, hemos de considerar las posibilidades formidables que en Cristo tenemos los cristianos para renovar el mundo secular, siempre que, completamente libres de él, dejemos obrar en nosotros incondicionalmente al Espíritu de Jesús, el único que puede renovar la faz de la tierra. Este libro que, con el favor de Dios, publicaré próximamente, estudiará, pues, la condición utópica del Evangelio que ha de realizarse en el mundo tópico, y vendrá a ser el complemento positivo de este escrito.

Renuncia final de los laicos al mundo

La maravillosa sabiduría del amor de Dios hace que, al final de su vida secular, en la ancianidad y la muerte, también los laicos, lo mismo que los religiosos, renuncian al mundo. En este sentido, es normal que en los cristianos laicos que han tendido sinceramente hacia la perfección, antes de morir, crezca una inclinación cada vez más apremiente a abstenerse del mundo visible para prepararse mejor a gozar sólo de Dios. En otras palabras: la plena madurez en la vida cristiana coincide con el deseo de morir, renunciando así totalmente al mundo.